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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

Pedro Páramo (5 page)

Y ahora esto. De no haber sido porque estaba tan encariñado con la Media Luna, ni lo hubiera venido a ver. Se habría largado sin avisarle. Pero le tenía aprecio a aquella tierra; a esas lomas pelonas tan trabajadas y que todavía seguían aguantando el surco, dando cada vez más de sí… La querida Media Luna… Y sus agregados: «Vente para acá, tierrita de Enmedio». La veía venir. Como que aquí estaba ya. Lo que significa una mujer después de todo. «¡Vaya que sí!», dijo. Y chicoteó sus piernas al trasponer la puerta grande de la hacienda.

Fue muy fácil encampanarse a la Dolores. Si hasta le relumbraron los ojos y se le descompuso la cara.

—Perdóneme que me ponga colorada, don Fulgor. No creí que don Pedro se fijara en mí.

—No duerme, pensando en usted.

—Pero si él tiene de dónde escoger. Abundan tantas muchachas bonitas en Comala. ¿Qué dirán ellas cuando lo sepan?

—Él sólo piensa en usted, Dolores. De ahí en más, en nadie.

—Me hace usted que me den escalofríos, don Fulgor. Ni siquiera me lo imaginaba.

—Es que es un hombre tan reservado. Don Lucas Páramo, que en paz descanse, le llegó a decir que usted no era digna de él. Y se calló la boca por pura obediencia. Ahora que él ya no existe, no hay ningún impedimiento. Fue su primera decisión; aunque yo había tardado en cumplirla por mis muchos quehaceres. Pongamos por fecha de la boda pasado mañana. ¿Qué opina usted?

—¿No es muy pronto? No tengo nada preparado. Necesito encargar los ajuares. Le escribiré a mi hermana. O no, mejor le voy a mandar un propio, pero de cualquier manera no estaré lista antes del 8 de abril. Hoy estamos a 1. Sí, apenas para el 8. Dígale que espere unos diyitas.

—Él quisiera que fuera ahora mismo. Si es por los ajuares, nosotros se los proporcionaremos. La difunta madre de don Pedro espera que usted vista sus ropas. En la familia existe esa costumbre.

—Pero además hay algo para estos días. Cosas de mujeres, sabe usted. ¡Oh!, cuánta vergüenza me da decirle esto, don Fulgor. Me hace usted que se me vayan los colores. Me toca la luna. ¡Oh!, qué vergüenza.

—¿Y qué? El matrimonio no es asunto de si haya o no haya luna. Es cosa de quererse. Y, en habiendo esto, todo lo demás sale sobrando.

—Pero es que usted no me entiende, don Fulgor.

—Entiendo. La boda será pasado mañana.

Y la dejó con los brazos extendidos pidiendo ocho días, nada más ocho días.

«Que no se me olvide decirle a don Pedro —¡vaya muchacho listo ese Pedro!—, decirle que no se le olvide decirle al juez que los bienes son mancomunados. “Acuérdate, Fulgor, de decírselo mañana mismo”.»

La Dolores, en cambio, corrió a la cocina con un aguamanil para poner agua caliente:

«Voy a hacer que esto baje más pronto. Que baje esta misma noche. Pero de todas maneras me durará mis tres días. No tendrá remedio. ¡Qué felicidad! ¡Oh, qué felicidad! Gracias, Dios mío, por darme a don Pedro». Y añadió: «Aunque después me aborrezca».

—Ya está pedida y muy de acuerdo. El padre cura quiere sesenta pesos por pasar por alto lo de las amonestaciones. Le dije que se le darían a su debido tiempo. Él dice que le hace falta componer el altar y que la mesa de su comedor está toda desconchinflada. Le prometí que le mandaríamos una mesa nueva. Dice que usted nunca va a misa. Le prometí que iría. Y desde que murió su abuela ya no le han dado los diezmos. Le dije que no se preocupara. Está conforme.

—¿No le pediste algo adelantado a la Dolores?

—No, patrón. No me atreví. Ésa es la verdad. Estaba tan contenta que no quise estropearle su entusiasmo.

—Eres un niño.

«¡Vaya! Yo un niño. Con cincuenta y cinco años encima. Él apenas comenzando a vivir y yo a pocos pasos de la muerte».

—No quise quebrarle su contento.

—A pesar de todo, eres un niño.

—Está bien, patrón.

—La semana venidera irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido tierras de la Media Luna.

—Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta.

—Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es preciso.

—¿Y las leyes?

—¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. ¿Tienes trabajando en la Media Luna a algún atravesado?

—Sí, hay uno que otro.

—Pues mándalos en comisión con el Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de «usufruto» o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos.

El cielo era todavía azul. Había pocas nubes. El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor.

Tocó nuevamente con el mango del chicote, nada más por insistir, ya que sabía que no abrirían hasta que se le antojara a Pedro Páramo. Dijo mirando hacia el dintel de la puerta: «Se ven bonitos esos moños negros, lo que sea de cada quien».

En ese momento abrieron y él entró.

—Pasa, Fulgor. ¿Está arreglado el asunto de Toribio Aldrete?

—Está liquidado, patrón.

—Nos queda la cuestión de los Fregosos. Deja eso pendiente. Ahorita estoy muy ocupado con mi «luna de miel».

—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran cerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.

Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.

—Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta.

Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora.

Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello terminara.

»Sí —volvió a decir Damiana Cisneros—. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?

»Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos, ahora que venía, encontré un velorio. Me detuve a rezar un padrenuestro. En esto estaba, cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme:

»—¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, Damiana!

»—¿Qué andas haciendo aquí? —le pregunté.

»Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres.

»Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía doce años. Era la mayor. Y en mi casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo que lleva muerta. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo. Así que no te asustes si oyes ecos más recientes, Juan Preciado.

—¿También a usted le avisó mi madre que yo vendría? —le pregunté.

—No. Y a propósito, ¿qué es de tu madre?

—Murió —dije.

—¿Ya murió? ¿Y de qué?

—No supe de qué. Tal vez de tristeza. Suspiraba mucho.

—Eso es malo. Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace. ¿De modo que murió?

—Sí. Quizá usted debió saberlo.

—¿Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé nada.

—Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo?

—…

—¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!

Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos.

—¡Damiana! —grité—. ¡Damiana Cisneros!

Me contestó el eco: «¡… ana… neros…! ¡… ana… neros…!».

Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado. Vi un hombre cruzar la calle:

—¡Ey, tú! —llamé.

—¡Ey, tú! —me respondió mi propia voz.

Y como si estuvieran a la vuelta de la esquina, alcancé a oír a unas mujeres que platicaban:

—Mira quién viene por allí. ¿No es Filoteo Aréchiga?

—Es él. Pon la cara de disimulo.

—Mejor vámonos. Si se va detrás de nosotras es que de verdad quiere a una de las dos. ¿A quién crees tú que sigue?

—Seguramente a ti.

—A mí se me figura que a ti.

—Deja ya de correr. Se ha quedado parado en aquella esquina.

—Entonces a ninguna de las dos, ¿ya ves?

—Pero qué tal si hubiera resultado que a ti o a mí. ¿Qué tal?

—No te hagas ilusiones.

—Después de todo estuvo hasta mejor. Dicen por ahí los díceres que es él el que se encarga de conchavarle muchachas a don Pedro. De la que nos escapamos.

—¿Ah, sí? Con ese viejo no quiero tener nada que ver.

—Mejor vámonos.

—Dices bien. Vámonos de aquí.

La noche. Mucho más allá de la medianoche. Y las voces:

—… Te digo que si el maíz de este año se da bien, tendré con qué pagarte. Ahora que si se me echa a perder, pues te aguantas.

—No te exijo. Ya sabes que he sido consecuente contigo. Pero la tierra no es tuya. Te has puesto a trabajar en terreno ajeno. ¿De dónde vas a conseguir para pagarme?

—¿Y quién dice que la tierra no es mía?

—Se afirma que se la has vendido a Pedro Páramo.

—Yo ni me le he acercado a ese señor. La tierra sigue siendo mía.

—Eso dices tú. Pero por ahí dicen que todo es de él.

—Que me lo vengan a decir a mí.

—Mira, Galileo, yo a ti, aquí en confianza, te aprecio. Por algo eres el marido de mi hermana. Y de que la tratas bien, ni quien lo dude. Pero a mí no me vas a negar que vendiste las tierras.

—Te digo que a nadie se las he vendido.

—Pues son de Pedro Páramo. Seguramente él así lo ha dispuesto. ¿No te ha venido a ver don Fulgor?

—No.

—Seguramente mañana lo verás venir. Y si no mañana, cualquier otro día.

—Pues me mata o se muere; pero no se saldrá con la suya.


Requiescat in
paz, amén, cuñado. Por si las dudas.

—Me volverás a ver, ya lo verás. Por mí no tengas cuidado. Por algo mi madre me curtió bien el pellejo para que se me pusiera correoso.

—Entonces hasta mañana. Dile a Felícitas que esta noche no voy a cenar. No me gustaría contar después: «Yo estuve con él la víspera».

—Te guardaremos algo por si te animas a última hora.

Se oyó el trastazo de los pasos que se iban entre un ruido de espuelas.

—… Mañana, en amaneciendo, te irás conmigo, Chona. Ya tengo aparejadas las bestias.

—¿Y si mi padre se muere de la rabia? Con lo viejo que está… Nunca me perdonaría que por mi causa le pasara algo. Soy la única gente que tiene para hacerle hacer sus necesidades. Y no hay nadie más. ¿Qué prisa corres para robarme? Aguántate un poquito. Él no tardará en morirse.

—Lo mismo me dijiste hace un año. Y hasta me echaste en cara mi falta de arriesgue, ya que tú estabas, según eso, harta de todo. He aprontado las mulas y están listas. ¿Te vas conmigo?

—Déjamelo pensar.

—¡Chona! No sabes cuánto me gustas. Ya no puedo aguantar las ganas, Chona. Así que te vas conmigo o te vas conmigo.

—Déjamelo pensar. Entiende. Tenemos que esperar a que él se muera. Le falta poquito. Entonces me iré contigo y no necesitarás robarme.

—Eso me dijiste también hace un año.

—¿Y qué?

—Pues que he tenido que alquilar las mulas. Ya las tengo. Nomás te están esperando. ¡Deja que él se las avenga solo! Tú estás bonita. Eres joven. No faltará cualquier vieja que venga a cuidarlo. Aquí sobran almas caritativas.

—No puedo.

—Que sí puedes.

—No puedo. Me da pena, ¿sabes? Por algo es mi padre.

—Entonces ni hablar. Iré a ver a la Juliana, que se desvive por mí.

—Está bien. Yo no te digo nada.

—¿No me quieres ver mañana?

—No. No quiero verte más.

Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas:

Mi novia me dio un pañuelo

con orillas de llorar…

En falsete. Como si fueran mujeres las que cantaran.

Vi pasar las carretas. Los bueyes moviéndose despacio. El crujir de las piedras bajo las ruedas. Los hombres como si vinieran dormidos.

«…
Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, topeteadas de salitre, de mazorcas, de yerba de paró. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allí te acostumbrarás a los “derrepentes”; mi hijo
».

Carretas vacías, remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.

Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros.

Entonces alguien me tocó los hombros.

—¿Qué hace usted aquí?

—Vine a buscar… —y ya iba a decir a quién, cuando me detuve—: vine a buscar a mi padre.

—¿Y por qué no entra?

Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer.

—¿No están ustedes muertos? —les pregunté.

Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente.

—Está borracho —dijo el hombre.

—Solamente está asustado —dijo la mujer.

Había un aparato de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también.

—Oímos que alguien se quejaba y daba de cabezazos contra nuestra puerta. Y allí estaba usted. ¿Qué es lo que le ha pasado?

—Me han pasado tantas cosas, que mejor quisiera dormir.

—Nosotros ya estábamos dormidos.

—Durmamos, pues.

La madrugada fue apagando mis recuerdos.

Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.

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