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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (3 page)

Ahí estaba el río. Yo lo veía correr, encabritado, arrastrando con furia árboles enteros que parecían pedir ayuda. El agua bajando a borbotones me acobardó. Había, no obstante, que lanzarse al agua y dejarse llevar. Ese era el precio de la salvación.

Permanecí inmóvil. La ausencia de un peligro inminente reprimió mis instintos de supervivencia y atendí la voz de la prudencia para no tirarme al agua. La cobardía tomaba forma. Aquellos troncos que giraban en el agua y desaparecían para salir a flote más adelante, con sus ramas extendidas hacia el cielo, eran yo misma. Me veía sumergida en ese mar de barro. Mi cobardía inventaba pretextos para aplazar mi partida. Con mi compañera, probablemente no habría dudado; habría visto en esos troncos que arrastraba la corriente unos flotadores salvavidas. Pero tenía miedo. Era un miedo hecho de una serie de patéticos pequeños miedos lamentables. Miedo de volver a estar empapada, ahora que había logrado calentarme con la caminata. Miedo de perder el morral con las escasas provisiones que contenía. Miedo de que la corriente me arrastrara. Miedo de estar sola. Miedo de tener miedo. Miedo de morir estúpidamente.

En medio de esta reflexión que me dejaba vergonzosamente desnuda ante mis propios ojos, comprendí que no era más que un ser mediocre y cualquiera. No había sufrido aún lo suficiente para albergar en las entrañas la rabia necesaria para luchar a muerte por mi libertad. Seguía siendo un perro que, a pesar de los golpes, esperaba su hueso. Miré a mi alrededor, nerviosamente, para encontrar un hueco donde esconderme. Los guardias también llegarían al río y buscarían aquí más que en cualquier otra parte. ¿Regresar a la espesura de la selva? Ya debían de estar siguiéndome el rastro y corría el riesgo de encontrármelos cara a cara.

En la orilla del río había manglares y viejos troncos medio podridos, vestigios de tormentas anteriores. Había uno en particular, de difícil acceso, pero que tenía una hendidura profunda en un costado. Las raíces de los mangles formaban un cerco a su alrededor, lo ocultaban a la vista. Logré llegar al hoyo poniéndome a gatas y luego arrastrándome y retorciéndome. Lentamente, desdoblé el gran plástico que llevaba en la bota desde un comienzo. Mis medias estaban empapadas, y el plástico también. Lo sacudí mecánicamente y quede aterrada con el ruido que acababa de hacer. Me detuve en seco y contuve el aliento, para tratar de percibir el menor movimiento en las cercanías. L a selva se estaba despertando y el zumbido de los insectos se hacía más fuerte. Más tranquila retomé la tarea de esconderme bien en la cavidad del tronco, envuelta en mi plástico.

Entonces la vi. Yiseth.

Estaba de espaldas. Había llegado trotando. No llevaba fusil, pero empuñaba un revólver. Tenía puesta una camiseta sin mangas en tela de camuflado, cuya feminidad le daba un aspecto inofensivo. Se dio media vuelta lentamente y sus ojos se encontraron al instante con los míos. Los cerró un segundo, como para dar gracias al cielo, y se acercó con cautela.

Con una sonrisa triste, me tendió la mano para ayudarme a salir de mi guarida. Yo no tenía otra alternativa. Obedecí. Fue ella quien me dobló cuidadosamente el plástico y me lo aplanó para que lo volviera a meter dentro de la bota. Asintió con la cabeza. Luego, Satisfecha, se dirigió a mí como hablándole a un niño. Sus palabras eran extrañas. No tenía el discurso propio de los guardias, siempre cuidadosos de no dejarse coger en flagrancia por algún camarada. En un momento, mirando hacia el río como si hablara consigo misma en voz alta, sus palabras se volvieron tristes y termino confesándome que ella también había pensado varias veces en escaparse. Le hablé entonces de mis hijos, de mi necesidad de estar con ellos, de mi urgencia de volver a mi hogar. Ella me contó que había dejado a su bebé en casa de su madre, a los pocos meses de nacido.

Se mordía los labios y sus ojos negros se llenaban de lágrimas. «Vámonos juntas,» le propuse. Me agarró las manos y su mirada volvió a ser fría. «Ellos nos encuentran y nos matan». Le supliqué, apretándole las manos con más fuerza y obligándola a mirarme. Se rehusó tajantemente, volvió a coger su arma y me miró sesgado: «Si me ven hablando con usted me matan. Están aquí cerca. Camine delante de mí y oiga bien lo que le voy a decir». Yo obedecí, recogí mis cosas y me tercié el morral. Ella se pegó a mí y me susurró al oído: «La orden del comandante es maltratarla. Cuando lleguen, la van a gritar, la van a insultar, la van a empujar. No vaya a responderles. No diga nada. Quieren castigarla. Se la van a llevar… solo hombres. Las mujeres tenemos orden de volver al campamento. ¿Me copia?».

Sus palabras resonaban en mis sienes como en conchas vacías. Tenía la impresión de oír un idioma extraño. Hacía un gran esfuerzo de concentración, tratando de ir más allá de los sonidos, pero la angustia me había paralizado el cerebro. Caminaba sin saber que caminaba, miraba el mundo desde dentro, como un pez en un acuario. La voz de esta muchacha me llegaba deformada, con intermitencias, se apagaba y volvía. Sentía la cabeza muy pesada, como atrapada en una prensa. Tenía la lengua cubierta por una pasta seca que la mantenía pegada al paladar, y mi respiración se había hecho profunda y pesada. Yo caminaba y el mundo subía y bajaba al ritmo de mis pasos. Los latidos amplificados de mi corazón llenaban mi espacio interior, poniendo mi cráneo a vibrar.

No los vi llegar. Aparecieron sorpresivamente. Uno de ellos empezó a dar vueltas a mi alrededor, la cara roja, como la de un marranito, y de pelo rubio y erizado. Sostenía en alto su fusil con el brazo estirado; saltaba y gesticulaba, entregado a una danza guerrera ridícula y violenta. Un golpe en las costillas me hizo comprender que había otro más, un hombre de baja estatura, de pelo oscuro, con los hombros anchos y las piernas corvas. Acababa de clavarme el cañón de su fusil un poco más arriba de la cintura y hacía el ademán de contenerse como para no repetir el golpe. Gritaba y escupía, insultándome con palabras soeces y absurdas.

Al tercero no podía verlo: iba empujándome por la espalda. Su risa perversa parecía excitar a los otros dos. Me arrancó el morral y lo desocupó en el suelo, escarbando con la punta de la bota entre los objetos que él sabía eran valiosos para mí. Se reía y los hundía entre el barro con el pie, para obligarme a recogerlos y volverlos a meter en el morral. Estaba arrodillado cuando percibí entre sus manos el brillo de un objeto metálico. Distinguí entonces el repiqueteo de la cadena y me puse en pie de un salto para mirar al hombre a la cara La joven seguía junto a mí, agarrándome con fuerza del brazo y obligándome a caminar. El pelado que se reía le hizo una seña para que se fuera. Ella se encogió de hombros, evitó mi mirada y me abandonó.

Yo estaba tensa y ausente. Sentía en las sienes los latidos de mi corazón. Habíamos avanzado algunos metros; la tormenta había hecho subir el nivel del agua y había transformado el lugar. Se había convertido en un embalse lleno de árboles obstinados en quedarse allí. Al otro lado, más allá de las aguas estancadas, se adivinaba la violencia de la corriente por el temblor constante de los arbustos.

Los hombres daban vueltas a mi alrededor aullando. El repique de la cadena se hacía cada vez más insistente. El pelado jugaba con ella para darle vida, como a una serpiente. Me prohibí cualquier contacto visual, intentando mantenerme por encima de esta agitación, pero mi visión periférica alcanzaba a captar gestos y movimientos que me helaban la sangre.

Yo era más alta que ellos. Caminaba con la cabeza erguida y el cuerpo tenso de indignación. Sabía que no podía hacer nada contra estos hombres, pero que ellos todavía lo ponían en duda. Tenían más miedo que yo, podía sentirlo. Más ellos tenían a su favor el odio y la presión del grupo. Bastaba un gesto para que se rompiera este equilibrio en el cual la ventaja todavía seguía siendo mía.

Oí al tipo de la cadena dirigirse a mí. Repetía mi nombre con una familiaridad insultante. Yo decidí que no podrían hacerme daño. Pasara lo que pasara, no tendrían acceso a la esencia de mí misma. Debía agarrarme a esta verdad fundamental. Si podía mantenerme inaccesible, podría evitar lo peor.

La voz de mi padre me llegó de muy lejos, y una sola palabra me vino a la cabeza, en letras mayúsculas. Descubrí con horror que la palabra había quedado vaciada de su significado. No se refería a ninguna noción concreta, salvo a la imagen de mi padre, de pie, con los labios apretados, con la mirada íntegra. La repetía una y otra vez en mi cabeza como una oración, como un conjuro mágico que podría, tal vez, deshacer el maleficio.

DIGNIDAD.

No significaba nada, pero repetir esta palabra me era suficiente para adoptar la actitud de mi padre, como un infante que copia las expresiones de un adulto, y sonríe o llora no porque sienta alegría o dolor sino porque las expresiones que reproduce, despiertan en él las emociones que sus gestos están supuestos manifestar.

Mediante este juego de espejos comprendí, sin que mí reflexión participara en ello, que había ido más allá del miedo y murmuré: «Hay cosas más importantes que la vida».

Mi rabia me abandonó, abriéndole campo a una frialdad total La alquimia que se obraba en mí, imperceptible desde el exterior, había sustituido la rigidez de mis músculos con una fuerza del cuerpo que se preparaba para hacer frente a los golpes de la adversidad. No era resignación, ¡para nada! Tampoco era una fuga incontrolada para terminar metida en la boca del lobo. Ahora tenía la atención fija en mi actitud, observándome desde dentro, midiendo mi fuerza y mi resistencia, ya no por mi capacidad para dar golpes, sino para recibirlos, como una embarcación martirizada por el embate de las olas, pero que no naufraga.

El muchacho se acercó y con un gesto veloz trató de ponerme la cadena al cuello. Yo lo esquivé instintivamente y terminé un paso de lado donde no podía alcanzarme. Los otros dos, sin atreverse a avanzar, lanzaban invectivas para animarlo a que volviera a intentarlo. Herido en su orgullo, se retenía como una fiera, calculando el momento preciso para atacar de nuevo. Nuestras miradas se cruzaron. Él debió de leer en la mía la determinación que tenía de evitar la violencia, y debió interpretarla como insolencia. Se me abalanzó y me dio un golpe seco en el cráneo con la cadena. Caí de rodillas. El mundo me daba vueltas. Me agarré la cabeza con las manos y vi todo negro; luego aparecieron estrellas bailando de manera intermitente ante mis ojos, antes de recuperar una visión normal. Sentía un dolor intenso, duplicado por una tristeza enorme que me invadía por pequeñas oleadas a medida que iba tomando conciencia de lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo había podido hacer eso? No era en absoluto indignación lo que sentía. Era algo peor: la pérdida de la inocencia. Mi mirada se cruzó de nuevo con la suya. Tenía los ojos inyectados de sangre y un rictus que le deformaba las comisuras de los labios. Mi mirada le resultaba insoportable: quedaba puesto al desnudo ante mí. Lo sorprendí mirándome con el horror que le producían sus propios actos, y la idea de que yo pudiera ser un reflejo de su propia conciencia lo volvía loco.

Retomó compostura y, como para borrar toda huella de culpabilidad, volvió a iniciar la tarea de ponerme la cadena al cuello. Yo repelía sus movimientos con firmeza, evitando hasta donde fuera posible el contacto físico. Cogió impulso y de nuevo me asestó la cadena encima, con un gruñido ronco que duplicaba la fuerza del golpe. Caí inerte en la oscuridad y perdí la noción del tiempo. Sabía que mi cuerpo estaba siendo objeto de la violencia de estos hombres. Escuchaba sus voces a mi alrededor cargadas con el eco de los túneles.

Me sentía víctima de un asalto, entre convulsiones, como si estuviera metida en un tren a gran velocidad. Me parece que no perdí el conocimiento, pero aunque creo haber mantenido los ojos bien abiertos, los golpes que me dieron me impidieron ver. Mi cuerpo y mi corazón permanecieron congelados durante el breve espacio de una eternidad.

Cuando finalmente logré sentarme, tenía la cadena alrededor del cuello y el tipo me halaba dando tirones para obligarme a seguirlo. Babeaba cuando me gritaba.

El regreso al campamento me pareció interminable, bajo el peso de mi humillación y de sus sarcasmos. Un guerrillero, delante de mí, los otros dos, detrás, iban hablando fuerte e intercambiando gritos de victoria. No tenía ganas de llorar. No era una cuestión de orgullo. Era simplemente un desprecio necesario para verificar que la crueldad de estos hombres y el placer que obtenían de ella, no habían arruinado mi alma.

Durante el tiempo suspendido de este recorrido sin fin, sentí que me fortalecía a cada paso, pues era más consciente de mi extremada fragilidad. Sometida a todas las humillaciones, llevada de cabestro como un animal, atravesando todo el campamento en medio de los gritos de victoria del resto de la tropa, incitando los más bajos instintos de abuso y dominación, acababa de ser testigo y víctima de lo peor.

Por ello, sobrevivía en una lucidez recién adquirida. Sabía que, de cierta forma, había ganado más de lo que había perdido. No habían logrado hacer de mí un monstruo sediento de venganza. Del resto no estaba muy segura. Suponía que el dolor físico llegaría con el descanso y me preparaba para la aparición de los tormentos del espíritu. Pero ya sabía que tenía la capacidad de liberarme del odio, y veía en ello mi conquista más preciada.

Llegué a la jaula, vencida, pero sin duda más libre que antes, habiendo tomado la decisión de encerrarme en mí misma, de esconder mis emociones. Clara estaba sentada de espaldas, mirando a la pared, delante de un tablón que hacía las veces de mesa. Se dio media vuelta. Su expresión me desconcertó, adiviné un brote de satisfacción que me hirió. La rocé al pasar, sintiendo de nuevo, la enorme distancia que nos separaba. Busqué mi rincón para refugiarme bajo el mosquitero sobre mi estera, evitando pensar mucho, pues no estaba en condiciones de hacer evaluaciones certeras. Por el momento, me aliviaba ver que no habían considerado necesario asegurar el otro extremo de la cadena a la jaula con un candado. Sabía que lo harían más tarde. Mi compañera no me hizo ninguna pregunta y yo se lo agradecí. Al cabo de un largo momento de silencio me dijo simplemente: «A mí no me van a poner ninguna cadena al cuello».

Me desplomé en un sueño profundo, enroscada sobre mí misma como un animal. Las pesadillas habían vuelto, pero habían cambiado de esencia. Ya no era Papá con quien me reencontraba cuando me dormía; era yo, completamente sola, ahogándome en un agua estancada y profunda. Veía los árboles que me miraban, con las ramas arqueándose hacia la superficie trémula. Sentía el agua palpitar como si estuviera viva, y luego perdía de vista los árboles y sus ramas, hundiéndome en el líquido salobre que me aspiraba, cada vez más profundamente, mi cuerpo dolorosamente extendido hacia la luz, hacia ese cielo inaccesible, a pesar de mis esfuerzos para liberarme los pies y ascender a la superficie a tomar aire.

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