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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

Pedro Páramo (11 page)

BOOK: Pedro Páramo
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—Se lo diré.

El hombre al que decían
el Tartamudo
aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, al que nunca había visto, se le puso enfrente:

—¿Qué se te ofrece?

—Necesito hablar directamente cocon el patrón.

—Yo soy. ¿Qué quieres?

—Pues, nanada más esto. Mataron a don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía. Habíamos ido por el rurrumbo de los «vertederos» para averiguar por qué se estaba escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de hombres que nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella brotó una voz que dijo: «Yo a ése le coconozco. Es el administrador de la Memedia Luna».

»A mí ni me totomaron en cuenta. Pero a don Fulgor le mandaron soltar la bestia. Le dijeron que eran revolucionarios. Que venían por las tierras de usté. “¡Cocórrale!” —le dijeron a don Fulgor—. “¡Vaya y dígale a su patrón que allá nos veremos!” Y él soltó la cacalda, despavorido. No muy de prisa por lo pepesado que era; pero corrió. Lo mataron cocorriendo. Murió cocon una pata arriba y otra abajo.

»Entonces yo ni me momoví. Esperé que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle lo que papasó.

—¿Y qué esperas? ¿Por qué no te mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo que se les ofrezca. Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La Consagración. ¿Conoces al
Tilcuate
? Allí estará. Dile que necesito verlo. Y a esos fulanos avísales que los espero en cuanto tengan un tiempo disponible. ¿Qué jaiz de revolucionarios son?

—No lo sé. Ellos ansí se nonombran.

—Dile al
Tilcuate
que lo necesito más que de prisa.

—Así lo haré, papatrón.

Pedro Páramo volvió a encerrarse en su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le preocupaba Fulgor, que al fin y al cabo ya estaba «más para la otra que para ésta». Había dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que sea de cada quien.

«De todos modos, los “tilcuatazos” que se van a llevar esos locos», pensó.

Pensaba más en Susana San Juan, metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando no, como si durmiera. La noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared, observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el desmorecimiento.

Desde que la había traído a vivir aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo terminaría aquello.

Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague.

Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla.

Él creía conocerla. Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los demás recuerdos.

¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber.

«Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea…»

Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice.

«… Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas.

»—En el mar sólo me sé bañar desnuda —le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen «picos feos», que gruñen como si roncaran y que después de que sale el sol desaparecen.

Él me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí.

»—Es como si fueras un «pico feo», uno más entre todos —me dijo—. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad.

»Y se fue.

»Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos: rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.

»—Me gusta bañarme en el mar —le dije.

»Pero él no lo comprende.

»Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.»

Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles.

Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra, aguardaba el
Tilcuate
.

—Patrones —les dijo cuando vio que acababan de comer—, ¿en qué más puedo servirlos?

—¿Usted es el dueño de esto? —preguntó uno abanicando la mano.

Pero otro lo interrumpió diciendo:

—¡Aquí yo soy el que hablo!

—Bien. ¿Qué se les ofrece? —volvió a preguntar Pedro Páramo.

—Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

—¿Y?

—Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

—¿Pero por qué lo han hecho?

—Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

—Yo sé la causa —dijo otro—. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir.

—¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? —preguntó Pedro Páramo—. Tal vez yo pueda ayudarlos.

—Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta?

—Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos.

—Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche.

—Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo.

—Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo. ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo?

—Les voy a dar cien mil pesos —les dijo Pedro Páramo—. ¿Cuántos son ustedes?

—Semos trescientos.

—Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así?

—Pero cómo no.

—Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.

—Sí —dijo el último en salir—. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre.

Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.

—¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? —le preguntó más tarde al
Tilcuate
.

—Pues a mí se me figura que es el barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los ojos. Me late que es él… Me equivoco pocas veces, don Pedro.

—No, Damasio, el jefe eres tú. ¿O qué, no te quieres ir a la revuelta?

—Pero si hasta se me hace tarde. Con lo que me gusta a mí la bulla.

—Ya viste pues de qué se trata, así que ni necesitas mis consejos. Júntate trescientos muchachos de tu confianza y enrólate con esos alzados. Diles que les llevas la gente que les prometí. Lo demás ya sabrás tú cómo manejarlo.

—¿Y del dinero qué les digo? ¿También se los entriego?

—Te voy a dar diez pesos para cada uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les dices que el resto está aquí guardado y a su disposición. No es conveniente cargar tanto dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis: ¿te gustaría el ranchito de la Puerta de Piedra? Bueno, pues es tuyo desde ahorita. Le vas a llevar un recado al licenciado Gerardo Trujillo, de Comala, y allí mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices, Damasio?

—Eso ni se pregunta, patrón. Aunque con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto. Como si usted no me conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá al menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo.

—Y mira, ahí de pasada arréate unas cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es movimiento.

—¿No importa que sean cebuses?

—Escoge de las que quieras, y las que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a nuestro asunto, procura no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros que vean el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna novedad.

—Nos veremos, patrón.

—¿Qué es lo que dice, Juan Preciado?

—Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él le mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido. Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice.

—¿A quién se refiere?

—A alguien que murió antes que ella, seguramente.

—¿Pero quién pudo ser?

—No sé. Dice que la noche en la cual él tardó en venir sintió que había regresado ya muy noche, quizá de madrugada. Lo notó apenas, porque sus pies, que habían estado solos y fríos, parecieron envolverse en algo; que alguien los envolvía en algo y les daba calor. Cuando despertó los encontró liados en un periódico que ella había estado leyendo mientras lo esperaba y que había dejado caer al suelo cuando ya no pudo soportar el sueño. Y que allí estaban sus pies envueltos en el periódico cuando vinieron a decirle que él había muerto.

—Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque se oye como un crujir de tablas.

—Sí, yo también lo oigo.

Esa noche volvieron a sucederse los sueños. ¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?

—Florencio ha muerto, señora.

¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿o se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia. «¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿Del mío? ¡Oh!, por qué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré de mis adoloridos labios?»

Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporroteaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto se apagaría.

Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía?

Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera, el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan.

Ella despertó un poco antes del amanecer. Sudorosa. Tiró al suelo las pesadas cobijas y se deshizo hasta del calor de las sábanas. Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida.

Así fue como la encontró horas después el padre Rentería; desnuda y dormida.

—¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al
Tilcuate
?

—Sé que hubo alguna balacera anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto; pero de ahí en más no sé nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?

—Llegaron unos heridos a Comala. Mi mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron que eran de la gente de Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se encontraron con unos que se dicen villistas.

—¡Qué caray, Gerardo! Estoy viendo llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?

—Me voy, don Pedro. A Sayula. Allá volveré a establecerme.

—Ustedes los abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les rompan el hocico.

—Ni crea, don Pedro; siempre nos andamos creando problemas. Además duele dejar a personas como usted, y las deferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde quiere que le deje los papeles?

—No los dejes. Llévatelos. ¿O qué no puedes seguir encargado de mis asuntos allá adonde vas?

—Agradezco su confianza, don Pedro. La agradezco sinceramente. Aunque hago la salvedad de que me será imposible. Ciertas irregularidades… Digamos… Testimonios que nadie sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de llegar a caer en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted.

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