Authors: Ken Follett
Esta magnífica novela explora las corruptas interrelaciones entre el crimen organizado, las altas finanzas y el periodismo. La acción se desarrolla a lo largo de un día normal en la sede de un periódico londinense. Cada uno de los capítulos constituye la crónica de una hora de ese día, y describe tanto los entretelones de la sala de redacción como los acontecimientos que el periódico convierte en noticia.
Ken Follett
Papel moneda
ePUB v1.1
NitoStrad11.02.12
Título original:
PAPER MONEY
Traducción de
MONTSERRAT SOLANA
ISBN: 84-01-49098-7 (Col. Jet) ISBN: 84-01-49959-3 (Vol. 9819 ) Depósito Legal: B. 32.078 - 1992
Este libro se escribió en 1976, inmediatamente antes que La isla de las tormentas, y creo que es el mejor de mis libros sin éxito. Fue publicado bajo el seudónimo de Zachary Stone, igual que El escándalo Modigliani, ya que ambos libros son semejantes: carecen de un personaje central pero presentan diversos grupos de personajes cuyas historias se enlazan y comparten un clímax común.
En Papel moneda los lazos son menos fortuitos ya que la obra se propone demostrar la interrelación corrupta entre el crimen, las altas finanzas y el periodismo. Su final es más bien sombrío si se compara con El escándalo Modigliani; de hecho, casi es una tragedia. Sin embargo, las diferencias y semejanzas entre Papel moneda y La isla de las tormentas son lo más instructivo. (Los lectores que quieran el pastel, y no la receta, deben pasar por alto este prólogo y pasar directamente al capítulo primero.) La trama de Papel moneda es la más ingeniosa que yo haya escrito y la escasa venta del libro me convenció de que los argumentos ingeniosos satisfacen más a los autores que a los lectores. El argumento de La isla de las tormentas es muy sencillo, claro está; de hecho podía escribirse en tres párrafos, y así fue como lo hice cuando se me ocurrió. La isla de las tormentas, sólo tiene tres o cuatro personajes principales, mientras que Papel moneda tiene una docena más o menos. Sin embargo, a pesar de su complicada trama y su larga lista de personajes, Papel moneda ocupa la mitad de la extensión que La isla de las tormentas. Como escritor, siempre he tenido que luchar contra una tendencia mía a sintetizar y en Papel moneda pueden ustedes ver que mi esfuerzo ha sido en vano. En consecuencia, sus muchos personajes se describen con rápidas y enérgicas pinceladas y la obra carece del efecto de introducción detallada y personal en las vidas privadas de los personajes que los lectores exigen de un best-seller.
Uno de los elementos clave del libro es su forma. La acción se desarrolla durante un único día en la vida de un periódico londinense de la tarde (yo trabajé para un periódico así durante los años 1973 y 1974) y cada uno de los capítulos es la crónica de una hora de ese día presentada en tres o cuatro escenas que describen tanto lo que sucede en la sala de redacción como lo que sucede en las historias que el periódico relata (o deja de relatar). La isla de las tormentas tiene una estructura más rígida todavía, aunque nadie, que yo sepa, lo ha notado; hay seis partes, cada una con seis capítulos (excepto la última parte, que tiene siete); el primer capítulo de cada parte trata del espía, el segundo, de los que persiguen al espía, y así sucesivamente hasta el sexto, que siempre habla de las consecuencias militares internacionales de lo que ha sucedido antes. Los lectores no suelen advertir estas cosas &mdsh;¿por qué tendrían que hacerlo?&mdsh;, pero yo sigo sospechando que la regularidad, incluso la simetría, contribuyen a lo que ellos consideran que es una historia bien contada.
La otra característica que Papel moneda comparte con La isla de las tormentas es la abundancia de personajes menores: prostitutas, ladrones, niños medio idiotas, esposas de la clase trabajadora y viejos solitarios. En libros posteriores no he hecho lo mismo, ya que solamente desvían la atención de los personajes principales y de su historia; aunque muchas veces me pregunto si eso es lo más hábil.
Hoy no estoy tan seguro como lo estaba en 1976 de la conexión entre el crimen, las altas finanzas y el periodismo; pero creo que esta historia es fiel reproducción de la realidad en otro sentido. Presenta un cuadro detallado del Londres que yo conocí en la década de los setenta, con sus policías y delincuentes, sus banqueros y prostitutas, periodistas y políticos, sus tiendas y sus barrios míseros, sus calles y su río. Yo amé todo eso, y espero que ustedes también lo amen.
Fue la noche más feliz en la vida de Tim Fitzpeterson.
Esto es lo que él pensó en el momento en que abrió los ojos y vio a la chica en la cama, a su lado, durmiendo todavía.
No se movió por temor a despertarla; pero la miró, casi furtivamente, a la luz fría del alba londinense. Dormía boca arriba, con la total relajación de un niño. Tim recordó a su Adrienne cuando era pequeña. Apartó de su mente ese pensamiento inoportuno.
La chica acostada a su lado tenía el cabello rojizo, acoplado a su pequeña cabeza como una gorra, dejando ver sus diminutas orejas. Todos sus rasgos eran pequeños: nariz, barbilla, pómulos, dientes delicados. En una ocasión, durante la noche, le había cubierto la cara con sus manos torpes y anchas, y le apretó suavemente con los dedos las concavidades de los ojos y de las mejillas, abriéndole con los pulgares los blandos labios, como si la piel de sus dedos pudiera sentir la belleza de ella como el calor de un fuego.
Su brazo izquierdo descansaba lánguidamente fuera del cobertor que estaba corrido hacia abajo y dejaba al descubierto unos hombros estrechos y delicados y un pecho pequeño, con el pezón adormecido.
Yacían separados, sin tocarse, aunque él percibía el calor de la cadera femenina próxima a la suya. Apartó la mirada de la chica para dirigirla al techo y por un momento se dejó invadir por el placer puro del recuerdo de la fornicación, como un estremecimiento físico; después se levantó.
Permaneció en pie junto a la cama y volvió a mirarla. Ella seguía durmiendo. La débil luz matutina no le restaba belleza a pesar de sus cabellos alborotados y los restos desaliñados de lo que había sido un elaborado maquillaje. El alba era menos amable con Tim Fitzpeterson, él lo sabía. Por esto intentó no despertarla; quería verse en un espejo antes de que ella le mirase.
Se dirigió desnudo al cuarto de baño, pisando sin hacer ruido la alfombra de un verde descolorido de la sala. Por un momento vio aquel lugar como si fuese la primera vez y le pareció desesperanzadoramente sin interés. La alfombra hacía juego con un sofá de un verde más triste todavía y unos almohadones floreados y descoloridos. Había también un escritorio sencillo de madera, como los que pueden verse en un millón de oficinas; un antiguo aparato de televisión en blanco y negro; un mueble archivador y un estante con libros de leyes y de economía más algunos volúmenes de Hansard. En otro tiempo le había parecido audaz tener un pied-á-terre en Londres.
En el cuarto de baño había un espejo de cuerpo entero que no había comprado Tim, sino su esposa, en la época en que ella todavía no se había retirado del todo de la vida de la ciudad. Tim se contempló en el espejo mientras esperaba que se llenara la bañera, preguntándose qué habría en aquel cuerpo de mediana edad que pudiese llevar a una hermosa chica de —¿cuántos, veinticinco años?— a un frenesí de lujuria. Era un hombre sano, pero no estaba en forma, no en el sentido en que se usa esa palabra para describir a los hombres que hacen ejercicio y visitan el gimnasio. Era un hombre bajo, y su complexión corpulenta la subrayaba una ligera grasa superflua, especialmente en el pecho, la cintura y las nalgas. Su físico era bueno, para un hombre de cuarenta y un años, pero no tenía nada que pudiera excitar ni a la más ardiente de las mujeres.
El espejo se empañó con el vapor y Tim se metió en la bañera. Apoyó la cabeza y cerró los ojos. Pensó para sí que había dormido menos de dos horas y sin embargo se sentía vigoroso. Por su educación tendría que creer que el dolor y el malestar, e incluso la enfermedad, eran consecuencia de noches perdidas, bailes, adulterios y exceso de bebidas. Todos aquellos pecados juntos deberían provocar la ira de Dios.
Pero no era así; las consecuencias del pecado eran una pura delicia. Comenzó a enjabonarse lánguidamente. Todo había comenzado en una de aquellas espantosas cenas: cóctel de pomelo, bistec demasiado hecho y bomba sin sorpresa para trescientos miembros de una organización inútil. El discurso de Tim había sido solamente otra exposición de la estrategia actual del Gobierno, subrayado emotivamente para despertar la simpatía de la audiencia. Más tarde había accedido a ir a algún otro lugar para tomar un trago con uno de sus colegas —un joven y brillante economista— y dos personas del público de escaso interés.
El lugar había resultado ser un local nocturno que normalmente hubiera excedido los recursos de Tim; pero fue otro el que pagó la entrada. Una vez dentro, Tim empezó a divertirse, hasta el punto en que invitó a los otros a una botella de champán utilizando su tarjeta de crédito. Otras personas se unieron al grupo: el ejecutivo de una compañía cinematográfica del que Tim había oído hablar vagamente; un guionista del que no sabía nada; un economista de izquierda que daba apretones de manos sonriendo irónicamente y que evitaba hablar de sus ocupaciones; y las chicas.
El champán y el espectáculo le excitaron ligeramente. En los viejos tiempos, al llegar a ese punto hubiera llevado a Julia a casa y le hubiera hecho el amor con rudeza; a ella le gustaba eso de vez en cuando. Pero ahora Julia iba raramente a la ciudad, y él ya no iba a los locales nocturnos; no, normalmente.
No le habían, presentado a las chicas. Tim inició una conversación con la más cercana, una pelirroja de pecho liso que llevaba un traje largo de color pálido. Tenía aspecto de modelo y le dijo que era actriz. Tim esperaba encontrarla aburrida y parecerle lo mismo a ella. Fue entonces cuando tuvo el primer presentimiento de que esa noche sería especial: ella parecía encontrarle fascinante.
Su conversación íntima les aisló poco a poco del resto del grupo, hasta que alguien sugirió ir a otro club. Tim dijo inmediatamente que él se iba a casa. La pelirroja le cogió del brazo y le pidió que no lo hiciese; y Tim, galante con una mujer bella por primera vez en veinte años, estuvo de acuerdo al instante en acompañarles.
Se preguntó, mientras salía de la bañera, de qué habían estado hablando durante tanto tiempo. El trabajo de un funcionario menor del Departamento de Energía no era tema para una conversación en una fiesta: cuando no resultaba técnico era altamente confidencial. Quizás habían estado discutiendo de política. ¿Le habría contado quizás anécdotas irónicas sobre políticos senior, con aquel tono inexpresivo que era su única manera de resultar ser gracioso? No podía recordarlo. Todo lo que recordaba era la manera en que ella se sentaba, con todas las partes de su cuerpo vueltas hacia él: cabeza, hombros, rodillas, pies; una actitud corporal que resultaba a la vez íntima y provocativa.
Secó el vapor del espejo del lavabo y se frotó la barbilla especulativamente, contemplando la tarea a realizar. Su cabello era muy oscuro, y la barba, si la dejara crecer sería espesa. El resto de su cara era, por no decir más, ordinario. Tenía la barbilla hundida y la nariz puntiaguda, con dos marcas iguales, blanquecinas, a ambos lados del puente, donde las gafas se habían apoyado durante treinta y cinco años; la boca no era demasiado pequeña pero estaba un poco torcida; las orejas eran demasiado grandes, y la frente alta, de intelectual. En ese rostro no podía leerse ningún carácter. Era un rostro entrenado para disimular sus pensamientos en lugar de manifestar emociones.