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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (4 page)

Me desperté agotada y bañada en sudor. Abrí los ojos y vi a mi compañera. Me miraba atentamente. Viendo que había salido del sueño, continuó con su trabajo.

—¿Por qué no me seguiste?

—La guardia prendió una linterna cuando yo iba a salir. Seguramente oyó ruido… y yo había hecho mal el bulto. Ella se dio cuenta enseguida que yo no estaba en la cama.

—¿Quién era?

—Era Betty.

No quería saber más. De alguna manera le tenía resentimiento por no haber tratado de averiguar qué me había pasado. Pero por otro lado me aliviaba no tener que hablar de cosas que me dolían demasiado. Sentada en el suelo, con esa cadena en el cuello, repasé todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas. ¿Por qué había fracasado? ¿Por qué estaba de nuevo en esa jaula, cuando había estado libre, totalmente libre, a lo largo de esa noche fantástica?

Me obligué a pensar en los instantes agobiantes que acababa de vivir en los pantanos. Hice un esfuerzo sobrehumano para obligarme a abrir los ojos sobre el ensañamiento bestial de esos hombres. Quise darme el permiso de poner palabras sobre lo vivido, para cauterizar mis heridas y limpiarme.

Mi cuerpo se rebelaba. Recogí rápidamente los varios metros de cadena tirados a mis pies, salí de un brinco de la jaula, y presa de pánico le pedí al guardia permiso de ir a los chontes. Él no se tomó la molestia de responderme, sabiendo que yo seguiría de largo, cubriendo a grandes pasos la distancia que me separaba del lugar que nos servía de letrinas. Mi cuerpo guardaba en memoria este trayecto y sabía que no alcanzaría a llegar. Lo inevitable ocurrió un metro antes de tiempo. Me agaché al pie de un árbol joven y vomité hasta las tripas.

Quedé con el estómago vacío, sacudida por contracciones secas y dolorosas, que no dejaban subir ya nada. Me sequé la boca con el revés de la mano y miré hacia el cielo ausente. No había más que verde. El follaje cubría el espacio en forma de domo. Ante la inmensidad de esta naturaleza, me sentía encoger aún más, con los ojos humedecidos por el esfuerzo y la desesperanza.

«Tengo que lavarme».

Faltaba mucho para la hora del baño, demasiado para alguien que no tenía nada mejor que hacer que rumiar su repugnancia.

Tenía puesta la ropa empapada de la víspera y olía espantosamente mal. Quería hablar con el comandante, pero sabía que se negaría a recibirme. Sin embargo, la idea de molestar a un guardia me dio la energía para sacudirme la apatía y formular mi petición. Por lo menos, se sentiría molesto de tener que darme una respuesta.

El guardia me observaba con desconfianza, esperando a que yo le hablara. Había enderezado su fusil por precaución, apoyándoselo contra el estómago, una mano sobre el cañón y la otra sobre la culata, en posición de alerta.

—Acabo de vomitar.

—Necesito una pala para tapar.

—Dígale al comandante que necesito hablarle.

—Vuelva a la jaula. No tiene permiso pa' salir.

Obedecí. Lo veía que reflexionaba a toda velocidad, desconfiado, asegurándose de que yo me hubiera alejado lo suficiente del puesto de vigilancia. Luego, con aire autoritario y un gesto tosco, hizo el ademán de llamar al guerrillero más a la mano. El otro se acercó sin prisa. Los vi cuchichear al tiempo que me miraban de soslayo. El segundo hombre se fue. Volvió con un objeto que escondía en la mano.

Al llegar al pie de la jaula, saltó ágilmente al interior. Tomó con rapidez el extremo libre de mi cadena, le dio vuelta a una viga y lo aseguró con un gran candado.

Estaba claro que esta cadena que llevaba al cuello, más allá del peso y la molestia constante que representaba, era también testificación de debilidad: tenían miedo de que yo lograra escaparme de veras. Me parecían deplorables, con sus fusiles, sus cadenas, su gran número de guardias, todo eso para hacerles frente a dos mujeres indefensas. Eran cobardes en su violencia, medrosos en una crueldad que se ejercía bajo el mando de la impunidad y sin testigos. Las palabras de la joven guerrillera me volvieron a la mente. No las había olvidado. Había querido advertirme que era una orden. Me lo había dicho.

¿Cómo era posible que se diera una orden así? ¿Qué podía pasar por la cabeza de un hombre que les exigía eso a sus subalternos? Sentía que me había vuelto tonta en esta selva como si en ese entorno hostil hubiese perdido buena parte de mis facultades. Era esencial para mí abrir una puerta que me ayudara a reencontrar mi lugar en el mundo, o mejor, a reencontrar el lugar del mundo en mí.

Yo era una mujer adulta, con la cabeza en su puesto. ¿Lograr comprenderme sería de algún alivio? Tal vez no. Hay órdenes que se deben desobedecer, pase lo que pase. Obviamente, la presión del grupo pesaba mucho. No solamente la de los tres hombres entre ellos, que habían recibido la orden de traerme y castigarme, y que los había llevado a encarnizarse en su barbarie, sino también la presión del resto de la tropa, que los aclamaría si habían cumplido bien su tarea de maltratarme. No eran ellos, era la imagen que querían tener de sí mismos, lo que había resultado fatal para mí.

Alguien pronunció mi nombre y me sobresalté. El guardia estaba de pie frente a mí. No lo había oído venir. Abrió el candado. Yo seguía sin entender qué pasaba. Lo vi arrodillarse y ponerme la cadena formando un ocho entre mis pies; luego la cerró con el mismo candado enorme. Desilusionada, hice el ademán de volver a sentarme, lo que lo fastidió. Entonces se dignó informarme que el comandante me quería ver.

Lo miré con los ojos desorbitados y le pregunté cómo pretendía que caminara con esos hierros entre las piernas. Me agarró del brazo para ponerme de pie y me sacó a empujones de la jaula. Todo el campamento estaba en primera fila para asistir al espectáculo.

Miraba mis pies, pendiente de coordinar mis pasos y de evitar cruzar alguna mirada. El guardia me ordenó apurarme, dándoselas delante de sus camaradas. No respondí y como era evidente que no tenía intención de obedecerle, se puso realmente molesto, preocupado de no quedar como un idiota delante de sus compañeros.

Llegué al otro extremo del campamento donde estaba la carpa del comandante Andrés. Trataba de adivinar cuál sería el tono que escogería para esta audiencia tan particular.

Andrés era un hombre que acababa de llegar a la madurez, tenía los rasgos finos y la piel tostada. Nunca me había resultado completamente antipático, a pesar del hecho de que desde el primer día en que había asumido el comando se había empeñado en hacerse inaccesible. Adivinaba en él un fuerte complejo de inferioridad. No lograba salir de su desconfianza enfermiza sino cuando la conversación se desviaba hacia las cosas de la vida. Estaba locamente enamorado de una jovencita bonita y sedienta de poder, que lo manejaba con el dedo chiquito. Era evidente que ella se aburría con él, pero el hecho de ser la mujer del comandante le permitía gozar de los lujos de la selva; la muchacha reinaba sobre sus compañeros, y, como si fuera una consecuencia directa de ello, iba engordando a la vista. ¿Pensaba el comandante que yo podía serle útil para descifrar los secretos de ese corazón femenino que él buscaba poseer más que cualquier otra cosa? El hecho es que dos veces había venido a hablar conmigo, dando rodeos sin atreverse a poner sobre la mesa sus preocupaciones. Yo lo ayudaba a sentirse cómodo, a hablar de su vida, a hacer confidencias. De cierta forma, eso me daba la sensación de ser útil.

Andrés era, ante todo, un campesino. Su gran orgullo residía en haber logrado adaptarse a las exigencias de la guerrilla. Menudo pero fornido, sabía hacer mejor que cualquiera lo que le exigía a su tropa. Se ganaba el respeto de sus subalternos rectificando él mismo lo que ellos hacían mal. Su superioridad se fundaba en la admiración que generaba entre la muchachada. Pero tenía dos debilidades: el alcohol y las mujeres.

Lo encontré desgualetado en su caleta, entregado a hacerse cosquillas con Jessica, su compañera, cuyas carcajadas resonaban más allá del río. Sabía que yo estaba ahí, pero no tenía la menor intención de suspender la diversión por mí. Esperé pues, hasta que se le diera la gana. Andrés terminó por voltearse, echándome una mirada con estudiado desprecio, para preguntarme qué era lo que yo quería.

«Desearía hablarle, pero me parece que sería mejor que estuviéramos solos». Andrés se sentó, se pasó las manos por el pelo y finalmente le pidió a su compañera que nos dejara solos. Ella obedeció con desgano, haciendo una mueca con la boca y tomándose su tiempo. Después de unos minutos, le ordenó al guardia que me había llevado irse también. Finalmente, me dirigió la mirada.

La animosidad y la dureza que Andrés exhibía querían significar que no era en absoluto sensible al espectáculo de la criatura arrasada y encadenada que tenía frente a sí. Nos evaluábamos mutuamente. Era incómodo asistir a una escena en la que yo era el eje central y que ponía al desnudo todos los engranajes de los mecanismos humanos. Sabía que muchas cosas entraban en juego, como las ruedas dentadas de un reloj que dependen las unas de las otras para ejecutar el movimiento.

En primer lugar, yo era mujer. El comandante habría podido mostrarse indulgente ante un hombre, y ese gesto de nobleza habría contribuido a aumentar su prestigio. Pero ahora, rodeado por docenas de ojos que lo escrutaban con crecida avidez, ya que no podían escucharlo, debía aún más mantener una compostura impecable. Me trataría con aspereza, para no correr el riesgo de parecer débil. En segundo lugar, lo que habían hecho era infame. Los códigos escritos según los cuales se regían las Farc no les dejaban margen para la duda. Debían, entonces, refugiarse en las zonas grises de lo que ellos llamaban los avatares de la guerra: yo era el enemigo y había intentado escaparme.

El castigo al cual me habían sometido no podía ser considerado como un error que fuera necesario justificar, ni siquiera como una metedura de pata que hubiera que esconder. Ellos querían considerar lo que había pasado como el precio que yo debía pagar por la afrenta semejante de haber burlado la guardia. No había, pues, sanciones para sus hombres, ni mucho menos consideración para conmigo.

Yo era una mujer instruida y, por lo tanto, muy peligrosa. Yo podría buscar manipularlo, enredarlo y perderlo. Él estaba más prevenido que nunca, inamovible en todos sus prejuicios y todas sus culpabilidades.

Yo estaba de pie frente a él, revestida de esa serenidad que produce el desapego. No tenía nada que demostrar, estaba vencida, mortificada hasta lo indecible. No había lugar en mí para el amor propio. Yo podía vivir con mi conciencia, pero quería entender cómo podía él vivir con la suya.

El silencio que hubo entre nosotros fue producto de mi determinación. Él quería ponerle fin, yo quería observarlo a mis anchas. El me miraba con desprecio, yo lo examinaba con curiosidad. Los minutos transcurrían lentos como un suplicio. «Bueno, ¿y qué es lo que me quiere decir?». Me desafiaba, indispuesto por mi presencia, por mi silencio obstinado. Entonces me escuché retomar en voz alta una conversación que sostenía en mi interior desde que había vuelto a la jaula.

Imperceptiblemente lo fui llevando a la intimidad de mi dolor y, a medida que le revelaba la profundidad de mis heridas, como quien expone ante un médico su llaga supurante, lo veía palidecer, incapaz de interrumpirme, fascinado y asqueado a la vez. Ya no tenía necesidad de hablar de ello para liberarme. De allí que podía describirle con precisión lo que había vivido.

El comandante me dejó terminar. Sin embargo, cuando alcé los ojos, dejando ver así mis secretas ganas de escucharlo, él recuperó su compostura y me asestó el golpe que había preparado meticulosamente mucho antes de que yo llegara: «Usted dice eso. Mis hombres dicen otra cosa…». Estaba acostado de medio lado, apoyado en un codo, jugando distraídamente con una ramita que tenía en la boca. Alzó la mirada hacia el frente, hacia las otras caletas que estaban dispuestas en semicírculo alrededor de la suya, donde la tropa se había instalado para tratar de seguir nuestra conversación. Hizo una pausa y concluyó: «… y yo creo lo que mis hombres me dicen».

Me puse a llorar sin recato, incapaz de calmar el torrente de lágrimas. Mi reacción era tanto más inesperada cuanto que yo no lograba identificar el sentimiento que la había desencadenado. Traté de hacer frente a esta inundación, secándome con mis mangas que hedían a vómito, retirándome el pelo que se pegaba a mis mejillas bañadas en lágrimas, como para aumentar mi confusión. Me reprochaba a mí misma por esta falta de control. Mi rabia me daba un aspecto lamentable y la conciencia de ser observada no hacía más que aumentar mi torpeza. La idea de irme, de hacer el recorrido de vuelta, encadenada como estaba, me obligó a concentrarme en la simple mecánica del desplazamiento y me ayudó a ocultar mis emociones.

Andrés, ahora sin sentirse sometido a evaluación, se relajó y dio rienda suelta a su crueldad. «Yo tengo un corazón sensible… No me gusta ver llorar a una mujer, y menos si es una prisionera. Nuestro reglamento dice que debemos tratar a los prisioneros con consideración…». Sonreía de oreja a oreja, sabiendo que su público gozaba con la función. Con un dedo, le indicó al guerrillero que se había ensañado contra mí que se acercara. «Quítele las cadenas. Vamos a demostrarle que las Farc saben tener compasión».

Me violentaba hasta el extremo tener que soportar las manos de este hombre rozándome la piel al introducir la llave en el candado que me colgaba del cuello. El guerrillero tuvo la inteligencia de no demorarse demasiado; luego se arrodilló sin mirarme para retirar la cadena que me retenía los pies.

Aliviada de ese peso, me preguntaba qué hacer. ¿Debía irme ni pedir nada más o debía agradecerle al comandante su gesto de clemencia? Su indulgencia era el resultado de un juego pernicioso. Su objetivo era humillarme aún más, con una maniobra ingeniosa que me dejaba en deuda con mi verdugo. Andrés lo había planificado todo, usando a sus subordinados para que hicieran el trabajo sucio. De autor intelectual de su vileza, quería pasar a convertirse en juez.

Opté por una salida que en otra época me habría costado mucho. Le agradecí con todas las formas de la cortesía. Sentía la necesidad de ataviarme de ritos, recobrar aquello que hacía de mí un ser humano civilizado, moldeado por una educación que se inscribía en una cultura, en una tradición, en una historia. Como nunca en mi vida, sentía la necesidad de alejarme de la barbarie. El comandante me miró sorprendido, sin saber si me estaba burlando de él o si al fin había terminado por agachar la cabeza.

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