Mujeres estupendas
es la segunda novela de la trilogía que la autora iniciara con
A por todas
. Narra la singular relación de Ruth con Sara, una mujer extraordinaria por la que tal vez valga la pena vencer viejas costumbres sentimentales como la novedad, la independencia y, en definitiva, la soledad del trepidante ritmo de la vida en Madrid. Acompañando a Ruth sus amigas, Pilar y Alicia, enfrentan sorprendentes pruebas que nos demostrarán que en sus fascinantes vidas lo inesperado es lo único previsible.
Mujeres estupendas
enriquece aún más un universo femenino que ha cautivado a un enorme número de lectoras que se reconocen en él.
Libertad Morán
Mujeres estupendas
Trilogía de Ruth - 2
ePUB v1.1
Polifemo718.04.12
Libertad Morán, 2006
Odisea Editorial
www.odiseaeditorial.com
Imagen portada: © Getty Images
Editor original: Polifemo7 (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
Para Isa, Puri y Trini
Porque ellas sí que son estupendas
A
ntes de que el ascensor se detenga en el tercer piso ya puedo imaginar a Sofía aguzando las orejas como un perrillo al escuchar la maquinaria en movimiento. Levanta la cabeza en dirección a la puerta y da un leve respingo al notar que la cabina se detiene en nuestra planta. Mientras yo aún estoy sacando el manojo de llaves del bolso, a ella le ha dado tiempo de alcanzar la puerta, echar un vistazo por la mirilla para cerciorarse de que soy yo y abrirme la puerta de par en par con una gran —y picara— sonrisa en la cara. Su escaso metro cincuenta se yergue ante mí embutido en su uniforme de domingo: pijama y zapatillas de peluche.
—¡¡¡Neeeeeenaaaaaa!!! Qué pronto vienes, no te esperaba hasta más tarde…
Le lanzo una mirada socarrona al tiempo que penetro en el piso por el hueco que deja entre la puerta y su cuerpo.
—Son las doce de la noche, creo que es bastante tarde —le digo dirigiéndome a mi cuarto. La oigo cerrar la puerta y seguir mis pasos. Dejo la bolsa de viaje en un rincón. El bolso sobre la cama. La chaqueta en el respaldo de la silla. Me doy la vuelta recogiéndome el pelo en una coleta y me doy de bruces con la cara expectante de Sofía.
—Bueno… Cuéntame, ¿no?
Arqueo una ceja y esbozo media sonrisa.
—¿Qué quieres que te cuente? —pregunto haciéndome la sorprendida.
—¡Todo! —exclama ella—. Porque habrá mucho que contar, espero.
—Esperas demasiado —sonrío y salgo de la habitación. Ella me sigue hasta la cocina.
—¡Venga, tía! No me irás a decir que te has pasado el fin de semana haciendo turismo por Madrid con la Ruth esa, ¿verdad?
Miro a Sofía por encima de la puerta de la nevera abierta. Me echo a reír y me escondo tras ella para buscar algo comestible en sus estantes.
—¿Sara? —gime mi compañera de piso.
—¿Sofía? —le respondo yo.
—Bueno, vale ya de hacerse la misteriosa… ¿Hubo tomate o no hubo tomate? Porque si no lo hubo no sé por qué coño sonríes de esa forma…
Cierro la nevera con unos paquetes de embutido en la mano. Los dejo sobre la mesa, miro a Sofía y esbozo por fin una amplia sonrisa.
—Sí —admito bajando la mirada y notando cómo mis mejillas encarnecen súbitamente. Sofía pega un bote.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que tenías que ir a Madrid! Bueno, bueno, bueno… Empieza a contarme que me muero de curiosidad…
Le cuento. ¿Qué le cuento? Que no sé qué contar. ¿Que desde el momento en que volví a ver a Ruth sabía que iba a pasar algo? ¿Que lo noté por la forma en que nos miramos y nos reconocimos en la boca de metro? No sé qué puedo contar. Que estoy confundida. Que el viaje me ha confundido. No, el viaje no. Ha sido Ruth la que me ha confundido. Que me gusta. Que no me la he podido quitar de la cabeza en tres meses y que ahora me doy cuenta de que se me va a quedar ahí mucho tiempo. Pase lo que pase.
Llamé a Ruth el viernes a media tarde diciéndole que mis obligaciones laborales habían acabado. Obligaciones que no habían existido. Realmente me acababa de bajar del taxi que me llevó del aeropuerto al centro. Yo le dije que acababa de dejar el hotel. Ella me dijo que me esperaba en el metro de Quevedo, que era el que más cerca pillaba de su casa. Yo volví a meterme en un taxi asegurándole que estaría allí en veinte minutos. No tardé ni diez. Y los diez restantes permanecí esperando junto a la boca de metro con el estómago dando saltos mortales dentro de mí. Las rodillas me temblaban. Pero más que de temor era de incertidumbre. De no saber por qué me había dado la ventolera de ir a Madrid para ver a una mujer a la que apenas conocía. Una mujer que me dejó claro que no quería relaciones con nadie. Una mujer a la que, de entrada, había mentido contándole que el motivo de mi visita era meramente laboral y que, bueno, ya que estoy aquí, pues me quedo el fin de semana y así salgo por Chueca. Es lo que todo el mundo hace cuando va a Madrid, ¿no?
Llegó con las gafas de sol puestas pese a que el día estaba nublado. La armadura ante todo. Pero se las quitó al llegar hasta mí, sonriendo con sus ojos todo lo que su mueca burlona no le permitía. Esa mirada que fue el primer indicador. Algo se disparó entre su pupila y la mía. Una milésima de segundo de reconocimiento y de acontecimientos aún por llegar. Me plantó dos besos en las mejillas y volvió a escudarse en sus gafas de sol mientras echábamos a andar hacia su piso. La visita fue breve. Lo justo para dejar mi bolsa junto al sofá del salón y volver a salir por la puerta. Ruth tenía muchos planes. Un café con su amiga Pilar. Cena con los chicos. Y luego todos juntos a tomar copas por Chueca. Me dejaba claro que no íbamos a estar a solas más que el tiempo que durase el trayecto entre su casa y la cafetería en la que había quedado con Pilar.
Y así fue. Se formó un compacto grupo en torno a Ruth que a ratos parecía estar examinándome. Y Ruth se hacía la sueca. Como si la cosa no fuera con ella. Su amigo Juan me miraba con curiosidad. Y se sonreía. Luego le comentaba algo a su novio, a veces también a Pilar. Y lo único que Ruth decía era que a ver cuándo Pilar le iba a presentar a su nueva novia, que estaba empezando a pensar que era producto de su imaginación. Y luego se reía. Yo me esforzaba por mostrarme afable. Por mostrarme como una conocida de Ruth que había aprovechado un viaje de trabajo para tomarse una copa con ella. En algunos momentos, cuando el sonido de la música era tan ensordecedor que apenas nos entendíamos, Ruth me hablaba al oído, apoyando su mano en mi hombro. Y yo pensaba en lo fácil que me resultó coquetear con ella en Ibiza, luego en Menorca, y lo difícil que me estaba resultando en aquel momento decirle cuál era el único motivo de mi visita. Aunque aún no supiera qué podía esperar de ella.
La noche no se prolongó demasiado. Hacia las tres, tanto los chicos como Pilar dijeron estar muy cansados de toda la semana de curro, que habían madrugado y ya no podían más. Yo también estaba cansada. En realidad estaba exhausta. Aunque, más que por haber trabajado y madrugado, por los nervios que habían ido conquistándome durante los días anteriores para acabar estallando en una salvaje batalla esa noche. Cuando los demás se fueron, pensé que Ruth querría seguir en otro bar, quizá alguna discoteca, donde se encontraría con más conocidos que se acercarían a saludarla y que podrían quedarse junto a nosotras conformando un nuevo grupo. Pero no. Una vez nos hubimos despedido de sus amigos y los estábamos viendo alejarse, Ruth se giró hacia mí y me propuso ir a su casa dando un paseo, que estaba cansada pero quería despejarse antes de meterse en la cama.
Caminamos por toda la calle Fuencarral desandando nuestros propios pasos de unas horas antes. Ruth hablaba y yo escuchaba asintiendo de vez en cuando. Me contaba cosas de sus amigos, de su trabajo en la agencia de publicidad, incluso que se había abierto una cuenta de ahorro para comprarse un piso. Eso me hizo reír. La recordaba tan huidiza y despreocupada que no me la imaginaba inquietándose por cuestiones tan materiales. Al llegar al portal, abrió la puerta con un bostezo y subimos a su piso en completo silencio. No me lo había dicho antes, sólo tenía una cama. Me preguntó si prefería dormir en el sofá o con ella. Me lo preguntó como quien se lo pregunta a una amiga con la que no se tiene mucha confianza. «En el sofá estaré bien», murmuré haciendo ademán de inclinarme hacia mi bolsa de viaje. Entonces Ruth me detuvo cogiéndome del brazo y me hizo mirarla. «Pero en la cama estarías más cómoda, ¿no?», me dijo con una nueva expresión en el rostro. Una expresión que me decía que el juego había terminado, que ya se había cansado de esquivarme y que era hora de tomar cartas en el asunto. Yo aún no había encontrado una respuesta adecuada en mi cabeza cuando Ruth ya me estaba besando con un ardor que me sorprendió, como si en vez de haber sido ella la que se había mostrado impertérrita ante mi presencia hubiese sido yo la que hubiera jugado con su deseo como juega el gato con el ratón.
Me empujó a la cama con impaciencia, ansiosa, desnudándome con una mano mientras ella se desnudaba con la que le quedaba libre. Sin dejar de besarme ni un momento. Mi incertidumbre se desvaneció en aquél momento, con el cuerpo desnudo de Ruth sobre el mío, tal y como la había deseado todas esas noches en Menorca tras nuestro comedido adiós en el lugar que elegimos la primera vez. Ahora la tenía allí conmigo al fin, su lengua serpenteando por mi vientre, sus manos acariciando, las mías enredándose en su pelo, su cabeza entre mis piernas.
Exploté en un ruidoso orgasmo que me cortó la respiración. Pero yo quería más. Más de Ruth.
No volvimos a pisar la calle en todo el fin de semana. Aunque fuimos interrumpidas constantemente por el sonido del teléfono de Ruth. Descolgaba dedicándome una sonrisa picara. Cuando su interlocutor le preguntaba, seguramente, que qué pensaba hacer, que por qué no quedaban para tomar unas copas, Ruth respondía que esa noche no iba a salir, que estaba muy cansada y que prefería quedarse en casa. Pero lo hacía con un ataque de risa tan poco disimulado que al otro lado de la línea sabían de inmediato que les estaba tomando el pelo. Y le decían algo que la hacía estallar en carcajadas para acabar diciendo: «Bueno, ya te llamaré». Cuando Ruth colgaba era el gesto que indicaba que volvía a estar dispuesta, que quería seguir haciéndome el amor.
Yo nunca había hecho el amor con una desconocida. Quiero decir que cuando me he ido a la cama con una mujer a la que acabase de conocer nunca he sentido que hiciera el amor. Si la historia con la mujer prosperaba, tal vez podía llegar a sentirlo. O podía no sentirlo nunca por mucho empeño que le pusiera. Soy compleja con las relaciones. Por eso lo de Ruth me sorprende tanto. Porque desde el primer momento sentí que estábamos haciendo el amor. Porque yo no me encapricho de cualquiera. Porque yo nunca he recorrido más de seiscientos kilómetros en busca de un posible polvo. Porque para que alguien despierte mi interés hace falta mucho más que unos bonitos ojos o un festival de orgasmos.
Mi piel aún conserva su olor mientras le sigo relatando a Sofía lo acontecido en la capital. Al hablar voy percibiendo vaharadas de él y siento un leve cosquilleo en mi nuca al darme cuenta de que ya la estoy echando de menos.