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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (32 page)

—¿A qué te refieres? —preguntó Miguel con la atención puesta en Rafael, que seguía sin mirarlo.

Ángel estalló en una sórdida carcajada que retumbó en el silencio de la noche.

—Por favor Miguel… ¿Desde cuándo tus ángeles han cambiado la lira por la espada como instrumento musical? —dijo, y Rafael lo miró fijamente, sin decir palabra—. Aquí, el arcángel vengador —añadió, señalando a Rafael—, se ha visto obligado a ponerse entre dos de los tuyos y una humana.

—¿Rafael? —preguntó Miguel, incapaz de evitar que el asombro se filtrara en su voz mientras buscaba que el arcángel desmintiera aquellas palabras, pero, en lugar de eso, Rafael permaneció en silencio.

—Venga, Miguel, no te pongas tremendo… —Ángel se acercó a Miguel, rodeándolo con un brazo apoyó sobre sus hombros—. Ha actuado por instinto, además, me temo que no había orden directa de no hacerlo, así que, técnicamente…

—Técnicamente, Lucifer, estoy intentando comprender de qué hablas —Miguel lo interrumpió, hablando con contundencia, pero sin poder ocultar aún su asombro—. He venido porque estaba preocupado por Rafael. —Hizo una pausa, y fijó sus ojos en él, que seguía a su lado, con el brazo posado con descuido sobre su espalda—. Gabriel me ha contado que habíais tenido una pequeña discusión y que Rafael se había quedado contigo y pensé…

—Sé lo que pensaste. —Ángel lo interrumpió—. Estabas seguro de que el ángel malo lo tenía secuestrado, como a Uriel. —Miguel asintió y él no pudo evitar dejar que su poder golpeara con una embestida al arcángel, que tembló ligeramente—. Pues mira tú, que, para variar, no he sido tan malo. El arcángel vengador se ha quedado porque le ha apetecido, y si Gabriel no hubiera omitido, como seguramente ha hecho, parte de la… —dudó un instante, separándose de Miguel, y absorbiendo el humo de su cigarrillo—. Llamémosla conversación, que mantuvimos, posiblemente, por una vez, no hubieras venido corriendo a señalarme con el dedo.

—Está bien, está bien… —Miguel levantó ambas manos hacia Ángel para tranquilizarlo, aunque mantenía la vista puesta en Rafael, que seguía en silencio, con la mirada clavada en el suelo—. ¿Qué tal si me contáis qué ha pasado?

—Está a punto de salir el sol. —Ángel negó con la cabeza, les dio la espalda y comenzó a caminar, despacio, alejándose de ellos—. Mejor ponte al día con tu protegido, te sorprenderás.

—Tú y yo tenemos que hablar —dijo Miguel, en tono firme, llamando su atención.

—¿Ah, sí? —Se volvió sorprendido para mirarlo—. ¿De qué?

—De lo que sientes, Lucifer. —Ángel se dio la vuelta para enfrentarse a Miguel. Rafael había levantado la vista, por primera vez desde que apareciera el arcángel, y la mantenía fija en él, lleno de curiosidad—. La amas ¿verdad?

Ángel no contestó, se quedo quieto, mirándolo, dejando que Miguel pudiera sentir su condena ciñéndose sobre él, permitiendo que sintiera como bullían en su interior el dolor y la rabia, tomando su espíritu y creciendo hasta rozar su esencia sagrada, zarandeándola.

—¿Lo vas a negar? —preguntó el arcángel, sosteniéndole la mirada a pesar de la embestida de las tinieblas que lo rodeaban.

No lo iba a negar. No podía. Por supuesto que la amaba, aunque no pudiera comprender cómo su espíritu condenado era capaz de albergar en su interior aquel tipo de amor, aunque no entendiera que aquel amor fuera posible para él. Pero tampoco lo iba a admitir. Absorbió el humo de su cigarrillo, antes de lanzarlo al suelo hacia los dos arcángeles, se dio la vuelta y se alejó de ellos, sintiendo sus miradas y la maldita Gracia que llenaba sus seres. Una Gracia, pensó, sonriendo, que no era nada en comparación a lo que le proporcionaba la mujer que lo esperaba, durmiendo, tranquila y ajena a todo, en su cama.

Luz no quería despertar, se sentía tan a gusto que temía que si abría los ojos todo desaparecería a su alrededor y aquel sueño se convertiría en una pesadilla. Se movió inquieta, aún con la mente nublada por el sueño, y deslizó una mano sobre el torso en el que estaba recostada, tan increíble y a la vez tan real. Sintió una cálida mano recorriendo su espalda, acariciándola, y no pudo evitar, finalmente, abrir los ojos para comprobar que realmente estaba despierta y entre los brazos de Ángel.

—Buenos días. —La voz de Ángel fue un suave susurro mientras le retiraba el pelo de la cara para colocárselo detrás de la oreja.

No pudo responderle más que con un murmullo sin sentido mientras se removía entre sus brazos, acariciándolo.

—Es temprano —dijo él— aún puedes descansar un rato más.

Miró a su alrededor y vio que la habitación estaba a oscuras, pero a través de las cortinas se filtraba un haz de luz que caía a los pies de la cama.

—¿Qué hora es? —consiguió preguntar con un hilo de voz.

—Está amaneciendo.

Ángel tenía razón, podía dormir un par de horas más, pero ahora que había comprobado que la noche anterior no había sido un sueño, que estaba despierta y seguía entre sus brazos, lo último que quería era dormirse. Quería disfrutar de aquel momento, de la sensación que la embargaba, y prolongar aquel idílico despertar. Se desperezó, estirándose sin separarse del cuerpo de Ángel, a la vez que fijaba en él sus ojos y le sonreía. Él parecía estar completamente despierto y su mirada conservaba el mismo luminoso brillo que había visto en ella la noche anterior. Acarició su pelo, más despeinado de lo habitual, y con un dedo recorrió el contorno de su rostro.

—No vas a dormirte de nuevo ¿verdad? —preguntó él, con un ligero reproche en la voz que sus manos desmintieron al apretar su cuerpo aún más contra el suyo, acercándola a su rostro. Ella negó con la cabeza—. Eso me temía…

La voz de Ángel se perdió entre sus labios y ella se dejó llevar de nuevo por aquellas sensaciones, que, aunque recientes, ya añoraba. Perdió la noción del tiempo y casi el sentido entre las caricias de aquel hombre que creía capaz de llevarla al cielo sólo con un beso y que parecía conocer a la perfección todos y cada uno de los rincones de su cuerpo.

La luz que inundaba la habitación la sacó de su ensueño mientras su cuerpo temblaba aún por el reciente placer. Si la noche anterior le había parecido mágica no tenía palabras para describir aquella madrugada, que deseaba que nunca acabara. Aún así, sabía que debía levantarse y enfrentar su día, y a Alfonso, aunque hubiera preferido mil veces quedarse entre los brazos de Ángel y perder para siempre la noción del tiempo y el sentido. Él pareció leer sus pensamientos y, al instante, le dio un suave beso en la cabeza, se levantó, rebuscó entre su ropas que seguían en el suelo, a los pies de la cama, para sacar del bolsillo del pantalón un paquete de tabaco y un mechero, y encendió un cigarrillo. Abrió completamente las cortinas y la ventana, y se quedó de pie, con aquel gesto ya familiar de ligera irreverencia, mirando al exterior. Viéndolo allí, a la luz de la mañana, fumando de pie, completamente desnudo, con el pelo cayendo desordenado a ambos lados de su cara, Luz pensó que anteriormente en ningún momento había hecho justicia a su belleza. Ángel parecía del todo irreal, un ser sacado directamente de sus fantasías que se había colado en su vida sin que se diera apenas cuenta, pero que por nada del mundo quería que se fuera. Se levantó, se acercó a él y acarició su espalda, atravesada por una larga cicatriz que descendía desde el final de su cuello hasta la parte inferior, siguiendo el recorrido de la columna. Había notado la extraña marca la noche anterior, una leve rugosidad que formaba una curiosa forma, similar a un doble reloj de arena a lo largo de su espalda, pero aún así se sorprendió al ver su envergadura y simetría.

—¿Y esto? —susurró mientras acariciaba con suavidad la cicatriz.

—Heridas de guerra —contestó él, quitándole importancia, mientras agachaba ligeramente la cabeza y se apoyaba con una mano en el marco de la ventana.

Ella continuó con su caricia antes de besar con suavidad la marca, pero se detuvo de inmediato al notar que el cuerpo de Ángel se tensaba con el contacto.

—¿Te molesta?

Ángel negó con la cabeza.

—Al contrario —susurró, y Luz creyó adivinar por primera vez cierta nota de vulnerabilidad en su voz—. No te imaginas como siento eso…

Apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando Ángel se dio la vuelta, rápidamente, cogiéndola entre sus brazos para llevarla de nuevo a la cama y recorrer con la boca cada centímetro de su cuerpo. Cuando el teléfono móvil sonó, vibrando estrepitosamente sobre la mesilla de noche, estuvo a punto de lanzarlo contra la pared, pero él pareció prever su movimiento, y se lo impidió con agilidad, mientras continuaba deslizando los labios sobre su piel.

—Contesta —susurró él contra su cuerpo—. Podría ser importante…

—Nooo…

—Contesta —insistió, levantándose y dejándola sobre la cama, mientras mantenía agarrada la mano en la que ella, aún amenazante, sostenía el teléfono.

Ángel la miró fijamente, asegurándose de que no arrojaría el teléfono, antes de soltar su mano y sonrió triunfante cuando ella, al fin, descolgó el aparato y se lo acercó a la oreja. Estaba más pendiente del cuerpo de Ángel, que se había recostado contra la pared, mirándola intrigado, que de la vocecilla al otro lado de la línea, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para comprender que se trataba del inspector Sánchez antes de poder hablarle con normalidad.

—Sí, estoy aquí, buenos días —consiguió articular cuando se hizo el silencio al otro lado del teléfono.

—La espero dentro de media hora en la comisaría, señora Martín.

—¿Puedo saber para qué? —preguntó, indignada.

—Necesito hablar de nuevo con usted, no puedo darle más detalles ahora.

—Está bien —aceptó— nos vemos en media hora.

La conexión se cortó y Luz lanzó el teléfono con furia, segura de que aquel ridículo hombrecillo había colgado sin siquiera sentir la necesidad de despedirse. El aparato podría haber quedado destrozado por el golpe si Ángel no lo hubiera cogido, con una sorprendente destreza, antes de que se estampara contra la pared en la que él continuaba apoyado.

—¿Qué te ha hecho exactamente el móvil para que tengas tantas ganas de matarlo? —dijo con media sonrisa, mientras se acercaba a ella, tendiéndole el teléfono.

—Era el inspector, quiere verme en la comisaría —explicó, con rabia.

Ángel musitó algo en señal de asentimiento mientras volvía a posar los labios sobre su piel, en el mismo lugar exacto donde antes había parado, y ella pensó que sería incapaz de continuar hablando.

—Dentro de media hora —consiguió decir, entre suspiros.

—Será imbécil —protestó Ángel, fijando de golpe sus ojos en los de ella con una intensidad que creyó que podría hacerle perder el sentido—. Tendremos que seguir después… —se resignó, dándose la vuelta en la cama y dejándose caer sobre su espalda, junto a ella—. ¿Quieres que te acompañe?

—¿Quieres acompañarme? —preguntó sorprendida, pero él sólo la miró, como si la respuesta fuera tan obvia que no necesitara contestación alguna—. No sé cuánto tardaré y tú debes tener cosas que hacer…

—Está bien. —Se levantó de golpe—. Pero intenta que no vuelva a encontrarte desvanecida en el lugar menos esperado. ¿Qué tal si nos vemos a la hora de comer en el restaurante del hotel?

—¿Es una cita? —preguntó Luz, divertida.

—Más bien una precaución… —bromeó él, pero el teléfono sonó de nuevo, interrumpiéndolo—. ¡No lo lances! Sólo contesta, suele dar mejores resultados.

Luz rió mientras descolgaba y caminaba hacia el cuarto de baño para asearse antes de ir a la comisaría. Contestó sin ganas, convencida de que era otra vez el maldito inspector que se había propuesto estropearle el día, pero se equivocaba. La voz al otro lado de la línea era femenina y agradable.

—Señora Martín, llamo de la Delegación Diocesana de Patrimonio Artístico y Cultural de Salamanca en referencia a una petición para acceder a los túneles subterráneos de la Catedral. —Luz escuchaba atónita a la mujer que hablaba con voz extremadamente pausada al otro lado de la línea, incapaz de responder ante lo inesperado de aquella llamada. Sabía que tarde o temprano tendría una respuesta a la solicitud que había realizado, pero estaba convencida de que la respuesta llegaría tarde, mucho más tarde, que tan temprano—. Quería comunicarle que se le ha concedido el acceso, de forma puntual, dadas sus credenciales académicas. Si le parece bien puedo citarla para esta misma tarde.

—¿Esta tarde? —preguntó, sin dar crédito a lo que estaba escuchando y no pudo evitar que su voz saliera casi con un grito.

—Si a usted le va bien, por supuesto. —La mujer al otro lado de la línea dudó—. Si lo prefiere podemos acordar cualquier otra fecha…

—No, no, esta tarde es perfecto —la interrumpió ella.

—De acuerdo ¿a las cinco le parece bien?

—Allí estaré —contestó sin dudarlo.

—El Padre Benito la esperará a las cinco en la conserjería. Un saludo.

Luz tardó un instante antes de reaccionar y asimilar que aquella misma tarde podría bajar a los viejos túneles que recorrían las entrañas de Salamanca, y, cuando quiso darse cuenta, Ángel estaba detrás de ella con una expresión de satisfacción en la mirada.

—¿Alguna novedad? —preguntó, divertido.

—Me han dado el permiso —contestó ella, asombrada aún por la noticia—. Para bajar a los túneles —explicó, y Ángel asintió mientras la abrazaba y besaba en el cuello—. Esta tarde, a las cinco.

—¿Esta tarde? —Él parecía ahora tan sorprendido como ella misma, fijando sus ojos en su reflejo en el espejo—. Y por supuesto has dicho que sí. No bajarás sola ahí abajo.

—¿Por qué no? —Luz se dio la vuelta, encarándose a él.

—Podría darte un montón de razones, pero debería bastarte con que quiero acompañarte.

Hubiera protestado y discutido con él hasta convencerlo de que estaba más que preparada y capacitada para bajar sola a aquellos túneles y a dónde fuera, pero tenía que llegar a la maldita comisaría en menos de veinte minutos y no podía dedicarse a pelear con Ángel sobre eso.

—Está bien —dijo al fin.

—¿Está bien, así, sin más? —Ángel pareció sorprendido.

—No, lo discutiremos a la hora de comer —dijo, sonriendo con picardía—. Ahora tengo que darme prisa si no quiero que el inspector Sánchez sume a su larga lista otro motivo para sospechar de mí.

La mañana era increíblemente clara y una suave brisa se movía en lo alto, aumentando la plácida sensación de tranquilidad que le proporcionaba la espléndida panorámica desde la aguja de la torre de la Catedral Nueva. La vista se perdía siguiendo el curso del Tormes hasta donde los edificios de la ciudad se confundían con la llanura y el claro horizonte. Desde que había puesto un pie en aquella ciudad no había conseguido disfrutar ni por un instante de la belleza que le ofrecía, ni de aquella calma que tiempo atrás tanto había agradecido. Allí arriba creía que podría llegar a fundir su etéreo ser con el viento, desaparecer confundido en el juego travieso de las corrientes, perderse entre el vapor de agua que flotaba formando esponjosas figuras, disolverse con la Creación y ser únicamente un elemento más, sin espíritu, ni forma, ni personalidad, sólo una parte más, igual de prescindible que necesaria, de aquel hermoso lienzo en movimiento que había ideado su Padre. Durante mucho tiempo, más del que recordaba, había deseado poder desaparecer, dejar de ser, redimir la culpa de su equivocada existencia. Por supuesto, no era posible, Él no lo permitía, y no había ser, ni siquiera él mismo, que pudiera acabar con su agonía. Nunca había conseguido entender los motivos de su creación, pero comprender por qué había estado condenado a existir incluso más allá de su voluntad, era algo que simplemente le resultaba imposible.

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