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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (28 page)

BOOK: No soy un serial killer
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—¿Tienes las llaves? —pregunté empujando a mi madre contra la puerta.

Rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó un llavero. El demonio bramó desde la recepción y yo respondí con otro alarido, liberando la tensión en forma de un rugido primario. Apareció tambaleándose por la esquina justo cuando mi madre abría la cerradura. Su cuerpo se descomponía a medida que caminaba, era como si estuviera chorreando. Cruzamos la puerta a toda prisa e irrumpimos en la habitación de atrás. Mi madre corrió hacia el fondo buscando una llave, pero yo encendí las luces y fui directo a un lateral. Enroscada en un ordenado montón estaba nuestra única esperanza: la cuchilla del trocar, descansando como la cabeza de una serpiente en un extremo de la aspiradora. Accioné el interruptor para ponerla en marcha y vi cómo el ventilador volvía lentamente a la vida.

—Esperemos que no nos deje tirados esta noche —dije y me lancé hacia la pared, junto a la puerta abierta.

Al otro lado de la habitación, mi madre giró la llave en la cerradura y abrió la puerta de fuera de golpe. Se volvió hacia mí y me miró aterrorizada.

—John, ¡está aquí!

El demonio irrumpió en la sala e intentó agarrar a mi madre con sus garras como relucientes cuchillas. Entonces, con todas mis fuerzas, le clavé el trocar, que emitía un suave zumbido, en mitad del pecho. Retrocedió un paso, tambaleándose, y abrió los ojos más de lo que yo creía posible. Oí un sonido húmedo cuando algo —la sangre, quizá, o el corazón entero— fue arrancado de cuajo de aquel cuerpo medio descompuesto y se deslizó por el tubo de la aspiradora. El demonio cayó de rodillas mientras más órganos y fluidos eran chupados por la máquina y oí el conocido y asqueroso chisporroteo de la carne que se convertía en la sustancia negra. El tubo se enroscaba y expulsaba humo de tanto calor. Me aparté y me quedé mirando mientras el propio cuerpo del demonio se devoraba a sí mismo y sacaba fuerzas y vitalidad de las extremidades para regenerar los tejidos que perdía. Parecía estar descomponiéndose ante mis ojos, y pequeñas olas de desintegración subían desde los dedos de las manos y de los pies por los brazos y las piernas, y avanzaban inexplicablemente por el torso.

No sé cuándo se acercó mi madre a mí pero de pronto fui vagamente consciente de que me estaba agarrando con fuerza mientras ambos mirábamos horrorizados. Yo no la abracé, simplemente me quede allí, mirando.

Pronto el demonio había dejado prácticamente de existir y un torso hundido y una cabeza nudosa me miraban fijamente desde un charco humeante de alquitrán en forma de hombre. Luchaba por tomar aire, aunque no parecía que tuviese los pulmones lo suficientemente enteros como para respirar. Lentamente me quité el pasamontañas y di un paso adelante, mostrándole una imagen perfecta de mi rostro. Pensaba que se iba a revolver, a volverse loco de rabia y dolor, desesperado por segar mi vida para salvar la suya. Pero en lugar de eso el demonio se calmó. Me vio acercarme y aquellos ojos amarillos me siguieron hasta que estuve justo delante de él. Le devolví la mirada.

El demonio respiró hondo y los pulmones, hechos polvo, se agitaron con el esfuerzo.

—«¡Tigre! ¡Tigre! —dijo. Su voz era un susurro áspero—. Luz llameante.» —Tosió con violencia y cada sonido que arrancaba estaba cargado de agonía.

—Lo siento.

No se me ocurría nada más que decir.

Respiró una vez más, con el aliento entrecortado, ahogándose con su propia materia en descomposición.

—No quería hacerle daño —dije; prácticamente le estaba suplicando—. No quería hacerle daño a nadie.

Los colmillos le colgaban marchitos de la boca como briznas de hierba seca.

—No… —dijo y un horrible ataque de tos lo calló—. No se lo digas.

—¿A quién? —preguntó mi madre.

Aquel rostro horrendo se crispó una vez más de rabia, esfuerzo o miedo y aquella voz espantosa pronunció una última frase con voz áspera.

—Recuérdame cuando ya no esté.

Asentí. El demonio miró hacia el techo, cerró los ojos y se hundió, se derrumbó, se deshizo en un montón informe de color negro chisporroteante. El demonio estaba muerto.

Fuera empezó a nevar.

Capítulo 19

Me quedé mirando el charco negro del suelo intentando comprender todo lo que había ocurrido. Un minuto antes aquella sustancia era el demonio y una hora antes, mi vecino: un anciano muy amable que amaba a su esposa y me daba chocolate caliente.

Pero no, la sustancia viscosa era solamente eso: los restos físicos de un cuerpo que en realidad nunca había sido del todo suyo. La vida, la mente o el alma o lo que quiera que fuese que hacía que un cuerpo estuviese vivo había desaparecido. Era un fuego y nosotros, el combustible.

«Recuérdame cuando ya no esté.»

—¿Qué era eso?

Levanté la mirada y vi a mi madre; fui consciente de que me sujetaba con fuerza por los hombros, de que tenía el cuerpo ligeramente delante del mío. Se había colocado entre el monstruo y yo pero ¿cuándo? Yo sentía la cabeza cansada y oscurecida, como una nube de tormenta cargada de lluvia.

—Era un demonio —dije.

Me aparté de ella y fui hasta el interruptor de la aspiradora. La apagué y el rumor, el ruido de interferencias, se extinguió y nos abandonó al silencio. El tubo estaba grotescamente retorcido, se había derretido y había formado un montón humeante y tóxico de rizos de plástico. Parecía el intestino de una bestia mecánica. La cuchilla del trocar estaba manchada de la sustancia viscosa y la saqué con cuidado de entre la masa del suelo sujetándola con dos dedos.

—¿Un demonio? —preguntó mi madre echándose hacia atrás—. ¿Qué… por qué? ¿Un demonio por qué? ¿Qué hace aquí?

—Quería comernos —dije— o algo así. Mamá, es el asesino de Clayton, la cosa que ha estado robando partes del cuerpo. Las necesitaba para sobrevivir.

—¿Está muerto?

Miré ceñudo el revoltijo del suelo, que parecía más una vieja hoguera que un cuerpo.

—Creo que sí. No sé muy bien cómo funciona esto.

—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó y se volvió hacia mí. Buscó con la mirada alguna señal en mi rostro—. ¿Por qué estabas fuera de casa?

—Por el mismo motivo que tú —mentí—. Oí un ruido y salí. Estaba en casa de los Crowley, haciendo algo; matándolos, supongo. Oí gritos. El doctor Neblin estaba en el coche de los Crowley, muerto, así que lo saqué de allí a rastras para que el demonio no lo encontrase. Entonces fue cuando tú saliste y el demonio vino hacia aquí.

Me miró la cara, el abrigo empapado de sangre, la ropa calada de nieve derretida y sudor helado. Yo la observé mientras dejaba de observarme y recorría la sala con la mirada y asimilaba las huellas de sangre que yo había dejado en la pared y en los mostradores, y el lodo humeante del suelo. Prácticamente podía leerle los pensamientos a medida que se mostraban en su rostro: conocía a aquella mujer mejor que a cualquier otra persona del mundo, y lo que le pasaba por la mente era más fácil de adivinar que lo que yo mismo pensaba. Estaba pensando en mi sociopatía y mi obsesión con los asesinos en serie. Pensaba en la vez que la amenacé con un cuchillo y en la manera en que miraba los cadáveres y en todas las cosas que había leído, oído y temido desde que descubrió, años antes, que yo no era como los demás niños. Quizá estuviera pensando en mi padre, que tenía cierta tendencia hacia la violencia, y se preguntaba hasta qué punto podía llegar —o había llegado— yo a seguir su camino. Lo repasó todo dentro de la cabeza, revisando los distintos panoramas e intentando decidir qué debía creer. Y entonces hizo una cosa que probaba sin duda alguna que yo no la comprendía en absoluto.

Me abrazó.

Abrió los brazos y me acercó a ella, me rodeó con una mano detrás de la espalda y otra en la cabeza, llorando. No de tristeza, sino con aceptación. Lloró aliviada, moviéndose suavemente atrás y adelante, atrás y adelante, empapándose de la sangre del abrigo y los guantes sin importarle lo más mínimo. Sabiendo que le gustaría, la rodeé con los brazos.

—Eres un buen chico —dijo estrechándome todavía más—. Eres un buen chico, lo que has hecho está bien.

Quería saber hasta qué punto había adivinado lo que había pasado pero no me atreví a preguntar. Simplemente la abracé hasta que ella tuvo bastante.

—Tenemos que llamar a la policía —dijo.

Retrocedió un paso y se frotó la nariz. Después cerró la puerta e hizo girar la llave.

—Y tenemos que llamar a una ambulancia por si ha hecho daño a los Crowley, como has dicho. A lo mejor siguen vivos.

Abrió un armario que había a un costado y sacó la fregona y el cubo, pero un momento después sacudió la cabeza y dijo:

—Querrán verlo tal como está ahora.

Bordeó la mancha viscosa con cuidado y se dirigió al pasillo.

—¿Estás segura de que es mejor llamar? —pregunté siguiéndola de cerca—. No sé si nos van a creer… —La seguí por el pasillo hasta la recepción, prácticamente pisándole los talones, intentando convencerla de que no telefoneara—. Podemos llevar a la señora Crowley al hospital, pero primero nos tendremos que cambiar de ropa; estoy lleno de sangre. ¿No crees que sospecharán de nosotros? —Me vi en la cárcel, en los tribunales, en una institución, en la silla eléctrica—. ¿Y si me arrestan? ¿Y si creen que yo maté a Neblin y a los demás? ¿Qué pasa si leen los documentos del doctor y creen que soy un psicópata y me encierran?

Mi madre se detuvo, dio media vuelta y me miró directamente a los ojos.

—¿Has matado a Neblin?

—Claro que no.

—Claro que no —dijo—. Y no has matado a nadie más.

Se echó atrás y se abrió el abrigo, mostrándome la sangre en los costados y en el camisón.

—Ambos estamos cubiertos de sangre y somos inocentes. Los policías entenderán que intentábamos ayudar y mantenernos con vida.

Soltó el abrigo y vino hacia mí; me cogió con fuerza de los brazos y se agachó lo suficiente como para que nuestras caras quedasen a unos centímetros de distancia.

—Pero lo más importante es que estamos juntos. No voy a permitir que te lleven a ninguna parte y nunca te voy a abandonar. Jamás. Somos una familia y siempre estaré aquí para ti.

Dentro de mí, algo cobró sentido por fin; me di cuenta de que llevaba toda la vida esperando oír aquellas palabras. Me aplastaron y me dejaron helado, todo a la vez, y me encajaron en el alma como si fueran la última pieza perdida de un rompecabezas. La tensión de la noche, de todo el día, de los últimos meses, salió de mí formando un torrente como la sangre que fluye de una vena abierta y por primera vez me vi como me veía mi madre: no como un psicópata ni un acosador ni un asesino, sino como un chaval triste y solitario. Me derrumbé sobre ella y me di cuenta, por primera vez en años, de que era capaz de llorar.

***

En los escasos minutos que pasaron antes de que llegara la policía y mientras mi madre iba a casa de los Crowley a ver cómo estaban, saqué el móvil del señor Crowley del abrigo que había dejado por ahí tirado. Por si acaso, rebusqué en los bolsillos del señor Neblin y cogí también el suyo. No tenía tiempo de deshacerme de ellos adecuadamente, así que, junto con el de Kay, los tiré al bosque por encima de la valla trasera de los Crowley. Allí atrás no había huellas, solamente hectáreas de nieve intacta, así que tenía la esperanza de que quedasen a salvo hasta que tuviera oportunidad de buscarlos y deshacerme de ellos de forma más permanente. En el último momento, justo a tiempo, me acordé del GPS y saqué la segunda unidad de debajo del asiento del coche de los Crowley. También los tiré al bosque, justo cuando se empezaba a oír la sirena del primer coche.

Enseguida, a las estridentes sirenas siguieron fogonazos de luz y una larga fila de coches patrulla, ambulancias, una unidad toxicológica e incluso un camión de bomberos. Los vecinos miraban desde el porche o la ventana, temblando, en zapatillas y con un abrigo por encima, mientras un ejército de uniformes formaba por la calle y acordonaba la zona. Encontraron el cuerpo de Neblin y lo fotografiaron; a Kay, que seguía inconsciente, la trataron y la llevaron directamente al hospital; a mi madre y a mí nos interrogaron y el desaguisado de la funeraria fue estudiado y catalogado con detenimiento.

El miembro del FBI que había visto en las noticias, el agente Forman, estuvo casi toda la noche haciéndonos preguntas en la funeraria: primero juntos, después en solitario mientras el otro se lavaba y cambiaba. A él, y a todo el que preguntó, le conté la misma historia que a mi madre: que había oído un ruido, había salido para ver qué era y había visto al asesino entrar en casa de los Crowley. Me preguntaron si sabía dónde estaba el señor Crowley y dije que no lo sabía; también por qué había decidido mover el cuerpo de Neblin y no se me ocurría nada que no sonase a locura, así que respondí que simplemente en aquel momento me había parecido una buena idea. La masa viscosa de la parte de atrás la pasamos por alto: dijimos que no teníamos ni idea de cómo había llegado hasta allí. No sabía si nos habían creído o no, pero al final todo el mundo parecía estar satisfecho.

Antes de que se marcharan me preguntaron si necesitaba hablar con un especialista en pérdidas de seres queridos para ayudarme a superar la desaparición simultánea de dos hombres a los que conocía relativamente bien, pero contesté que ir a un terapeuta para hablar de mi primer terapeuta me parecía una especie de traición. Nadie rió. Al doctor Neblin le habría hecho gracia.

Por la mañana la historia se había extendido y había mutado: el asesino de Clayton había matado a Bill Crowley cuando, de noche, éste salió a dar una vuelta en coche y después había asesinado a Neblin de camino a casa de los Crowley. Una vez allí, el asesino había torturado y golpeado a Kay hasta que los vecinos —mi madre y yo— se dieron cuenta de que pasaba algo y lo interrumpieron. El asesino vino a por nosotros pero se escapó cuando nos resistimos y no dejó ningún rastro a excepción de la misteriosa mancha negra que ya conocíamos del resto de ataques. Nadie se iba a creer que el atacante era una especie de monstruo en estado de desintegración, así que ni nos molestamos en explicarlo.

Por supuesto, la historia tenía suficientes flecos como para que empezaran a circular rumores; no se encontró el cuerpo del asesino ni de Crowley, así que podían seguir vivos en alguna parte. Sin embargo, yo sabía que la larga ordalía había llegado a su fin. Por primera vez en varios meses, me sentí tranquilo.

Supongo que podrían haber sospechado de mí si Kay no hubiese sido mi defensora más incondicional. Le juró a la policía que era un buen chico y un buen vecino, y que nos queríamos como si fuéramos parientes. Cuando encontraron una pestaña mía en su habitación, ella les contó que había ayudado al señor Crowley con las bisagras de la puerta; cuando encontraron huellas dactilares en las ventanas del coche, les explicó que le había ayudado a comprobar el aceite y la presión de las ruedas. Cualquier pregunta que hiciesen tenía explicación porque durante dos meses enteros había estado en su casa prácticamente todos los días. Las únicas pruebas condenatorias estaban en los móviles, pero de momento nadie los había encontrado.

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