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Authors: John Godey

Pelham 123 (12 page)

BOOK: Pelham 123
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—Escuche —dijo Prescott—. Le tomo en serio. Pero es imposible que se salga con la suya. Está bajo tierra; está en un túnel.

—Observe el séptimo punto, teniente. Exactamente a las tres y trece minutos empezaremos a liquidar a los pasajeros; uno por cada minuto que pase. Le aconsejo que hable inmediatamente con el alcalde.

—Yo soy un teniente de la Policía de Tráfico. ¿Cómo voy a llegar hasta el alcalde?

—Eso es cuenta suya, teniente.

—Bien. Lo intentaré. No hagan daño a nadie.

—Infórmeme en cuanto haya hablado con el alcalde; entonces le daré nuevas instrucciones. Cierro.

VII
Centre Street, 240

Aunque la Policía de Tráfico tiene una línea directa con la Jefatura de Policía —el viejo e imponente edificio del 240 de Centre Street—, la llamada comunicando el secuestro del Pelham Uno Dos Tres se realizó por la línea 911, sistema de urgencia instalado para acelerar la respuesta de la Policía a las llamadas más apremiantes. En tales casos, el operador que recibía la llamada no trataba con desdén a una fuerza policíaca secundaria, ni se mostraba altivamente democrático, sino que actuaba seguidamente, en interés de la eficacia y pleno rendimiento de la computadora de la Jefatura.

El mensaje indicador de datos tales, como la hora de la llamada, el lugar del suceso y la naturaleza del asunto, era suministrado a la computadora, la cual realizaba de veinticinco a treinta operaciones en tres segundos y transmitía la información a la sala de radio.

Aunque el secuestro de un tren metropolitano no era un suceso corriente, el operario que recibió la llamada no se impresionó demasiado. Cuando uno está acostumbrado a habérselas con algaradas, asesinatos en masa y catástrofes de todas las clases imaginables, el presunto secuestro de un vagón del Metro no era cosa digna de ser escrita a la familia, a pesar de su tufillo intrigante. El operario siguió, pues, el procedimiento rutinario.

La computadora le informó acerca de la docena de coches de patrulla que circulaban por los barrios más próximos al lugar del suceso y de los dos que estaban disponibles en los sectores 13 y 14. Después comunicó por radio con los citados coches, el 13 Boy y el 14 David, y les ordenó que comprobasen el suceso e informasen inmediatamente. Según el informe y su propia apreciación de la gravedad del hecho, la oficina de Planificación enviaría las fuerzas adecuadas para hacer frente a la situación, de acuerdo con una escala progresiva de señales: por ejemplo, la Señal 1041 (un sargento y veinte hombres), la 1047 (ocho sargentos y cuarenta números) u otras superiores.

En menos de dos minutos informó uno de los coches del sector:

—Catorce David llamando a Central. K.

—Adelante —dijo el operario—. K.

Pero mientras éste recibía el informe de 14 David desde el lugar del suceso, otra información era transmitida a más alto nivel. El teniente Prescott había llamado al jefe Costello, de la Policía de Tráfico, el cual había telefoneado, a su vez, al inspector jefe del DPNY, con el que le unía una amistad personal. El inspector jefe, que se disponía a salir de la oficina para tomar el avión a Washington, donde debía celebrarse una importante conferencia en las oficinas del Departamento de Justicia, comunicó inmediatamente el asunto a Planificación, ordenándole una movilización masiva, con inclusión de fuerzas de otros distritos, principalmente de Brooklyn y del Bronx. Por fin, y de mala gana, se dirigió al aeropuerto.

Los coches de patrulla de los sectores 13 y 14 se situaron en la zona afectada, para regular el tráfico y abrir paso a todas las unidades de Policía que llegasen, las cuales acudirían a toda velocidad por rutas de acceso determinadas de antemano. Estas rutas sirven para trasladar urgentemente a hombres y vehículos a cualquier punto de la ciudad.

La Fuerza Táctica de Policía recibió el encargo de disolver las inevitables acumulaciones de gente.

Se despachó un helicóptero para que volase sobre el lugar.

Se proveyó de equipo adecuado a los miembros de la Brigada de Operaciones Especiales: ametralladoras, metralletas, gases, fusiles de mira telescópica, chalecos a prueba de balas, focos, sirenas. La mayor parte de las municiones eran del calibre 22, para reducir el peligro de los rebotes entre los propios policías y los transeúntes.

Volaron al lugar del suceso varias unidades de «jeeps grandes» (del tamaño de un pequeño camión) y de «furgonetas» (del tamaño de un gran camión de mudanzas). Estos vehículos llevan un impresionante arsenal de armas, equipos de rescate y herramientas e instrumentos especiales, amén de generadores eléctricos y de llaves para abrir las puertas de emergencia del Metro.

Con la posible excepción de unos pocos detectives de paisano, que se distribuirían sin llamar la atención en el lugar, todas las fuerzas irían uniformadas. En las operaciones importantes, donde debe reinar forzosamente cierta confusión, los detectives son poco numerosos y se mantienen en segundo término, pues, en el acaloramiento de la acción, y en particular si sacaban su pistola, podrían ser confundidos con los delincuentes.

El oficial encargado del mando de toda la operación era el jefe del distrito. Tenía categoría de subinspector jefe, y su jurisdicción, conocida por Manhattan Sur, abarcaba toda la zona al sur de la Calle Cincuenta y Nueve, hasta la Battery. Su cuartel general, la oficina del distrito, se hallaba en la Academia de Policía de la Calle Veintiuno Este, a poco más de diez minutos a pie del lugar del suceso. Pero no fue andando, sino que tomó un automóvil de cuatro puertas, sin distintivo alguno, conducido por un chófer.

Cuando la operación alcanzase su punto culminante, intervendrían en ella un total de 700 policías.

Welcome

Con la «Thompson» colgando junto a su pierna derecha, Joe Welcome miraba por la ventanilla de la puerta posterior del vagón. El túnel aparecía oscuro y sombrío, como si estuviese desierto. Un escenario algo fantástico, que le recordaba un carnaval al que había asistido una vez, a altas horas de la noche, cuando todo estaba ya cerrado. La quietud lo irritaba. Le habría gustado ver revolotear un pedazo de papel, o moverse alguna de esas ratas que —según decía Longman— vivían en los túneles. Si viese una rata, podría pegarle un tiro. Al menos sería un modo de acción.

Era un centinela que nada tenía que vigilar, y se estaba poniendo nervioso. Cuando planearon el golpe y Ryder distribuyó el trabajo, mencionó el suyo como algo importante: «Único responsable de asegurar la retaguardia.» Pero ahora resultaba que no podía ser más aburrido. Y no era que la parte delantera del vagón fuese mucho más divertida —vigilar a un puñado de honrados ciudadanos asustados—, pero al menos Steever se había distraído un poco aporreando la cabeza de aquel negro estúpido.

A partir de aquel momento, los pasajeros se habían comportado como angelitos, sin apenas moverse. Longman y Steever no tenían nada que hacer, salvo estar allí plantados. Ojalá los pasajeros se animasen un poco e intentasen alguna jugarreta. Aunque nada podían hacer. Quedarían hechos papilla antes de levantar el culo un palmo del asiento. Tal vez Longman los acribillaría, o tal vez no. Longman tenía fama de inteligente, pero era un cobarde. Steever era un hombre frío, pero tenía sesos de mosquito.

Miró a la chica de las botas y el gracioso sombrero. Parecía tener clase. Con las piernas cruzadas, balanceaba una de sus blancas botas. Él siguió la pierna hasta el muslo descubierto, suave y redondo, de un color sonrosado que, esforzando la vista, parecía carne desnuda. ¿Acaso no lo sabía ella? Se imaginó el resto del trayecto, entre las líneas de las cruzadas piernas.

Era un loco. Bueno, se lo habían dicho tantas veces, que quizá sería verdad. Pero, ¿qué había de malo en estar loco? Vivía como le daba la gana, y no lo pasaba mal. ¿Loco? Muy bien. ¿Quién, que no fuese él, habría estado pensando en una chica, cuando estaba en juego un millón de dólares? Quizá dentro de una hora estarían todos muertos. Por consiguiente, ¿en qué podía pensar que fuese mejor que una mujer?

Volvió a mirar el túnel. Nada. Algunas señales verdes en el otro lado, algunas luces azules..., aburrimiento. ¿Por qué tardaba tanto Ryder? A él le gustaban las acciones rápidas; empezar y terminar, sin perder tiempo y sin complicaciones.

Ryder. No le entusiasmaba Ryder, aunque había que reconocerle dos cualidades: era un buen organizador y tenía valor. Pero era un tipo frío. Ni siquiera en la Organización —donde también se hablaba de disciplina, dejando aparte esa anticuada farsa del
rispetto
— había tanta frialdad. Eran gente vocinglera, y uno sabía siempre lo que pensaban. Si a uno le incordiaban, lo hacía saber en seguida. Y no había que buscar el diccionario para interpretar sus agudas maldiciones sicilianas. En cambio, Ryder no levantaba nunca la voz.

Y no era que los sicilianos le gustasen mucho más, pues si le gustaran no habría cambiado de nombre. Recordaba que el juez le había preguntado si sabía que Joseph Welcome era la traducción exacta de Giuseppe Benvenuto. Había que ser judío para sacar a relucir una cosa así. La gente le había gastado bromas sobre su nombre desde el día de su nacimiento. La única que lo había hecho de una manera amable era Miss Linscomb, en el Instituto, aunque más tarde se había vuelto contra él.

Miss Linscomb, de Latín I, que le había puesto un cero en su libreta escolar. Algo inconcebible: Giuseppe Benvenuto, con su herencia latina, sacando siempre la nota más baja de latín en toda la historia del Instituto: un cero, un huevo de pato. Pero lo que nadie sabía era por qué se lo ponía ella. Una tarde le había hecho quedar después de clase, y a él se le metió una idea en la cabeza. Ella se había dejado tocar y le había besado en la boca; pero cuando se puso farruco y trató de pasar a mayores, ella se volvió remilgada.
¡Giuseppe! ¿Cómo te atreves? ¡Abróchate en seguida!
, y le volvió la espalda. Pero él estaba como loco. La asió por la cintura con los brazos y la estrechó contra su cuerpo. Ella empezó a retorcerse para soltarse, pero lo único que consiguió fue excitarlo más, con el resultado de que su vestido quedó hecho un verdadero asco.

No podía denunciarle sin dar una serie de explicaciones desagradables; por consiguiente, se vengó con el cero en latín. Ahora le sorprendía lo bien que la recordaba: una vulgar y pálida joven, de senos menudos y piernas imponentes. De pronto, y por primera vez, se le ocurrió pensar que quizá la única razón de su furor y de haberle puesto el cero era que le había estropeado el vestido.

Bueno; ahora era demasiado tarde para hacerse el listo. Las ocasiones no se repiten.

Los chicos de la Organización la tomaron con su nombre; sentían debilidad por esos graciosos apelativos, y por ello, cuando apareció él una vez en la Prensa —una acusación de estupro, retirada por falta de pruebas—, los periódicos le llamaron Giuseppe (Joe Welcome) Benvenuto. Esto fue unas semanas antes de que se metiese en el lío que le valió la expulsión. La Organización le había ordenado que diese una lección a un par de tipos, y él, en vez de ello, los había liquidado. ¿Qué importaba? Él sólo había querido terminar de prisa, y nada más. Pero le metieron un rapapolvo de padre y muy señor mío. No porque les importase un bledo la muerte de aquellos tipos, sino porque había desobedecido las órdenes. Disciplina. Él, en vez de confesar que había hecho mal y de prometer que, en adelante, sería buen chico, les cantó las cuarenta, con el único resultado de que le dieron la patada. ¡Expulsado por la Mafia!

Después no se metieron con él; por tanto, es posible que sea pura monserga todo lo que se dice acerca de que nadie sale de la Organización como no sea «con los pies por delante». Sin embargo, a él le había preocupado, y tal vez, de no haber sido por su tío, su
Zio
Jimmy, que era un
capo
importante, le habría pasado
algo
. Bueno, ¡al diablo con los mafiosos! No los necesitaba para nada. Se había ganado la vida con sus propios medios, sin tener que ensuciarse las manos trabajando, y, si este negocio acababa bien, ganaría cien mil pavos, que era más de lo que ganaban en diez años muchos patanes de la Organización, dijesen lo que dijesen los periódicos.

Tenía los ojos lacrimosos de tanto mirar al túnel. Se los secó con el nilón y volvió a clavar su mirada en la vía desierta. Pero no, no estaba desierta. A lo lejos —y frunció los párpados para agudizar su visión— alguien avanzaba entre las vías, en su dirección.

Anita Lemoyne

Las metralletas eran espantosas, pero a Anita Lemoyne no la asustaban. Nadie le haría daño; tal vez se lo harían a alguno de los otros, como aquel negro fanfarrón, pero no a ella. De vez en cuando se tropezaba con un hombre que le volvía la espalda, pero esto no era lo corriente. Incluso los que no la apreciaban de un modo especial, se dejaban seducir por sus encantos. Y, por muy rudos que fuesen aquellos pistoleros, no iban a destruir un objeto de lujo, aunque sólo lo valorasen objetivamente. Por consiguiente, no estaba asustada; sólo fastidiada, porque si no terminaba pronto aquella estúpida comedia, le costaría dinero.

Permanecía sentada tranquilamente —sabía poner cara de póquer, de la misma manera que sabía no ponerla cuando le convenía—, pero empezaba a sentirse malhumorada. No podía permitirse el lujo de esperar en un sucio vagón de Metro sólo a tres cochinas paradas de su punto de destino, con secuestro o sin él. El Don Juan a quien iba a visitar pagaba ciento cincuenta pavos, y no toleraba los retrasos. Una vez había oído cómo le metía una bronca a una chica, torciendo su boquita infantil como un gusano, mientras le decía: «Si yo no puedo perder un segundo en mi trabajo, no comprendo por qué una fulana ha de retrasarse un cuarto de hora.» Y había despedido a la muchacha y no había vuelto a verla.

Trabajaba en Televisión, y sin duda era un personaje en el Departamento de noticias. Productor o director, o algo por el estilo. El hombre indispensable, según decía él mismo. Y tal vez lo era. Al menos, vivía como si lo fuese: un piso en un barrio céntrico, una casa de verano en Southampton, canoa, coches y todo lo demás. Tenía algunas ideas raras sobre el sexo, pero, ¿quién no las tenía? ¿Y quién era ella para criticar las preferencias de los otros? Salvo que le pegasen, cosa que no habría tolerado, era capaz de aguantar todos los trucos. Al tipo de la Televisión le gustaban dos chicas a la vez y había inventado una extraña serie de «combinaciones y permutaciones», según solía llamarlo. Con ella se portaba bien, aunque recientemente le había dado la impresión, a juzgar por las cosas que más le gustaban a él, que era un homosexual inconsciente y que, si llegaba a comprenderse a sí mismo, despediría a las chicas.

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