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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (22 page)

El vapor que desprendía hirvió a su alrededor y de pronto el cuerpo sufrió un espasmo. Di un salto atrás, resbalé en el hielo y me caí de espaldas. El demonio levantó la cabeza repentinamente y luchó por coger aire con aquella boca tan llena de colmillos que ni parecía real. Me levanté como pude y retrocedí. El demonio se apoyó débilmente sobre los brazos y se giró hacia mí; sus oscuros párpados se deslizaron grotescamente sobre aquellos grandes ojos cristalinos, como si no me viera bien. Me toqué la cara para asegurarme de que todavía llevaba el pasamontañas puesto. En medio de tanta oscuridad seguramente no podía distinguir quién era. Los colmillos brillaban tenuemente en la oscuridad, pálidos y fosforescentes. Se arrastró hacia mí y recorrió la distancia de una de sus zarpas con extrema dificultad, antes de volver a derrumbarse sobre el hielo. Tosió y giró la cabeza como buscando algo y, cuando su mirada recayó sobre los restos destrozados del padre de Max, se olvidó de mí y se arrastró penosamente hacia ellos.

Di unos pasos a su alrededor para ver si podía mover el cadáver y alejarlo para que el demonio no lo alcanzara, pero ya estaba demasiado cerca. Había perdido mi oportunidad. El demonio se iba a regenerar y luego iba a venir a por mí. Mi única esperanza era que con aquella oscuridad no me hubiera reconocido. Si me alejaba rápidamente y mantenía la ventaja, quizá no llegaría a saber nunca que era yo quien había estado allí.

Mi casa estaba a veinte minutos en bici de día, pero llegué en diez: atravesé a toda velocidad las calles vacías por el centro de la calzada, crucé las intersecciones como un bólido y sin pensar en el peligro, y sólo presté atención a la nieve para evitarla y no dejar huellas.

Aparqué la bici con cuidado en el lateral de la pared, intentando dejarla exactamente en la posición anterior, por si acaso; la casa debía tener el mismo aspecto que cuando se marchó para que no sospechase de mí. Subí las escaleras con sigilo y escuché a través de la puerta; el televisor estaba apagado y parecía que mi madre se había ido a la cama. Abrí la puerta sin hacer ruido, me adentré con cautela en la oscuridad de la casa y cerré la puerta detrás de mí. Me saqué los guantes y el pasamontañas, contento de estar en un lugar caliente, y me dejé caer sobre el sofá, cansado. Estaba a salvo.

Sin embargo había algo que no cuadraba y no caía en qué era.

Todo parecía estar en silencio, pero no demasiado: el reloj de la cocina hacía el mismo ruido de siempre, la caldera sonaba como de costumbre. Escuché a través de la puerta del dormitorio de mi madre mientras me frotaba las manos en aquel frío y oí una respiración pausada y uniforme. Todo estaba correcto.

Pero ¿por qué tenía frío? Al principio no me había dado cuenta porque allí se estaba mucho mejor que en la calle, pero entonces ya notaba, sobre todo en el pasillo, que hacía mucho más fresco de lo normal. Abrí la puerta para mirar en mi habitación, pero el pomo no giraba. Estaba cerrado.

Había salido por la ventana, no por la puerta, y ésta seguía abierta.

El señor Crowley iba a llegar a casa en cualquier momento queriendo saber quién lo había estado vigilando e iba a ver la ventana abierta y las huellas en la nieve debajo. Empezaría a pensar y a preguntarse si ya estaba abierta cuando se había ido. Iba a venir a comprobarlo y me encontría solo y a oscuras, sin poder entrar en la habitación, totalmente despierto a la una de la mañana. Mi madre se despertaría y me preguntaría delante de él que cómo había salido de la habitación. Él ya lo sabría y nos mataría a los dos.

Empecé a bajar las escaleras para salir y cerrar la ventana, pero eso iba a ser peor: llegaría, me encontraría fuera intentando entrar por la ventana del segundo piso y sabría que lo había seguido.

La puerta de mi habitación se abría hacia dentro, así que no podía forzar las bisagras. Pensé en abrirla de una patada pero no sabía si iba a ser capaz; de lo que sí estaba seguro era de que mi madre se iba a despertar con el ruido y que nunca me perdonaría que rompiera una puerta. Me asombraba que pudiese dormir con tanto frío. Miré fuera por la ventana del salón: la calle estaba vacía. Aún no había vuelto, tenía tiempo. ¿Qué podía hacer?

Si Crowley veía que me escondía iba a sospechar pero ¿y si no me escondía? La calle seguía vacía; me quité el abrigo y me puse uno viejo —de un color diferente al que me había visto— y salí a la calle sin guantes ni pasamontañas. Llegué al montón de nieve que había debajo de mi ventana y me subí encima justo a tiempo. Los faros del coche del señor Crowley aparecieron al final de la calle, a lo lejos. Los observé mientras se acercaban más y más, vi cómo el coche aparecía ante mis ojos y justo cuando frenaba salí corriendo delante de él, agitando los brazos como un loco a la luz de los faros. Frenó de golpe y bajó la ventanilla.

—John, ¿qué diantres haces aquí fuera?

—¿Puedo dormir en su casa esta noche? —pregunté.

—¿Qué?

—Mi madre y yo nos hemos peleado y he saltado por la ventana. Iba a escaparme, pero… hace mucho frío. ¿Puedo dormir en su casa, por favor?

Miró al otro lado de la calle, a mi ventana y la vio abierta, con las cortinas ondeando levemente con la brisa.

—Por favor.

—No creo que sea buena idea. Mi casa no es… John, no es seguro que estés en la calle, así, a estas horas. Hay… gente merodeando. No es seguro para ti ni para tu madre.

—No me lleve a casa —dije intentando llorar. Imposible—. No quiero que sepa que me he marchado.

Se quedó pensando un momento. Se le veía en mejor forma que antes, más alerta y sereno, y con un paso mucho más firme. Apenas se notaba que había estado enfermo.

—Si prometo no decírselo a tu madre, ¿volverás a casa?

—La puerta de mi cuarto está cerrada desde dentro, no puedo entrar. Y si me ve en el salón se dará cuenta de que me he marchado.

Pensó un poco más y miró a su alrededor, nervioso. Era obvio que creía que su acosador lo vigilaba.

—Tengo una escalera que nos valdrá —dijo finalmente—. Te meteremos en casa por ahí, pero tienes que prometerme que no volverás a escaparte así.

—¿Y no le dirá nada a mi madre?

—Te lo prometo —contestó—. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

Me dejó allí para meter el coche en la entrada y entre los dos sacamos la escalera extensible del cobertizo y la pusimos debajo de mi ventana.

—¿Puede guardarla usted solo? —pregunté.

—Soy un viejo —dijo con una sonrisa—, pero no un inútil.

—Gracias —repliqué y subí.

Entré por la ventana, lo saludé con la mano y él recogió la escalera y se la llevó. La cerré bien, corrí la cortina y lo observé desde la oscuridad. Lo había engañado una vez más.

El señor Crowley guardó la escalera y entró en casa, pero no cerró la puerta. Yo me quedé vigilando, intrigado, y un momento después volvió a salir e hizo una cosa que no me esperaba: escribió algo en un pedazo de papel y lo enganchó en la puerta. Busqué los prismáticos en la oscuridad e intenté enfocar la nota sin mover las cortinas. Estaba demasiado oscuro para leerla. Me quedé junto a la ventana toda la noche, esperando, y cuando llegó la mañana miré y por fin leí con los prismáticos, en la tenue luz de antes del amanecer.

NO HAS CONSEGUIDO IMPEDÍRMELO

Y NUNCA PODRÁS

Era una nota para el que lo acosaba. Hacía ostentación de su poder y prácticamente prometía seguir matando más y más gente. Apenas había pasado una semana desde la última vez, ¿cuántos días tardaría hasta la próxima víctima? Independientemente de cuánto amaba a su mujer o ayudase a su vecino, era un asesino maligno que mataba a sangre fría. Él era un demonio. «Eso» era un demonio.

Y «eso» tenía que morir.

Capítulo 15

A la mañana siguiente, el último asesinato salió en todas las noticias. Roger Bowen, camionero local, marido y padre, había sido encontrado partido por la mitad en la calle, delante de su casa. El asesino no se había molestado siquiera en mover el cadáver, mucho menos en esconderlo.

Mi madre parecía querer abrazarme para tranquilizarme, o tranquilizarse ella, y hacerme saber que todo iba a ir bien. Imagino que eso es lo que se supone que las madres deben hacer y me sentí culpable porque la mía no pudiese. Por la forma en que me miraba tenía claro que quería consolarme y que también sabía que no lo necesitaba. Yo no estaba triste, sino pensativo. No me sentía mal porque el padre de Max estuviera muerto, sino que me culpaba por no haber sido capaz de impedir al asesino que lo matara. Entonces me pregunté si todo aquello lo hacía para salvar a los buenos o si simplemente quería matar al malo. También me pregunté si eso importaba.

Después de un rato mi madre me preguntó si quería llamar a Max y, objetivamente, yo sabía que eso era lo que debía hacer pero no sabía qué decirle, así que no le llamé. Del mismo modo que nadie podía consolarme, yo no era capaz de hacerlo con ninguna otra persona: se trataba del reino de la empatía, y en ese terreno yo era completamente inútil. Supongo que podría haberle dicho: «Eh, Max, sé quién asesinó a tu padre y lo voy a matar.» Pero no soy idiota; sociópata o no, soy lo suficientemente listo como para saber que las personas no se hablan así. Era mejor mantener esto en secreto.

En cuanto la policía despejó la escena del crimen el sábado por la noche, se celebró un velatorio para el padre de Max. No era un funeral, porque el equipo forense del FBI estaba a punto de hacer la autopsia, sino una simple reunión de gente a la que todo el mundo acudió a encender velas, y rezar o lo que fuera. Yo prefería quedarme vigilando la casa de Crowley pero mi madre me obligó a ir. Rescató un par de velas de algún cajón y fuimos hasta allí en coche. Me sorprendí por la cantidad de gente que había.

Max estaba sentado en el porche, rodeado de su hermana y su madre, y toda la familia Bowen que había venido de fuera de Clayton para ofrecer consuelo. Pensé que querrían mantenerse lejos de un pueblo amenazado por un asesino en serie pero ¿qué sé yo? Supongo que las conexiones emocionales te obligan a hacer estupideces.

Margaret se unió a nosotros y dejamos flores en la calle, en el lugar donde habían encontrado el cuerpo; ya había un montón enorme. Alguien había iniciado otra pila para Greg Olson, que también era un hombre con familia y seguía desaparecido, pero el suyo no era ni mucho menos tan grande; mucha gente seguía empeñada en que era culpable de algo. La señora Olson y su hijo estaban allí, solidarizándose con la comunidad, pero iban acompañados de una escolta policial que estaba por allí cerca por si alguien empezaba una bronca.

Tenía frío y estaba nervioso porque quería volver a casa para vigilar a Crowley; pero, más que nada, estaba aburrido. Todo lo que hacíamos allí era estar de pie con una vela en la mano y no le veía ninguna utilidad. No hacíamos nada productivo: ni buscábamos al asesino ni protegíamos a los inocentes ni le íbamos a dar a Max un padre nuevo. Simplemente estábamos allí, sin más, pululando y viendo cómo las diminutas e impotentes llamas derretían las velas, gota a gota.

Al menos en la reunión de vigilancia del vecindario había una hoguera. Podría encender un fuego: nos podríamos calentar, estar a la luz de las llamas y… bueno, tendríamos una gran hoguera. Eso ya contaba como recompensa. Miré a mi alrededor buscando algo que pudiese prender, pero de pronto mi madre me arrastró hasta el otro extremo del grupo de gente.

—Hola, Peg —dijo y abrazó a la señora Watson.

Brooke y su familia acababan de llegar y estaban todos llorando. Brooke tenía la cara mojada por las lágrimas, redondas y con relieve como si fueran ampollas, y hube de hacer un gran esfuerzo por no estirar la mano y tocarlas.

—Hola, April —dijo la señora Watson—. Es terrible, ¿no crees? Es tan… Brooke, cariño, ¿puedes llevar las flores? Gracias.

—John te enseñará dónde están —dijo mi madre rápidamente, volviéndose hacia mí.

Me encogí de hombros.

—Vamos —dije y Brooke y yo atravesamos el gentío—. Menos mal que estoy aquí —dije medio en broma, medio avergonzado—, el gran montón de flores en mitad de la calle es bastante difícil de encontrar.

—¿Lo conocías? —preguntó Brooke.

—¿A Max?

—A su padre.

Se secó las lágrimas con una mano enguantada.

—No mucho —dije.

De hecho lo conocía bastante bien: era fanfarrón y arrogante, y hablaba demasiado de cualquier cosa sobre la que se hubiera formado media opinión. Lo odiaba. Max lo idolatraba pero le iba a ir mejor sin él.

Llegamos al montón y Brooke dejó las flores.

—¿Por qué hay dos pilas? —preguntó.

—Ésa es por el que está desaparecido, Greg Olson.

Se arrodilló y sacó una flor del ramo que había dejado y dio un paso en dirección al montón más pequeño.

—Brooke… —dije y me quedé callado.

—¿Qué? —Se le oscureció el rostro—. No creerás que es el asesino, ¿verdad?

—No, pero… ¿Crees que esto sirve de algo? Tiramos flores en la calle y mañana mata a otra persona. Así no conseguimos nada.

—Yo creo que sí —dijo Brooke. Se secó la nariz. Tenía los ojos rojos de llorar—. No sé qué pasa cuando morimos ni adónde vamos pero tiene que haber algo, ¿no? El cielo, otro mundo. A lo mejor nos están mirando, no sé… Quizá puedan vernos. —Dejó la flor en la pila de Greg Olson—. Y si nos ven, a lo mejor se ponen contentos al saber que no nos hemos olvidado de ellos.

Se abrazó a sí misma temblando de frío y miró hacia la oscuridad.

—Max se acuerda muchísimo de su padre —dije—, pero eso no significa que vaya a volver. ¿Y qué hay del resto? Ha matado a gente de la que no sabemos nada, estoy seguro. Si ocultó el cadáver de Greg Olson, seguramente habrá escondido el de otros. Si el recuerdo es tan importante, ¿qué pasa con ellos? Nadie los echa de menos.

Los ojos de Brooke volvieron a llenarse de lágrimas.

—Es terrible.

Tenía la cara roja del frío, como si alguien le hubiese dado una buena bofetada en cada mejilla. Mirarla me hacía enloquecer, sentí que la respiración se me aceleraba.

—No quería entristecerte —dije.

Miré mi vela, miré el corazón de la llama. «Recuérdame….»

Brooke cogió otra flor de su ramo y la puso a un lado, la tercera pila de la calle.

—¿Qué haces?

—Es para los otros —dijo.

Pensé en el vagabundo que estaba en el fondo del lago. ¿Le importaba a él que una niña estúpida pusiera una flor en la calle para él? Seguía en el fondo del lago, y el hombre que lo había dejado allí seguía matando y la flor no iba a remediar ninguna de las dos cosas.

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