Authors: Ken Follett
Jesse buscó la primera velocidad y aceleró el motor. El hombre se mantuvo firme. Jesse dio un pisotón al acelerador y la furgoneta dio una sacudida y avanzó.
Demasiado tarde, el hombrecillo gordo se lanzó hacia la acera. Jesse oyó un golpe sordo del guardabarros más cercano mientras giraba. Un coche que venía detrás frenó con un chirrido de neumáticos. Jesse cambió la velocidad y se alejó velozmente sin mirar atrás.
La calle parecía más estrecha y más opresiva, como una trampa, a medida que se alejaba rápidamente, ignorando los pasos de peatones, girando y frenando. Intentaba desesperadamente pensar. Lo había enredado todo. El asalto había ido como una seda, y Jesse James se había dado un trastazo con el coche de la huida. Una furgoneta cargada de billetes de Banco en un encontronazo de cincuenta libras. Gilipollas.
Calma, se dijo. No sería un fracaso hasta que le encerraran. Todavía quedaba tiempo, si por lo menos pudiera pensar.
Disminuyó la velocidad de la furgoneta y salió de la calle principal. Tenía que evitar atraer de nuevo la atención. Recorrió una serie de callejuelas mientras reflexionaba sobre lo ocurrido.
¿Qué sucedería ahora? Uno de los mirones llamaría por teléfono a la Policía, especialmente después del golpe que le había dado al hombrecillo gordo. El número de la matrícula de la furgoneta estaba anotado en la libretita; además, alguien entre el gentío también podía haber tomado nota. El caso quedaría registrado como atropello y fuga y el número de su matrícula sería comunicado por radio a los coches patrulla. Tardarían de tres a quince minutos en llegar a ese punto. Otros cinco minutos y darían una descripción de Jesse. ¿Qué llevaba? Pantalones azules y una camisa color naranja. Gilipollas.
¿Que le respondería a Tony Cox si estuviera ahí y pudiera preguntarle? Jesse recordó el rostro sano del jefe y oyó su voz. Plantéate cuál es el problema, ¿entiendes?
Jesse dijo en voz alta:
—La Policía tiene el número de la matrícula y una descripción mía.
Piensa lo que has de hacer para solucionar el problema. —¿Qué coño puedo hacer, Tony? ¿Cambiar el número de la matrícula y mi apariencia?
Pues hazlo, ¿entiendes?
Jesse frunció el ceño. El pensamiento analítico de Tony no llegaba más allá. ¿Dónde demonios podía conseguir placas de matrícula y cómo las colocaría?
Claro, eso era fácil.
Buscó una salida a una calle principal y siguió adelante hasta encontrar un garaje. Se detuvo en el patio.
Había un taller detrás de las bombas. Un camión cisterna estaba descargando en el otro lado.
El empleado se acercó, limpiándose las gafas con un trapo grasiento.
—Por cinco libras —dijo Jesse—. ¿Dónde está la mezquita?
—A la vuelta.
Jesse siguió la dirección del pulgar. Un camión de cemento iba a lo largo de un lado del garaje. Encontró una puerta rota con el letrero «Caballeros» y pasó de largo.
Detrás del garaje había un pequeño espacio de suelo árido en donde coches más o menos nuevos, que esperaban ser reparados, se codeaban con puertas oxidadas, guardabarros torcidos y piezas de maquinaria desechadas. Jesse no veía lo que estaba buscando.
La entrada posterior al taller le invitaba a entrar con su espacio suficiente para dejar pasar un autobús. No servía de nada parecer furtivo. Entró sencillamente.
Tardó un momento en hacerse a la penumbra después de la luz del sol de fuera. El aire olía a aceite de motor y ozono. A la altura de la cabeza, en una rampa, había un «Mini», cuyas entrañas colgaban obscenamente. La parte frontal de un camión articulado estaba conectada a un tester Krypton. Un «Jaguar» sin ruedas estaba sobre unas cuñas. No había nadie por allí. Miró su reloj de pulsera: debían de estar comiendo. Miró a su alrededor.
Y descubrió lo que necesitaba:
Un par de placas rojo y blanco colocadas sobre un depósito de petróleo, en un rincón. Cruzó la pieza y las cogió. Miró nuevamente alrededor y robó dos cosas más: un mono limpio que colgaba de una percha en la pared de ladrillo y un trozo de cordel sucio del suelo.
—¿Busca algo, hermano? —le dijo una voz.
Jesse se volvió de golpe, con el corazón en un puño. Un mecánico negro con un mono mugriento estaba en pie, al fondo de] taller, apoyado en el blanco y— reluciente guardabarros del «Jaguar», con la boca llena de comida. Su corte de pelo «afro» se levantaba con el movimiento de su masticación. Jesse intentó ocultar las placas de matrícula con el mono.
—La mezquita —dijo—. Quiero cambiarme de ropa. —Contuvo la respiración.
El mecánico señaló.
—Ahí fuera —dijo. Tragó y dio otro mordisco al huevo escocés.
—Gracias —dijo Jesse, y se apresuró a salir.
—A su servicio —gritó el mecánico. Jesse se dio cuenta de que aquel hombre tenía acento irlandés. ¿Morenos irlandeses? Eso era nuevo.
El empleado de la gasolinera le esperaba junto a la furgoneta. Jesse entró y arrojó el mono y su contenido hacia atrás. El empleado miró con curiosidad el bulto. Jesse le dijo:
—Tenía el mono colgando en la puerta de atrás. Debe estar sucio. ¿Cuánto debo?
—Generalmente cobramos un fiver por el valor de cinco quids. No me he dado cuenta.
Se había alejado poco de su ruta, lo que era bueno. Aquella zona era más tranquila que los lugares por los que había viajado antes. En ambos lados había casas, bastante viejas, aisladas, separadas de la carretera. En las aceras se alineaban los castaños. Vio una parada de autobús de la Línea Verde.
Necesitaba un lugar tranquilo donde hacer el cambio. Comprobó de nuevo la hora. Debían haber transcurrido quince minutos desde el accidente. No quedaba tiempo para andar con remilgos.
Giró por la primera bocacalle. Era la Avenida Brook. Todas las cosas eran semi. ¡Necesitaba un lugar menos visible, por el amor de Dios! No podía cambiar las matrículas a la vista de sesenta amas de casa fisgonas.
Giró nuevamente, y otra vez, y encontró una pequeña carretera de servicio detrás de una hilera de tiendas. Se acercó a un lado y paró. Había garajes y cubos de basura y las puertas traseras por donde entraban las mercancías en las tiendas. Era lo mejor que podía desear.
Pasó por encima del asiento hacia la parte de atrás de la furgoneta. Hacía mucho calor. Se sentó en una de las cajas de dinero y se subió los pantalones del mono por las piernas. Jesús, casi había llegado: dame un par de minutos más, pensó, casi como una plegaria.
Se puso en pie, inclinándose, y se deslizó dentro de la prenda. Si hubiera estropeado el asunto Tony me degollaría, pensó. Se estremeció. Tony Cox era un bastardo duro. Tenía algo de loco cuando se trataba de castigar.
Jesse subió la cremallera del mono. Sabía algo de las descripciones de los testigos. La Policía estaría ahora buscando a un tipo grandote, de aspecto malvado, con una mirada desesperada, que llevaba una camisa color naranja y pantalones vaqueros. Cualquiera que viese ahora a Jesse solamente vería un mecánico.
Cogió las placas de matrícula. No estaba el cordel; seguramente lo habría dejado caer. ¡Maldita sea, siempre hay algún pedazo de cuerda tirada por el suelo de una furgoneta! Abrió la caja de herramientas y encontró un trozo de bramante oleoso alrededor del gato.
Salió y se dirigió a la parte delantera de la furgoneta. Trabajaba cuidadosamente, temeroso de malograr el trabajo por apresuramiento. Ató la matrícula roja y blanca sobre la placa original, como solían hacerlo en los garajes cuando se llevaban un vehículo comercial para hacer una prueba de carretera. Se apartó, en pie, y examinó su trabajo. Parecía bueno.
Se dirigió a la parte de atrás de la furgoneta y repitió la tarea con la matrícula posterior. Ya estaba hecho. Respiraba con más facilidad.
—¿Cambiando las placas, eh?
Jesse dio un salto y se volvió. El corazón se le encogió. La voz pertenecía a un policía.
Para Jesse fue la última gota. Ya no le quedaban excusas, ni mentiras plausibles, ni truco ninguno. Su instinto le había abandonado. No supo pronunciar una sola palabra.
El policía se acercó a él. Era muy joven, con patillas de pelo rojizo y nariz pecosa.
—¿Algún problema?
Jesse se asombró al verle sonreír. En su cerebro petrificado penetró un rayo de sol. Encontró la voz.
—Las placas estaban flojas dijo—. Las he sujetado mejor.
El policía asintió.
—Yo solía llevar una de éstas —dijo amistosamente—. Es mejor que conducir un coche. Están bien construidas.
Por la mente de Jesse cruzó la idea de que el hombre podía estar jugando sádicamente al gato y el ratón, sabiendo perfectamente bien que Jesse era el conductor de la furgoneta huida del atropello pero fingiendo ignorancia para darle un susto en el último momento.
—Es fácil cuando andan bien —dijo. Sentía un sudor frío en la cara.
—Bueno, ya lo ha hecho. Váyase ahora, está entorpeciendo el paso.
Jesse entró en la furgoneta como un sonámbulo y puso en marcha el motor. ¿Dónde estaba el coche del policía? ¿Tenía la radio desconectada? ¿Le habrían engañado las placas y el mono?
Si caminase hasta la parte delantera de la furgoneta, dándole la vuelta y viese la abolladura que había hecho el parachoques del «Marina»…
Jesse emprendió la marcha lentamente por la carretera de servicio. Se paró al final y miró a ambos lados. En su espejo retrovisor vio al policía, al otro extremo del camino, que entraba en un coche patrulla.
Jesse se metió en la calle principal y perdió de vista el coche patrulla. Se secó la frente. Estaba temblando. —Dios. ¡La madre que…! —murmuró.
Evan Jones estaba bebiendo whisky antes del almuerzo por primera vez en su vida. Había un motivo. Tenía un Código y lo había quebrantado, también por primera vez. Estaba explicándoselo a su amigo Arny Matthews, pero no lo hacía muy bien, ya que no estaba acostumbrado al whisky y el primer doble ya le estaba llegando al cerebro.
—Es mi educación, ya sabes —dijo con su musical acento galés—. Capilla estricta. Vivíamos según el Libro. Bueno, un hombre puede cambiar un Código por otro, pero no puede eliminar el hábito de la obediencia, ¿sabes?
—Entiendo —dijo Arny, que no entendía nada absolutamente.
Evan era el gerente de la sucursal bancaria del «Cotton Bank» de Jamaica, y Arny era actuario de seguros senior en «Eire and General Marine Insurance», y vivían en casas contiguas, imitación Tudor, en Woking, Surrey. Su amistad era superficial, pero permanente.
—Los banqueros tienen un código —continuó Evan—. ¿Sabes? Armé un buen jaleo cuando les dije a mis padres que quería ser banquero. En Gales del Sur se espera que los chicos de Grammar School se hagan maestros, o clérigos, o empleados de Coal Board, o funcionarios de sindicato, pero no banqueros.
—Mi madre ni siquiera sabía lo que era un actuario —dijo Arny comprensivamente, sin comprender lo que le decía el otro.
—No estoy hablando de los principios de una buena tarea bancaria, la ley del menor riesgo, el colateral para cubrir sobradamente el préstamo, interés más altos para plazos más largos… No me refiero a nada de eso.
—No. —Arny, ahora, no tenía ni idea de lo que quería decir Evan. Pero tenía el presentimiento de que Evan iba a ser indiscreto, y como cualquiera de la City disfrutaba con las indiscreciones ajenas—. ¿Quieres otro? —Y cogió los vasos.
Evan asintió con la cabeza y contempló a Arny mientras éste se dirigía al mostrador. Los dos se reunían frecuentemente en el salón de «Pollard's» antes de subir al tren que les llevaba a casa. A Evan le gustaban los asientos de terciopelo, y la tranquilidad y los camareros ligeramente serviles. No tenía interés alguno por el nuevo tipo de pub que estaba surgiendo en Square Mile: moderno, salas llenas con música estridente para los muchachos geniales de cabello largo, con sus trajes de tres piezas y sus corbatas chillonas, que bebían cerveza en jarra o aperitivos continentales,
—Estoy hablando de integridad —resumió Evan cuando Arny regresó—. Un banquero puedo ser un lobo y sobrevivir, si es honesto; pero si no tiene integridad…
—Absolutamente.
—Ahora, fíjate en Felix Laski Ahí tienes a un hombre sin ninguna integridad.
—Ése es el hombre que se hizo cargo de tu negocio. —Con gran pena por mi parte, así es. ¿Quieres que te cuente cómo consiguió el control?
Arny se inclinó hacia delante en su asiento, deteniendo a medio camino el cigarrillo que se estaba llevando a los labios.
—De acuerdo.
—Teníamos un cliente llamado «South Middlesex Properties». Sabíamos que estaban atados por un compromiso de pago y nosotros queríamos dar salida a una cantidad de dinero a largo plazo. El préstamo era demasiado grande en realidad para la compañía propietaria, pero el aval era importante. Para resumir una larga historia, fallaron en los pagos.
—Pero vosotros teníais la propiedad —dijo Arny—. Seguramente los títulos de propiedad estaban en vuestras arcas.
—Sin valor. Lo que nosotros teníamos eran copias… y también las tenían muchos otros acreedores.
—Un fraude evidente.
—Ciertamente, aunque de alguna manera consiguieron hacerlo parecer como pura incompetencia. Sin embargo, estábamos en un aprieto. Laski nos sacó del apuro a cambio de una mayoría de acciones.
—Astuto.
—Más astuto de lo que crees, Arny. Laski controlaba prácticamente «South Middlesex Propendes». Debo aclarar que no era el director, pero tenía acciones y ellos le habían contratado como asesor, y los directivos eran débiles…
—De modo que compró «Cotton Bank» con el dinero que había pedido prestado y cuyos plazos no pagó.
—Así parece, ¿no crees?
Arny sacudió su cabeza.
—Me resulta muy difícil creerlo.—No te resultaría difícil si conocieras a ese individuo.
Dos hombres con togas de abogado se habían sentado en la mesa contigua con unos vasos de cerveza y Evan bajó la voz.
—Un hombre sin ninguna integridad —repitió.
—Vaya golpe… —En la voz de Arny había un matiz de admiración—. Hubieras podido dirigirte a los periódicos…, si ese asunto es cierto.
—¿Y quién demonios lo publicaría, si no es el Private Eye? Pero es verdad, muchacho. No hay abismo al que el hombre no descienda. —Tomó un buen trago de whisky—. ¿Sabes lo que ha hecho hoy?
—No puede ser peor que ese trato con el «South Middlesex» —insinuó Arny.
—¿No puede serlo? ¡Ja! —La cara de Evan estaba un poco enrojecida y el vaso le temblaba en la mano. Habló lenta y deliberadamente—. Me ha dado instrucciones, instrucciones, insisto, de dar conformidad a un cheque de rebote de un millón de libras. —Y dejó el vaso en la mesa con un floreo.