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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (13 page)

Hubo muchas más órdenes, pero Palmer ya respiró tranquilo, dentro de lo que cabía, al observar el intento de rescate de los hombres. Ahora que las cuadrillas estaban organizadas, empezaron a avanzar en las gruesas paredes de hormigón y acero. Aunque se forzara primero la puerta principal, resultaría imposible que los hombres que se hallaban en las cámaras del convertidor llegaran hasta allí.

La única esperanza consistía en abrir un boquete en las paredes.

Se maldijo a sí mismo por aquello. Las cámaras habían sido concebidas para proteger a los hombres de los humos y las filtraciones del mejor modo posible, con la idea de que los que se encontrasen en su interior pudiesen ser rescatados por el mismo equipo que entrara a repasar los posibles daños. El problema de dotar a las cámaras de una entrada interior y de otra abertura al exterior había parecido demasiado difícil de realizar, por los posibles daños que pudiera causar en la capacidad protectora del edificio. ¡En el futuro debería buscarse una solución para aquel problema!

Los martillos neumáticos y las sierras eléctricas fueron avanzando lenta pero incesantemente, mientras Briggs ordenaba que los distintos equipos se turnasen cada cierto tiempo. Entonces se oyó un grito de advertencia a todo el mundo para que se volvieran de espaldas. La cuadrilla que atacaba la puerta principal había adosado a la misma un puñado de pequeñas latas cilíndricas que acababan de bajar del camión. Ahora la cuadrilla corría hacia algún lugar protegido. Uno de los hombres arrastraba un cable.

Por fin iban a utilizar explosivos termodinámicos para volar la entrada principal. En las cámaras no podrían usarlos pues el calor hubiera resultado probablemente fatal para los hombres que estuviesen encerrados allí. Por lo menos, con la explosión que iban a probar tendrían la posibilidad de abrir las pesadas losas semifundidas y hacer un cálculo aproximado de la situación en el convertidor y de los daños.

El trabajo de abrirse paso por las paredes externas del convertidor hasta las cámaras estaba ya casi finalizado, pero todavía se tardaría un poco más que en la entrada principal.

Palmer se volvió en el último momento, pues aunque sabía que no había peligro alguno al quedarse de cara al calor de la bomba térmica, no quería correr riesgos estúpidos.

Aquellas bombas se debieron utilizar mucho antes, en cuanto quedó claro que la puerta no estaba atascada, sino sellada. Hubo un estampido momentáneo y el suelo tembló ligeramente. Se volvió de nuevo a contemplar el material de la puerta, al rojo blanco, que se fundía, que se convirtió en un enorme charco. Había caído entera hacia atrás, y ya las máquinas se acercaban, mientras los hombres luchaban por acercarse lo suficiente para echar una ojeada y volver atrás precipitadamente.

Una sola mirada al interior fue suficiente para comprender que no había posibilidad alguna de sacar a los encerrados en las cámaras de seguridad por el orificio abierto. El convertidor había desaparecido; en el lugar que había ocupado no se veía más que una masa informe y montones de escorias. El magma se agitó y comenzó a fluir con un aspecto viscoso en cuanto se hizo saltar la puerta. A una orden de Briggs, se dispusieron los restos de ésta de modo que contuviera el avance del magma mientras otros grupos iban a por bloques de piedras para construir un camino por el que pudieran avanzar los tanques.

Palmer contempló el magma y observó que se agitaba y hervía como nada que hubiera visto antes. Aquel no era el producto normal de una reacción fuera de control. ¡Tenía que tratarse del isótopo R, el precursor del isótopo de Mahler, la sustancia más mortífera que se hubiera creado!

Hokusai había subido hasta el lugar que ocupaba y contemplaba a su lado aquella confusión, helada su cara llena de arrugas en una mirada de incredulidad.

—Malo —dijo en voz baja—. Muy malo. Tenemos que intentarlo, pero creo que vamos a tener muchos problemas.

Se volvió boqueando y llevándose las manos al estómago. Palmer acudió a ayudarle pero el hombrecito se repuso y le sonrió a duras penas.

—No es nada. Es el vapor, creo. Tengo el estómago mal, pero no es nada serio.

El propio Palmer no se sentía tampoco muy bien. ¡Dan Jorgenson! Era uno de los mejores ingenieros de la industria del país, creador de más patentes que cualquier otro, pero su exacerbado ego había merecido siempre la desconfianza del gerente. Quedaba claro que había estado repasando sus cálculos con la esperanza de que estuvieran bien en lugar de buscar los posibles fallos que pudieran contener.

La injusticia de aquella reflexión hirió profundamente a Palmer, que hizo una mueca de disgusto y desprecio. Era cierto que no tenía una total confianza en Jorgenson, pero al menos le creía honrado. Había advertido a Palmer y éste había tomado sobre sus hombros la responsabilidad, obligando al ingeniero a acometer un trabajo no experimentado. Y ahora Jorgenson se encontraba de las cámaras o…

Dejó la frase sin terminar. Tenía que estar en una de las cámaras. Y lo mejor era llegar pronto hasta él. Aquella situación iba a requerir toda la habilidad y conocimiento que se pudiera reunir, y era un asunto que estaba más próximo al campo de conocimientos de Jorgenson que del de Hokusai.

Los tanques empezaron a adentrarse en el magma y vio que Hokusai se estaba poniendo el traje de protección. Sin embargo, su mayor preocupación era en aquellos instantes el grupo que trabajaba en las cámaras de seguridad. Empezaba a alcanzar la sección más profunda, la situada al norte, y caminó hasta situarse en un lugar desde el que tener una mejor visión. Ya no conocía nada allí, y de hecho tenía que regresar al despacho, pero le resultaba imposible irse sin saber cómo terminaría el rescate.

Entonces los obreros se retiraron de repente y un garfio eléctrico avanzó hasta colocarse en posición y empezó a abrir los paños del muro que quedaba. Al retirarse el garfio comenzó a salir un puñado de hombres, algunos de los cuales sostenían a otros, pero la mayoría por su propio pie.

Ninguno de ellos era Jorgenson, pues el tamaño de éste le hubiera hecho sobresalir inmediatamente entre los demás, y su traje de pruebas le habría permitido moverse más que ningún otro. Palmer se disponía a dirigirse hasta el improvisado puesto de primeros auxilios cuando advirtió que la mujer que allí se encontraba ya iba a estar suficientemente ocupada sin que nadie le fuera a hacer preguntas.

Briggs resolvió la situación. Un mensajero salió corriendo de la unidad médica y llegó hasta la plataforma desde la que el supervisor dirigía la operación. Desde el suelo, le gritó algo. Briggs asintió y asió el micrófono del circuito de emergencia.

—La doctora Brown dice que algunos tienen quemaduras y padecen shocks o deshidratación por efecto del calor, pero que todos se repondrán.

Aquello provocó un rugido de entusiasmo entre los hombres, pero sus gritos se apagaron rápidamente y todos se dirigieron a la otra cámara. Por alguna razón había costado un poco más abrirla, pero casi habían terminado. Los garfios aguardaban la orden, dispuestos a entrar en acción. Palmer se movió hasta conseguir una posición desde la que ver lo que sucedía.

Un momento después, los garfios arrancaban lo que quedaba por extraer, pero esta vez no salió ningún hombre por el boquete. Un hilillo de magma rezumó por él. Un foco mostró el interior y se vio la puerta firmemente cerrada, pero ninguno de los cuerpos se movía, estaban todos quietos, subidos en lo primero que encontraron para no caer en el magma que cubría el suelo. Algunos habían utilizado los cuerpos de sus propios compañeros.

Varios hombres con corazas empezaron a entrar con suma precaución y trataron de abrir un camino para que vinieran otros con camillas. Otros comenzaron a trabajar de nuevo en las paredes para abrir el boquete hasta que pudiera penetrar uno de los pequeños tanques. Sin embargo, Palmer no esperó a ver lo que encontraban. Aun en el caso de que hubiese algún hombre vivo todavía, no se podría hacer nada por él. Ningún ser humano que saliera de aquella cámara estaría en condiciones de trabajar en la tarea imposible de frenar aquella terrible confusión hasta mucho después de que todo terminara. Tachó a Jorgenson de la lista.

Luego, al observar el magma de la sala principal del convertidor, rompió la lista en pedazos, dejando solamente un interrogante y una plegaria.

8

Ferrel y Jenkins estaban acabando de suturar al último herido cuando la recepcionista anunció una llamada. Antes de contestar realizaron los últimos toques y a continuación se dirigieron uno detrás del otro hacia el despacho. En la pantalla estaba el rostro de Brown, con grandes manchas rojas en las mejillas. Otra mancha rojiza apareció en su frente cuando apartó sus cabellos de los ojos con un movimiento de la muñeca.

—Han abierto las cámaras de seguridad del convertidor, doctor Ferrel. La cámara norte resistió perfectamente, descontando unas cuantas quemaduras y asfixias por calor de carácter leve, pero algo sucedió en la otra. Creo que una válvula de oxígeno falló. La mayor parte de los hombres están inconscientes pero vivos. El magma debe de haberse colado por la puerta, pues hay dieciséis o diecisiete casos que padecen temblores musculares, y hay alrededor de una docena de hombres muertos. Algunos otros necesitan más cuidados de los que les puedo prestar desde aquí; le he pedido a Hokusai que mande a algunos hombres para que se lleven a aquellos que no puedan meterse en las ambulancias, así que dentro de poco le van a empezar a llegar un buen montón de pacientes.

Ferrel gruñó y asintió.

—Bueno, supongo que pudo haber sido peor. No se mate ahí fuera, Brown.

—Lo mismo le digo.

Le envió un beso a Jenkins y desapareció de la pantalla en el mismo instante en que la sirena de la ambulancia llegaba a sus oídos.

—Quíteles los trajes protectores como pueda, Jones. Hágase con alguien que le ayude.

Dodd, curare. Y no se aleje de mí. Ya nos preocuparemos de todo lo demás en cuanto Jenkins y yo terminemos de calmar a los que sufran trastornos musculares.

Estaba claro que aquello iba a ser una especie de trabajo en cadena, no por cuestiones de eficacia, sino por absoluta necesidad. Y de nuevo Jenkins, con su extraña y tensa seriedad, realizaba su labor a una velocidad dos veces superior a la de Ferrel. El rostro de Jenkins estaba intensamente pálido, y sus ojos eran casi vidriosos, pero sus manos se movían sin nervios y sin descanso, concentradas en su labor.

En algún momento de la noche Jenkins alzó la mirada a Meyers y le hizo señas de que se retirase un momento. A continuación le dijo:

—Váyase a dormir, enfermera; si el doctor Ferrel y yo trabajamos juntos ya nos arreglamos con la señorita Dodd. Tiene usted los nervios agotados y necesita descansar.

Dodd, llámela dentro de dos horas y vaya usted entonces a dormir un poco.

—¿Y usted, doctor?

—Yo… —Sonrió por la comisura de los labios, con gesto torcido—. Mi cabeza no querría dormir, y además soy necesario aquí.

Terminó la frase con una inflexión aguda que sonó a falsa al oído de Ferrel, que se quedó mirando pensativamente al muchacho. Jenkins se dio cuenta de aquella mirada y añadió:

—Estoy bien, doctor. Ya le haré saber cuándo estoy al borde del desfallecimiento. Es correcto enviar a Meyers a descansar, ¿no cree?

—Estaba más cerca de ti que de mí, así que lo sabrás mejor que yo.

En teoría, todas las enfermeras estaban bajo el control directo del médico jefe, pero aquellos tecnicismos ya hacía mucho que habían sido abandonados por los médicos.

Ferrel se rascó la parte más estrecha de la espalda y volvió a coger el escalpelo.

Cuando se hubo terminado lo mejor que se pudo con el último caso, una luz grisácea asomaba por el este. Las salas de recuperación se habían desbordado, y los pacientes ocupaban ya hasta el vestíbulo. Durante la noche el convertidor había continuado escupiendo de vez en cuando, e incluso había destrozado la coraza protectora de uno de los tanques, pero en aquel momento disfrutaban de un intervalo de calma mientras esperaban la llegada de nuevos accidentados. El doctor envió a Jones a que encargara desayunos para todos en la cafetería y luego se dirigió a su despacho, donde Jenkins ya se había dejado caer pesadamente en el viejo sillón de piel.

El muchacho se encontraba casi en el límite de la extenuación debido a la acción conjunta del trabajo realizado y de sus propios temores apenas reprimidos, pero alzó la mirada con una expresión de ligera sorpresa cuando vio que Ferrel se subía la manga de la camisa. Parpadeó a la vista de la aguja, pero no hizo ninguna observación. El doctor tomó otra hipodérmica y se puso otra inyección.

—Es una de esas nuevas drogas que me presentó uno de esos visitadores médicos —explicó Ferrel al joven doctor—. Nos rebajará la tensión y nos permitirá continuar.

Jenkins asintió con una sonrisa difuminada.

—Es la maldición de los médicos: demasiada fatiga y demasiadas drogas a mano. Me han contado que antes usaban morfina auténtica…

—Sí, pero eran muy pocos. He oído que todavía hay unos cuantos que lo hacen. Sea como fuere, ahora el problema es mucho mayor que cuando yo era joven, antes de que se descubriera el agente que eliminaba casi todas las tendencias que llevaban a la formación de un hábito. Hace cinco años, cuando todavía no existía ese producto, la morfina era incluso bastante útil, bien lo sabe Dios, aunque todos aquellos que la utilizaban sin que fuese el último recurso contra una enfermedad dolorosa, como el cáncer, se merecían el infierno en el que se condenaban a vivir. Sería mucho mejor disponer de un auténtico sustituto del sueño, por supuesto. Espero que algún día terminen el trabajo que están llevando a cabo en Harvard con el eliminador de la fatiga. Las anfetaminas son demasiado limitadas. Bueno, comamos un poco.

Jenkins hizo una mueca ante el desayuno que Jones le había dejado delante, pero sabía tan bien como el doctor que era necesario comer y movió el plato hacia sí.

—No daría un ojo de la cara, doctor, por un sustitutivo, sino por media hora de esa cosa antigua y pasada de moda que se llama dormir. Sólo que, aunque tuviera tiempo, no podría conciliar el sueño con ese isótopo R burbujeando y extendiéndose ahí fuera.

Antes de que el doctor Ferrel contestara, el altavoz rugió:

—Doctor Ferrel al teléfono. ¡Emergencia! La doctora Brown llama al doctor Ferrel.

—Doctor Ferrel al habla.

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