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Authors: John Godey

Pelham 123 (14 page)

BOOK: Pelham 123
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—¿Dónde estaba usted? —dijo una voz.

—Lo siento, sargento. Tuve que salir. Hubo una anciana que...

—Ésta no es razón para que cerrase la radio.

—Tuve que ayudar a esa anciana a tomar un taxi —dijo James, sin pensarlo mucho—. Era muy vieja y estaba tan débil que casi no podía oír su voz. Después de meterla en el taxi, tuve que dar su dirección al conductor, y, como no conseguía oírla, cerré la radio.

—Bonito cuento. Pero no importa. ¿Dónde está usted ahora?

—Calle Veintiocho, andén sur. Acabo de llegar.

—Procure mantener el orden. Enviamos refuerzos. ¿Hay mucha gente en el andén?

Artis observó que un tren estaba detenido junto al andén, con las puertas cerradas. Desde fuera, algunas personas golpeaban las puertas y las ventanillas con los puños.

—Puedo hacerlo —dijo Artis—. ¿Qué sucede?

Después de una pausa, dijo el sargento:

—Escuche y tenga calma. Han secuestrado un tren. No se excite. Los refuerzos están en camino. Mantenga el orden en el andén y permanezca callado. Cierro.

En cuanto Artis apareció en el andén, se vio rodeado de pasajeros, quienes le pedían que mandase abrir las puertas del tren.

—Ha surgido un pequeño problema técnico —dijo Artis—. Tranquilícense. Pronto estará arreglado.

—¿Qué clase de problema técnico?

—¿Hay algún herido?

—¡Habría que procesar a ese maldito alcalde!

—Tranquilícense, por favor —dijo Artis—. Tengan un poco de paciencia y...

Vio que en el extremo sur de la estación una muchedumbre empezaba a subir al andén desde la vía. Se apartó de los pasajeros y corrió hacia aquel lugar. Media docena de personas empezaron a farfullar, muy agitadas. Mientras trataba de calmarlos, vio a un joven jefe de tren en el extremo del andén.

—El tren ha sido secuestrado —chilló el empleado—. Hay que decírselo a quien sea. Hombres armados, con metralletas...

Artis levantó una mano para interrumpir la histérica palabrería del jefe de tren.

Después, cogió el aparato de radio que llevaba colgado del hombro, se lo acercó a la boca y habló:

—El agente Artis llamando al Centro Neurálgico. El agente James llamando al Centro Neurálgico.

—Hable, agente James.

—Al menos cien pasajeros llegan andando por el túnel. —Los pasajeros que esperaban que el tren abriese sus puertas, se habían agolpado a su alrededor y se confundían con los que venían del tren secuestrado—. Es imposible guardar el secreto.

Si sigo diciendo esta estupidez de las dificultades técnicas, me van a linchar. ¿No pueden hablarles por el altavoz de la estación?

—La Mesa de Comunicaciones dará una información dentro de un par de minutos. Procure tranquilizarlos, y que nadie se acerque al extremo sur del andén.

El jefe de tren seguía chillando: —...por la vía. Yo le avisé, pero...

—No cierren —dijo Artis, y, volviéndose al jefe de tren—: Repita eso.

—El jefe de servicio de Grand Central se echó a andar por la vía en dirección al tren.

—Sargento, según el jefe de tren, un hombre que dijo ser el jefe de servicio de Grand Central se dirigió al tren andando por la vía. Espere... ¿Cuánto tiempo hace de eso?

—No estoy seguro —dijo el jefe de tren—. Tal vez unos cuantos minutos.

Los pasajeros rompieron a hablar en coro disonante, confirmando unos y negando otros el cálculo del jefe de tren.

—¡Cállense! —chilló Artis—. No hagan ruido. —Y, por la radio—: Hace sólo unos minutos.

—¡Dios mío! Se ha vuelto loco. Escuche, James: Debe ir a buscarlo. Procure alcanzarle y hacerle volver. Apresúrese, pero tenga mucha prudencia y no se acerque a los secuestradores. Responda.

—Voy para allá.

Artis James había estado en el túnel sólo una vez, en acto de servicio. Había perseguido, con otro policía, a tres muchachos que, después de robar un bolso, se habían echado a correr por la vía. La caza había sido divertida, y el hecho de trabajar con un compañero provocaba un sentimiento de solidaridad. Los trenes no habían dejado de circular, y esto había dado un matiz de peligro a la operación. En definitiva, habían pillado a los tres muchachos en el momento en que se disponían a forzar una salida de emergencia, y los habían llevado, temblorosos, a la estación.

Pero esto era menos divertido. El oscuro túnel estaba poblado de sombras, y, aunque no existía el peligro de los trenes, no podía olvidar que avanzaba en dirección a una banda de criminales fuertemente armados. Y, por muchos refuerzos que enviasen, ahora se hallaba completamente solo. Se le ocurrió pensar que si hubiese estado unos minutos más charlando con Abe Rosen, otro «afortunado» policía se habría encargado del asunto. Pero esta idea le avergonzó, y, pensando en el jefe de servicio, que corría un peligro mortal, apretó el paso. Después de deslizarse junto a los lúgubres vagones desenganchados del Pelham Uno Dos Tres, que permanecían como muertos en la vía, echó a correr, apoyándose en las puntas de los pies.

Empezaba a jadear cuando aparecieron las luces del primer vagón del Pelham Uno Dos Tres. Momentos después, distinguió una oscilante silueta a cierta distancia delante de él. Volvió a correr, muy inclinado para ocultarse, y la figura del jefe de servicio adquirió una forma más definida. De pronto sonaron voces en el túnel; voces violentas, que rebotaban contra las paredes. Siguió avanzando, pero con mayor prudencia, pasando de un pilar a otro, ocultándose un momento antes de avanzar de nuevo.

Estaba a dieciocho o veinte metros del vagón, detrás de uno de los pilares, cuando un disparo resonó en el túnel, levantando un eco, que se repitió como en la casa encantada de un parque de atracciones. Cegado por el destello del fogonazo, palpitándole el corazón, se apretó contra el rígido metal de la columna.

Debió de transcurrir un mintuo antes de que se atreviese a mirar desde el borde del pilar. Una nubecilla flotaba en el aire cerca de la parte posterior del vagón. Había varias figuras mirando desde la puerta. El jefe de servicio estaba tendido sobre la vía. De momento pensó en retroceder, en busca de un sitio más seguro; pero el riesgo de que le vieran era demasiado grande. En vez de ello, y después de tomar la precaución de bajar el volumen, descolgó su radio y llamó, con voz muy baja, al Centro Neurálgico:

—¡Por amor de Dios, levante la voz! Apenas lo oigo.

En el mismo tono, explicó que no tenía más remedio que hablar bajo, y, después, refirió lo sucedido al jefe de servicio.

—¿Cree usted que está muerto?

Aguzó el oído para captar la voz del sargento; una voz desapasionada, interesada sólo por los hechos.

—Está allí tumbado —dijo Artis—; le dispararon con una metralleta; por consiguiente, debe de estar muerto.

—¿Está seguro?

—Debe de estarlo —dijo Artis—. ¿O quiere que me acerque a tomarle el pulso?

—Tranquilícese. Vuelva a la estación y espere nuevas instrucciones.

—Esto es lo
malo
—murmuró Artis, ansiosamente—. Si me muevo, me
verán
.

—Entonces, quédese donde está hasta que lleguen los refuerzos. Pero no haga nada,
no haga nada
, sin instrucciones concretas. Repita.

—Repito. Quedarme aquí. No hacer nada. ¿Es eso?

—Está bien. Cierro.

Ryder

«Un soldado muerto», pensó Ryder, mirando por la puerta posterior; el enemigo ha sufrido una baja. Aquel cuerpo humano parecía un muñeco gordinflón, con sus ojillos entornados y sus gordezuelas manos apretadas sobre una barriga de la que brotaba aserrín colorado. Su cabeza descansaba sobre un raíl, y la mejilla parecía pintada de verde por el reflejo de una luz de señales.

—Lo he liquidado —dijo Joe Welcome, con los ojos brillantes, detrás de las aberturas de su máscara—. El muy bastardo siguió avanzando después de avisarle que no lo hiciese. Le he cosido la barriga a balazos.

Ryder observó al caído. Casi hablando consigo mismo, dijo:

—Está muerto.

Su larga experiencia no podía engañarle.

—Puedes apostarte lo que quieras —dijo Welcome—. Cinco o seis balas en el mismísimo ombligo.

Ryder miró más allá del cadáver —éste ya no contaba para nada; había dejado de ser una amenaza, si es que lo había sido en algún momento—, y oteó el terreno: el piso del túnel, los brillantes raíles, las oscuras paredes, las pilastras que podían ocultar a un hombre. No se observaba el menor movimiento; sólo la silenciosa oscuridad del túnel, interrumpida por el brillo de las señales, las luces que indicaban los teléfonos, las cajas de la electricidad, las salidas de emergencia.

—He empezado la acción —dijo Welcome, con palabras breves, entrecortadas, que hacían subir y bajar el nilón sobre su boca—. Estamos uno a cero.

«Estaba en plena aceleración», pensó Ryder; aquella muerte había enriquecido la mezcla de su sangre.

—Dile a Steever que venga aquí. Quiero que cambies de sitio.

—¿A qué viene eso? —preguntó Welcome—. ¿Por qué cambias los planes?

—Los pasajeros saben que has disparado contra alguien. Serán más fáciles de manejar si tú los vigilas.

El nilón de la máscara de Welcome se dilató en una amplia sonrisa.

—Tú mandas.

—No te pases de la raya —dijo Ryder, al empezar Welcome a separarse de él—. No te excites; se portarán bien.

Ryder volvió a observar el túnel. Steever se plantó detrás de él y esperó a que hablase.

—Encárgate de esta puerta —dijo Ryder—. Quiero tener cerca a Welcome, para no perderlo de vista.

Steever asintió con la cabeza y miró por encima del hombro del otro.

—¿Muerto?

—Tal vez fue necesario. Aunque no lo creo. En cambio, él se siente dichoso. —Ryder movió la cabeza en dirección a la parte delantera del coche—. Hay un hombre que está sangrando. ¿Lo golpeaste tú?

—Tuve que hacerlo —respondió Steever—. ¿No crees que pondrá nerviosa a la gente? Me refiero a Welcome.

—Hablaré con ellos.

—¿Marcha todo bien?

—De acuerdo con lo previsto. Ya dije que, al principio, la cosa iría despacio. Los del otro bando están todavía aturdidos. Pero en cuanto se repongan marcharán por donde digamos.

Steever asintió, satisfecho. «Era un hombre sencillo», pensó Ryder; un buen soldado. Tanto si las cosas iban bien como mal, él cumpliría su cometido. No pedía garantías. Corría el riesgo y aceptaba las consecuencias, no porque tuviese espíritu de jugador, sino porque su mente simple comprendía perfectamente las condiciones del trato. Se vive o se muere.

Ryder se echó a andar por el vagón. Apoyado en la barra central, Welcome ocupaba, con aire desafiante, el lugar que había dejado vacante Steever; y los pasajeros tenían buen cuidado en mirar en otra dirección. Longman, incrustado en el ángulo que formaba la puerta delantera y el borde frontal de la cabina, parecía haberse encogido. Los disparos lo habían aterrorizado. En realidad, no estuvo muy lejos del pánico cuando aporreó la puerta de la cabina. Ryder había oído también los disparos, amortiguados por el aislamiento de la cabina; pero no les hizo caso, ni tampoco a las llamadas de Longman, hasta que hubo terminado de hablar con el Centro de Control. Al salir de la cabina y ver a Longman, comprendió inmediatamente su estado de ánimo. Era asombroso cómo podían captarse las expresiones a través de una máscara de nilón.

Se colocó a la izquierda de Welcome y habló, sin ningún preámbulo:

—Hace un rato, algunos de ustedes pidieron información. —Hizo una pausa y vio que los pasajeros volvían la cabeza en su dirección; algunos, vivamente; otros, sorprendidos o temerosos—. La información que más les interesa es ésta: son nuestros rehenes.

Se oyeron un par de gemidos y un grito ahogado de la madre de los dos muchachos; pero la mayoría de los pasajeros recibieron la noticia con serenidad, aunque algunos de ellos cambiaron miradas, como si no supieran lo que hacer y buscasen un consejo. El ojo derecho del negro tenía, junto al borde de su ensangrentado pañuelo, una expresión dura y disciplinada. El hippy sonreía beatíficamente, mirándose los dedos de los pies.

—Los rehenes —dijo Ryder— son una forma de seguro temporal. Si conseguimos lo que queremos, les dejaremos en libertad, sin causarles daño alguno. Hasta entonces, deben hacer exactamente lo que les digamos.

El viejo elegante dijo, con voz tranquila:

—¿Y si no consiguen lo que quieren?

Los otros pasajeros evitaron mirar al viejo, como rechazando toda complicidad con él; había hecho una pregunta cuya respuesta nadie deseaba oír. Ryder respondió:

—Esperamos conseguirlo.

—¿Y qué es lo que quieren? —preguntó el viejo—. ¿Dinero?

Welcome dijo:

—¡Basta, abuelo! ¡Cierre el pico!

—¿Qué otra cosa podía ser? —dijo Ryder al viejo, esbozando una sonrisa bajo la máscara.

—Naturalmente; dinero —dijo el viejo, asintiendo con la cabeza, como si confirmase una impresión previa—. ¿Y si no lo consiguen?

Welcome dijo:

—Puedo hacerle callar, viejo; puedo meterle una bala en el gaznate.

El viejo no se achantó.

—Amigo mío, sólo hago unas cuantas preguntas lógicas. Somos personas razonables, ¿no? —Se volvió a Ryder—: Si no consiguen el dinero, ¿nos matarán?

—Lo conseguiremos —dijo Ryder—. Lo único que debe preocuparles es que no vacilaremos en matarles a todos si se pasan de la raya. No lo olviden.

—Bien —dijo el viejo—. Escuche..., sólo por curiosidad..., ¿cuál es su precio? ¿No puede darnos alguna indicación?

El viejo miró alrededor del vagón, pero todos se desentendieron de él. Se rió solo.

Ryder avanzó por el pasillo hacia la parte delantera del vagón. Longman salió a su encuentro.

—¡Atrás! —exclamó Ryder—. Estás en la línea de fuego.

Longman se apartó, pero estiró la cabeza y murmuró:

—Creo que hay un poli sentado allí

—¿Por qué? ¿Quién es?

—Echale un vistazo. ¿Has visto a alguien que tuviese más pinta de policía?

Ryder buscó al hombre con la mirada. Estaba sentado al lado del hippy; era un tipo alto, robusto, de cara cuadrada y con un aspecto bovino que no revelaba mansedumbre, sino fiereza. Vestía chaqueta de
tweed
y camisa arrugada, y llevaba una corbata roja ligeramente sucia. No podía decirse exactamente que fuese muy pulcro, pero esto importaba poco; nadie se preocupaba de cómo vistiese un detective.

—Vamos a cachearlo —murmuró Longman—. Si es un poli y lleva pistola...

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