—¿Barak? —interrumpió Harry.
—Sí, Edhu Barak. El primer ministro israelí.
—¡Dios! ¿Acaso están preparando un nuevo y flamante acuerdo de Oslo?
Møller observaba descorazonado la nube de humo violáceo que ascendía hacia el techo.
—No me digas que no te has enterado, Harry, porque, en ese caso, mi preocupación por ti será mayor de lo que ya es. La semana pasada fue noticia de primera plana en todos los periódicos.
Harry se encogió de hombros.
—La información de la prensa es poco fiable. Le saco más partido a la cultura general. Una seria desventaja para la vida social. —Con cautela, Harry dio otro sorbo al café, pero desistió enseguida y lo dejó sobre la mesa—. Y para la vida amorosa —añadió.
—¿Ah, sí?
Møller miró a Harry con expresión de no saber si alegrarse u horrorizarse ante la apostilla.
—Lógico. ¿A quién va a parecerle sexy un hombre en la treintena que se sabe la vida de todos los participantes de
Supervivientes,
pero que apenas si conoce el nombre de un solo ministro? Ni el del presidente de Israel.
—Es primer ministro, no presidente.
—¿Entiendes lo que te quiero decir?
Møller se aguantaba la risa. Era muy propenso a la risa. Como lo era a sentir simpatía por aquel subordinado algo maltrecho cuyas grandes orejas sobresalían de la calva como las vistosas alas de un pajarillo. Y eso, a pesar de que Harry le había reportado a Møller más pesares que alegrías. En cuanto llegó al Centro Nacional de Inteligencia aprendió enseguida que la regla número uno para un funcionario público con pretensiones de hacer carrera era cubrirse las espaldas. Møller carraspeó dispuesto a formular las delicadas preguntas que había decidido hacer, aunque con cierto temor, y frunció el entrecejo para hacer ver a Harry que la preocupación era de naturaleza más profesional que amistosa.
—He oído que sigues pasando las horas sentado en el restaurante Schrøder, ¿es cierto, Harry?
—Menos que nunca, jefe. ¡Dan tantos programas buenos por la tele!
—Pero sigues pasando horas allí sentado, ¿no?
—Es que no les gusta que estés de pie.
—¡Venga ya! ¿Has vuelto a la bebida?
—Lo mínimo.
—¿Qué mínimo?
—Si bebiera menos, me echarían de allí.
En esta ocasión, Møller fue incapaz de contener la risa.
—Pienso colocar a tres oficiales de enlace para proteger la carretera —explicó—. Cada uno de ellos aportará diez hombres de diversos distritos policiales en Akershus, además de a un par de cadetes del último curso de la Escuela Superior de Policía. Había pensado en Tom Waaler…
Waaler. Racista, un hijo de puta con orientación exclusiva al puesto que no tardaría en anunciarse como vacante en la jefatura. Harry había oído hablar lo suficiente del comportamiento profesional de Waaler como para saber que con él se confirmaban todos los prejuicios que la gente tenía sobre la policía, y algunos más, salvo uno: Waaler no era, por desgracia, ningún idiota. Los resultados que había obtenido como investigador eran tan notables que incluso Harry se veía obligado a admitir que se merecía el inevitable ascenso.
—… en Weber…
—¿Ese viejo cascarrabias?
—… y en ti, Harry.
—¿Puedes repetirlo?
—Has oído bien.
Harry hizo un mohín.
—¿Tienes alguna objeción? —quiso saber Møller.
—Por supuesto que tengo alguna objeción.
—¿Por qué? Se trata de una especie de misión honorable, Harry. Una palmadita en el hombro.
—¿Estás seguro de que lo es? —Harry apagó el cigarrillo aplastándolo con fuerza irrefrenable en la montaña de cenizas—. ¿No será sólo un paso más en el proceso de rehabilitación?
—¿Qué quieres decir? —Bjarne Møller parecía herido.
—Sé que, desoyendo los buenos consejos, te indispusiste con más de uno cuando me acogiste de nuevo en el calor del hogar después de lo de Bangkok. Y te estaré eternamente agradecido por ello. Pero ¿a qué viene esto ahora? ¿Oficial de enlace? Suena como un intento de demostrar a los incrédulos que tú tenías razón y que ellos estaban equivocados. Que Hole está recuperado, que puede asumir responsabilidades y esas cosas.
—¿Y bien?
Bjarne Møller había vuelto a cruzar las manos por detrás de la cabeza.
—¿Y bien? —repitió Harry—. ¿De eso se trata? ¿Sólo soy una pieza más?
Møller suspiró con resignación.
—Harry, todos somos eso, simples piezas. Siempre hay una agenda oculta. Ésta no es peor que otras. Haz un buen trabajo y los dos sacaremos provecho. ¿Tan complicado es?
Harry resopló dispuesto a decir algo, se detuvo, quiso comenzar de nuevo, pero desistió. Echó mano del paquete y sacó otro cigarrillo.
—No, es que me siento como un jodido caballo de carreras. Y también que no estoy en condiciones de asumir responsabilidades.
Harry dejó el cigarrillo entre los labios, sin encenderlo. Le debía aquel favor a Møller pero ¿qué pasaría si la cagaba?
Oficial de enlace.
Llevaba ya mucho tiempo sin beber, pero tenía que andarse con cuidado, ir paso a paso, ¡joder! ¿No era ésa la razón por la que se había convertido en investigador, para no trabajar con subordinados? Y con el mínimo de superiores, por cierto. Harry mordió el filtro del cigarrillo.
Desde el pasillo se oyó a alguien hablando junto a la máquina de café, parecía Waaler. Después, estalló la risa refrescante de una mujer. «La nueva administrativa, seguramente.» Aún tenía el olor de su perfume en las fosas nasales.
—¡Joder! —exclamó Harry—.
¡Jo-der!
—repitió separando las dos sílabas, con lo que el cigarrillo saltó dos veces en su boca.
Møller había mantenido los ojos cerrados durante la pausa que Harry se había tomado para la reflexión y ahora los entreabrió, antes de preguntar:
—¿Debo interpretarlo como un sí?
Harry se levantó y se marchó sin decir nada.
ESTACIÓN DE PEAJE DE ALNABRU
1 de Noviembre de 1999
El pájaro gris entró planeando en el campo de visión de Harry para desaparecer enseguida. Colocó el dedo en el gatillo de su Smith & Wesson, calibre 38, sin dejar de mirar fijamente la espalda estática que se veía detrás del cristal, sobre el borde de la mira. El día anterior, alguien había hablado en la televisión de tiempo lento.
«El claxon, Ellen. Toca el maldito claxon, puede que se trate de un agente del Servicio Secreto.»
Tiempo lento, como el de la noche de Navidad, antes de que llegue Papá Noel.
La primera moto estaba ya a la altura de la cabina y el petirrojo no era ya más que una mancha negra en las inmediaciones de su campo de visión. El tiempo que transcurría en la silla eléctrica antes de que conectasen la corriente…
Harry apretó el gatillo. Una, dos, tres veces.
Y, de repente, el tiempo se aceleró con inusitada violencia. Los cristales ahumados se volvieron blancos antes de caer hechos añicos sobre el asfalto en una lluvia de fragmentos de vidrio, y Harry tuvo el tiempo justo de ver desaparecer un brazo bajo el borde de la cabina antes de que el sonido susurrante de los lujosos coches americanos apareciese para desaparecer enseguida.
Se quedó mirando fijamente la cabina. Un par de hojas amarillas se habían arremolinado surcando el aire al paso del cortejo, antes de volver a posarse sobre un seto de césped sucio y gris. Él seguía mirando la cabina. Volvía a reinar la calma y, por un instante, logró pensar simplemente que se encontraba en una estación de peaje noruega normal y corriente, en un día de otoño normal y corriente y que al fondo se veía una estación de servicio Esso normal y corriente. Incluso el frío aire matutino olía como siempre: a hojas marchitas y a gas de los coches. Y hasta se le ocurrió pensar: cabía la posibilidad de que nada de aquello hubiese sucedido.
Su mirada persistía fija en la cabina cuando el tono quejumbroso y pertinaz de la bocina del Volvo que había a su espalda dividió el día en dos.
1942
Los destellos iluminaron el cielo de la noche, tan gris que parecía una lona sucia tensada sobre el paisaje desolado que los rodeaba. Puede que los rusos hubieran iniciado una ofensiva, puede que sólo quisieran hacerles creer que esas cosas nunca se sabían hasta después. Gudbrand estaba echado sobre el borde de la trinchera con ambas piernas dobladas bajo el cuerpo, agarraba el fusil con las dos manos y escuchaba los sordos estruendos lejanos, mientras miraba los destellos que caían lentamente. Sabía que no debía mirarlos, pues podían producir ceguera nocturna e impedirle así ver a los francotiradores rusos que se deslizaban por la nieve allí, en tierra de nadie. Pero de todos modos no los podía ver, nunca había visto ninguno, solamente había disparado por indicación de los otros. Como ahora.
—¡Allí está!
Era Daniel Gudeson, el único chico de ciudad del pelotón. Los otros procedían de sitios que terminaban en «-dal», es decir, valle. Unos eran valles anchos, otros eran profundos, sombríos y poco poblados, como el hogar de Gudbrand. Pero Daniel no. No Daniel Gudeson, con su frente alta y despejada, sus brillantes ojos azules y su blanca sonrisa. Daniel parecía recortado de uno de los carteles de captación. Procedía de un lugar con vistas.
—A las dos, a la izquierda de la maleza —dijo Daniel.
—¿Maleza?
No había un solo matojo en aquel paraje bombardeado. Sí, al parecer sí había maleza, ya que los demás empezaron a disparar. Pum, pum, pum. Cada bala corría como una luciérnaga describiendo una parábola. Un rastro de fuego. La bala salía disparada hacia la oscuridad pero, de repente, parecía cansarse, porque la velocidad disminuía y aterrizaba suavemente en algún lugar allí fuera. O al menos ésa era la sensación que daba. Gudbrand pensaba que era imposible que una bala tan lenta pudiera matar a nadie.
—¡Se escapa! —se oyó gritar a una voz en tono amargo y lleno de odio.
Era Sindre Fauke. Su cara casi no se distinguía del uniforme de camuflaje, y los ojos pequeños y muy juntos miraban fijamente a la oscuridad. Procedía de una granja perdida al final del valle de Gudbrandsdalen, probablemente un lugar angosto donde nunca llegaba el sol, porque tenía el rostro muy pálido. Gudbrand no sabía por qué se había alistado para luchar en el frente, pero había oído que sus padres y sus dos hermanos eran miembros de la Unión Nacional, que llevaban un brazalete y que delataban a los vecinos por la simple sospecha de ser patriotas normales. Daniel dijo que algún día probarían el látigo, los delatores y aquellos que aprovechaban la guerra para obtener ventajas.
—No —dijo Daniel en voz baja, con la mejilla contra la culata—. Ningún jodido bolchevique se va a escapar.
—Él sabe que lo hemos visto —dijo Sindre—. Piensa meterse en ese hoyo.
—Ni hablar —dijo Daniel apuntando con el arma. Gudbrand miró fijamente a la oscuridad blanquecina. Nieve blanca, trajes de camuflaje blancos, destellos blancos. El cielo se iluminó otra vez. Toda clase de sombras corrían por la nieve endurecida. Gudbrand volvió a mirar hacia arriba. Destellos amarillos y rojos sobre el fondo del horizonte, seguidos de varias detonaciones lejanas. Era tan irreal como en el cine, con la diferencia de que estaban a treinta grados bajo cero, y no había nadie a quien abrazar. ¿A lo mejor era realmente una ofensiva esta vez?
—Eres demasiado lento, Gudeson, ha desaparecido.
Sindre escupió en la nieve.
—¡Qué va! —dijo Daniel, en voz más baja todavía, y apuntó. Ya casi no le salía vaho de la boca.
Entonces, de repente, se oyó un agudo silbido, un grito de advertencia, y Gudbrand se lanzó al fondo helado de la trinchera con las manos sobre la cabeza. La tierra tembló. Llovía trozos de tierra marrones y congelados, y uno dio en el casco de Gudbrand, que se le escurrió y le tapó los ojos. Esperó hasta estar seguro de que no le caería nada más del cielo y volvió a ajustarse el casco. Reinaba el silencio y un fino velo de partículas de nieve se le pegaba a la cara. Dicen que uno nunca oye la granada que lo alcanza, pero Gudbrand había visto el resultado del silbido de suficientes granadas como para saber que no era verdad. Un destello iluminó la trinchera y contempló las caras pálidas de los otros, y sus sombras, que parecían acercársele encorvadas, gateando pegadas a las paredes de la trinchera mientras caía la luz. Pero ¿dónde estaba Daniel? ¡Daniel!
—¡Daniel!
—Lo atrapé —dijo Daniel, todavía tumbado arriba, en el borde de la trinchera.
Gudbrand no podía creer lo que oía.
—¿Qué dices?
Daniel se deslizó dentro de la trinchera, sacudiéndose nieve y trozos de tierra. Y le dedicó una amplia sonrisa.
—Ningún ruso de mierda va a matar a nuestro guardia esta noche. Tormod ha sido vengado.
Clavó los talones en el borde de la trinchera para no resbalar por el hielo.
—Mierda —dijo Sindre—. No le diste, Gudeson. Vi cómo el ruso desaparecía dentro del hoyo.
Sus pequeños ojos saltaban de uno a otro como para preguntar si alguno de ellos creía en la fanfarronería de Daniel.
—Correcto —dijo Daniel—. Pero dentro de dos horas será de día y él sabía que tenía que salir antes de ahí.
—Eso es, y lo intentó demasiado pronto —dijo Gudbrand rápidamente—. Salió por el otro lado. ¿No es verdad, Daniel?
—Pronto o no —sonrió Daniel—, de todas formas lo he atrapado.
—Cierra tu bocaza, Gudeson —bufó Sindre.
Daniel se encogió de hombros, comprobó la recámara y volvió a cargar. Se dio la vuelta, colgó el fusil del hombro, encajó la bota en la pared congelada y saltó otra vez al borde de la trinchera.
—Dame tu pala, Gudbrand.
Daniel cogió la pala y se levantó. Con el uniforme blanco de invierno recortó una silueta en el cielo negro y el destello parecía suspendido como una aureola encima de la cabeza.
«Parece un ángel», pensó Gudbrand.
—¿Qué coño haces? —Quien gritaba era Edvard Mosken, el jefe del pelotón. Ese chico tan prudente del valle de Mjöndalen. Rara vez levantaba la voz a los veteranos del grupo, como Daniel, Sindre y Gudbrand. Normalmente, eran los recién llegados los que se llevaban las broncas cuando cometían algún error. Y esas broncas les habían salvado la vida a muchos de ellos. Ahora, Edvard Mosken miraba fijamente a Daniel con su ojo siempre abierto. Nunca lo cerraba, ni cuando dormía, eso lo había visto el propio Gudbrand.