—Papá —dijo Dick, con el semblante serio en esta ocasión y la voz suficientemente baja para que su madre no pudiera oírle—. Papá, en la escuela hemos estado discutiendo sobre este tema. Después de todo, la medicina tiene que usar algunos de los isótopos que fabrica la National, por lo que nos incumbe a todos nosotros. Hay algo que me preocupa: supón que te llamaran al Congreso a declarar sobre el peligro que se corre.
Ferrel no había pensado en ello. «Supongámoslo.» Podía suceder; y él era uno de los más conocidos especialistas en la materia.
—Bueno, no tengo nada que ocultar. A mí no me perjudicaría contarles toda la verdad.
—Si es eso lo que buscan. Y si el hombre que lleva el caso no va tras una buena publicidad en los periódicos de Guilden.
La respuesta de Dick estaba cargada de indignación, pero al instante se volvió hacia las escaleras y se apaciguó. Emma le contemplaba desde arriba.
El doctor terminó el resto del café y salió tras su hijo en dirección a su pequeño convertible impulsado por una turbina. Normalmente prefería el autobús de la central, más lento pero totalmente seguro, pero hoy no podía oponerse a los deseos de Emma. Subió a la parte de atrás, murmurando entre dientes. El viento le azotaba. Casi era imposible mantener una conversación entre el silbar del aire contra el parabrisas deportivo y el rugido sordo de la turbina, a la que había cortado la mitad del silenciador para dar una falsa sensación de potencia. Bueno, quizá las muchachas que parecían encontrar divertidos los coches trucados crecerían y dejarían de prestar atención a tales nimiedades, pero tenía serias dudas al respecto. O quizás era —volvió a pensar —que simplemente se estaba haciendo viejo. Observó, a lo largo de aquellos veinte kilómetros de carretera, cómo las casas de pisos se iban transformando en hileras interminables de parcelas urbanizadas que habían ocupado todos los rincones de Kimberly, cajas prefabricadas con techos convertibles que se repartían en pequeños grupos, todos iguales. La mayor parte de aquellas casas mostraban señales de que el remolque había sido su antepasado más próximo, y en algunas todavía se podían ver las ruedas que llevaban al salir de la fábrica, lo que probablemente indicaba lo poco que confiaban sus dueños en permanecer en su empleo una larga temporada.
Había un gran atasco y en algunos puntos avanzaban a paso de tortuga. El doctor oyó, procedentes de un coche que se encontraba a su lado, varios insultos típicos de los habitantes del estado. Alguien tocó la bocina y otro conductor gritó:
—¡Apartaos, atómicos de mierda! ¡No os queremos aquí!
¡Atómicos! Tres años antes, ser un «atómico» equivalía casi a un seguro de respeto y buen nombre. Los tiempos, al parecer, estaban cambiando.
Al acercarse a la central fueron apreciando otros muchos cambios. En las puertas de las casas se veían más y más letreros de «se vende». En otros tiempos se concedían primas extras a los que se alojaban junto a la carretera que llevaba a la planta. En la actualidad, el temor por la salud de las familias de los operarios parecía ser más fuerte que el deseo de tener fácil el camino hasta el trabajo. Quedaba claro que ni siquiera los que estaban más íntimamente ligados a la National eran inmunes a la creciente preocupación.
Cuando por fin dejaron la carretera principal y tomaron el camino privado que llevaba a la entrada principal, se sintió casi aliviado. El racimo extenso y casi sin pies ni cabeza de edificios públicos, oficinas y convertidores cubría varias hectáreas a poco más de un kilómetro de la carretera principal. En aquel punto el terreno era casi desértico, y estaba cuidado por una brigada de operarios que mantenían en buenas condiciones las plantaciones de flores ornamentales. Las leyes ordenaban que existiera una zona de seguridad alrededor de las plantas atómicas, pero aquello no había sido una gran dificultad para la National. Más allá se extendía una gran zona de tierra estéril, que iba hasta un salobre lago y un pantano situado junto a él.
Al menos, esa zona era útil, puesto que servía como depósito para los desechos no radiactivos. Incluso el ramal del tren que salía de la línea principal distaba a casi tres kilómetros de los edificios de la planta.
Anteriormente, al principio, sólo había existido la central nuclear de energía eléctrica, una de las primeras que se construyeron para suministrar la energía que necesitaba St.Louis. Se conseguía gracias a la fisión atómica, en lugar de usar petróleo o carbón. Pero posteriormente dos jóvenes científicos, llamados Link y Hokusai, habían descubierto un nuevo campo de aplicaciones para el átomo y habían sido destinados allí para desarrollar sus teorías.
En los inicios de la ciencia nuclear se había descubierto que el plutonio no era el elemento más pesado que podía existir; se podían crear otros de mayor peso atómico —como el plutonio y el neptunio— introduciendo mayor número de neutrones en los átomos.
Pero tales elementos tendían a hacerse cada vez más inestables a medida que se les añadía masa. Varios de estos elementos se desintegraban casi instantáneamente. Pero los dos científicos descubrieron que, si se podía conseguir que esta desintegración no tuviera lugar aunque se aumentara el número de electrones, se llegaba finalmente a un nuevo nivel en el que los elementos producidos se volvían progresivamente estables otra vez. Tales átomos —superpesados —no habían existido nunca en la naturaleza, pero en la mayoría sus características les hacían extremadamente valiosos.
La National había llegado a su potencia actual gracias al desarrollo y producción de isótopos pesados, y la energía que producía era ahora solamente un subproducto, a pesar de que la planta cubría todas las necesidades energéticas de Kimberly.
Ferrel notó cómo Emma se ponía rígida al acercarse a la puerta principal, pero Dick recordó lo que su madre pensaba y se dispuso a frenar. Emma tenía un temor casi patológico a entrar en la central, basado en el convencimiento, totalmente falso, de que había perdido su segundo hijo debido a la radiación. Sus peores pesadillas tenían como centro la planta. Sin embargo, el doctor había abandonado hacía tiempo cualquier tentativa de razonar con ella, igual que ella había aprendido a aceptar que su esposo siguiera trabajando allí.
Salió del coche, estrechó con calor la mano de Dick y les observó partir a toda velocidad. Entonces, súbitamente, la sólida familiaridad de cuanto le rodeaba hizo que desapareciera el temor en el que se había visto inmerso. La planta era un mundo completo, atareado y densamente poblado. Nada iba a desarraigarla de allí. Saludó con la mano al guarda, que le dedicó una sonrisa, y se encaminó hacia el interior, absorto ante la visión, el sonido y el aroma de aquel lugar.
Los caminos de grava se hallaban transitados por la masa habitual de jóvenes fornidos que a aquella hora, las nueve de la mañana, se dirigían a su turno laboral. La cafetería se encontraba repleta de hombres que tomaban la última taza de café antes de dirigirse a sus puestos. Le abrieron paso entre sonrisas cuando se mezcló entre ellos. Aquello complacía al doctor, sobre todo porque no se molestaban en interrumpir sus típicas peleas amistosas, como deberían hacer ante cualquier otro miembro de la directiva de la central. Hacía ya mucho tiempo que para todos aquellos hombres él era simplemente el doctor.
Les fue dirigiendo saludos, se coló entre ellos y volvió a salir del local en dirección a la enfermería con paso calmo. A su edad un hombre empezaba a darse cuenta de que la comodidad y el relajamiento eran cosas que valía la pena cultivar. Además, no veía razón alguna para desperdiciar la magnífica comida que llevaba en el estómago en unas prisas que sólo le podían producir una mala digestión. Se dirigió a la entrada y fue apagando el cigarrillo en un gesto reflejo adquirido mucho tiempo atrás, aunque ya hacía años que había desaparecido de la pared el cartel de «prohibido fumar», y pasó ante la consulta hasta llegar a la puerta en la que se leía:
ROGER T. FERREL
Médico jefe
Como siempre, un penetrante olor a aire viciado llenaba la sala, repleta de restos de esto y de aquello. Su ayudante ya estaba allí, revolviendo el escritorio de Ferrel con el descaro habitual en él. Ferrel no ponía ninguna objeción a que lo hiciera; las poderosas y roqueñas manos de Blake y su mente preclara eran siempre una lección de eficacia.
Blake levantó la mirada y sonrió con confianza.
—Hola, doctor. ¿Dónde demonios guardó usted el gas para el mechero? ¡No se preocupe, ya lo he encontrado! Pensaba que iba a tomarse el día libre.
—Mala suerte —Ferrel volvió a colocarse el cigarrillo en la boca y se instaló en la anticuada silla forrada de piel, al tiempo que movía la cabeza—. Palmer me llamó esta madrugada. Volvemos a tener una emergencia.
—Y tenemos que cargar con ella. No sé ni por qué venimos, si no ocurre nunca nada en serio. Fíjese ayer, por ejemplo. Tuve tres casos de pies de atleta —creo que sería conveniente redactar un memorándum sobre las duchas para que se utilice más desinfectante—, un muchacho con supuraciones en la nariz, los hipocondríacos habituales y un tipo con una astilla clavada en el dedo pulgar. Nos vienen con todo menos partos, y si no hay de éstos es porque no pueden tenerlos. No hay nada que no pudiera esperar una semana o un mes en tratarse —chasqueó los dedos—. ¡Ah, casi lo olvidaba! Si no tiene nada que hacer esta noche, Anne y yo celebramos el décimo aniversario de vida en común y quisiéramos que vinieran usted y Emma. Dejemos que el muchacho lleve la consulta esta noche.
—Es una buena idea, pero será mejor que deje de llamar muchacho a Jenkins.
Ferrel torció los labios con una media sonrisa al recordar la época en que siempre estaba tan serio como el nuevo médico; tras sólo una semana de prácticas no podía haber aprendido todavía que el destino no le había designado precisamente a él para salvar el mundo.
—En realidad, tuvo el primer caso auténtico anteayer y lo atendió él solo, así que ya se merece que le llamemos doctor Jenkins.
Blake también tenía sus recuerdos.
—¿Lo cree de verdad? Me parece que acabará dándose cuenta de que todo lo que hizo por sí mismo fue gracias a usted. Además, ¿qué fue lo que hizo?
—Lo de siempre: quemaduras simples por radiación. Por mucho que les insistamos a los hombres que vienen por primera vez al trabajo, la mayor parte no comprenden la razón de usar tres escudos protectores de una eficacia del noventa y cinco por ciento cuando el escudo protector del convertidor absorbe el noventa y nueve coma nueve por ciento de la radiación.
Matemáticamente, se comprobaba que los tres escudos protectores rebajaban la radiación a un simple ochenta por mil de lo que se escapa del escudo principal, pero era difícil convencer a los obreros de que la protección multiplicada del escudo principal más los personales la hacía bajar a cotas insignificantes.
—El tipo se las arregló para deshacerse de dos de los escudos y en seis horas recibió la misma radiación que se recibe en un año. Probablemente ahora estará en su casa, sudando y esperando que no le despidamos.
El accidente tuvo lugar en el número Uno, el primer convertidor, alrededor del cual la National había construido el actual control de radiactividad artificial, que se había levantado hacía ya tiempo, antes de que Wemrath y Caltech encontraran el modo de utilizar algunos de los isótopos superpesados como protectores ultraeficaces. El número Uno tenía un inmenso escudo de cemento, pero los convertidores eran muy caros y todavía los reservaban para reacciones más suaves; no había entonces ningún peligro serio si se tomaban las debidas precauciones.
Blake se echó a reír.
—Se está volviendo viejo, doctor. ¡Antes se limitaba a darles algo que les hiciera sudar!
Bueno, será mejor que me vaya a ver si ha venido todo el equipo médico. Puede que alguien llegue un minuto tarde y en ese caso ¿qué haremos?
Ambos salieron de la sala y descubrieron a Jenkins en su oficina, volcado sobre un libro. El muchacho les saludó con una ligera mueca de los labios. El doctor se la devolvió, poniendo cuidado en no entrometerse en lo que estaba estudiando. Jenkins tenía, por lo menos, afán de trabajo e inteligencia. En una semana no había tiempo de apreciar si reunía condiciones para quedarse en aquel equipo, pero era casi seguro que así fuera si los nervios no le traicionaban. No parecía ser más que un manojo de tendones cubiertos de una tersa epidermis; un mechón de cabello rubio caía sobre sus ojos, los más azules que el doctor hubiera visto en su vida. Parecía un joven poeta muerto de hambre que viviera en una buhardilla. Sus nervios daban la impresión de estar bien templados. A pesar de su físico, contaba con una experiencia práctica sorprendentemente buena.
Por un momento, al doctor Ferrel le pasó por la cabeza ir a echar un sueñecito en su vieja silla del despacho. Nada de cuanto sucediera escaparía al control de Blake: la enfermería funcionaba tal como él quería y no veía la necesidad de cambiar ningún detalle para la inspección. Tenía tiempo de echar una cabezadita antes de que Palmer le llamara. Empezó a dirigirse hacia el despacho, pero luego titubeó ante la presencia de Jenkins. A su edad, el muchacho no iba a comprender en absoluto aquello de ponerse a dormir en las horas de trabajo.
—Si alguien me necesita, estaré en el despacho de Palmer —dijo.
Jenkins asintió, y Ferrel salió por la puerta lateral. Anduvo la larga senda que llevaba al edificio de Administración, a la sombra de la fea cúpula de la planta de energía eléctrica, el edificio más antiguo de todo el complejo. Era desproporcionadamente bajo y compacto, y el cemento que lo cubría había adquirido con el tiempo una suciedad uniforme que hacía patente su antigüedad. Los convertidores más modernos también estaban encerrados en escudos de cemento, pero el uso de las protecciones de metal superpesado habían permitido la construcción de bóvedas más pequeñas y de formas más agradables.
El despacho de Palmer se había construido para que pareciera el lugar de trabajo de un ejecutivo, incluido el mueble-bar. Sin embargo, en medio, sirviendo de escritorio, se hallaba una mesa de delineante cubierta de gráficos, manchada de tinta y repleta de clasificadores. Una de las esquinas mostraba las señales de los muchos años que Palmer había pasado allí afilando improvisados palillos. Él mismo venía a ser como su oficina.
Sus vestidos caros y elegantes, su afeitado perfecto, y su patente inteligencia sugerían la imagen de un competente ejecutivo. Sin embargo, en aquel momento, su chaqueta reposaba en el sofá de cuero y llevaba puesta una ajada chaqueta de piel. Sus manos mostraban el duro trabajo que había realizado, por las abultadas venas y los nudillos hinchados. Seguía teniendo un cuerpo tan musculoso y ágil como el de un ingeniero de la construcción. Saludó a Ferrel y le indicó una silla con un gesto de la cabeza, pero él siguió de pie.