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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (30 page)

—He pensado mucho en eso, comisario. Creo que lo que me decidió fue el que gozaran tanto con las cintas. Eso me sorprendió. Y mientras los observaba comprendí que no sólo no tenían ni idea de que mirar las cintas estaba mal sino que tampoco veían mal alguno en encargarlas.

—¿Ellos las encargaban?

Ella volvió la mirada hacia la carretera.

—Por favor, comisario, no sea inocente. Si no hubiera mercado para estas cosas, no se harían. Trevisan y sus amigos crearon un mercado y luego procuraron que estuviera bien abastecido. Antes de ver las cintas había oído a Trevisan y a Lotto hablar de enviar un fax a Sarajevo para pedir más. Y lo decían con tanta naturalidad como si se tratara de encargar una caja de vino o de decir al agente de Bolsa que comprara o vendiera acciones. Para ellos era negocio.

—Pero entonces vio usted las cintas.

—Sí. Pero entonces vi las cintas.

—¿Pensó si estaba bien o mal matarlos?

—Es lo que trato de decirle, comisario. No estaba mal. Estaba bien. Nunca lo dudé, en ningún momento. Y, antes de que me lo pregunte, sí, volvería a hacerlo.

—¿Es porque las mujeres son bosnias? ¿Musulmanas?

Ella hizo un ruido como de risa contenida.

—No importa lo que sean las mujeres. Lo que fueran. Están muertas, a ellas ya no puede importarles, pobrecitas. —Ella pensó en su pregunta un momento—. No; el que fueran bosnias no importaba. —Apartó la mirada de la carretera para fijarla en él—. Se habla mucho de humanidad y de crímenes contra la Humanidad, comisario. Los diarios vienen llenos de editoriales, y los políticos hablan, hablan y hablan. Pero nadie hace nada. Lo único que sacamos es palabras y sentimientos nobles, y se siguen haciendo estas cosas; se viola y se mata a las mujeres y ahora, además, lo filmamos y nos divertimos mirándolo. —Él percibía su cólera, que, en lugar de hacerla hablar atropelladamente, daba a sus palabras una entonación lenta—. Decidí acabar con ellos. Porque nada los hubiera detenido.

—Hubiera podido denunciarlos a la policía.

—¿Y qué, comisario? ¿Hacerlos arrestar por qué? ¿Era delito lo que hacían?

Brunetti no lo sabía, y le avergonzaba admitirlo.

—¿Es delito? —insistió ella.

—No lo sé —dijo él—. Pero hubiera podido desenmascararlos, hacer público su comercio de prostitución. Eso los hubiera frenado.

Ella dejó escapar una carcajada.

—Qué inocente es usted, comisario. Yo no quería terminar con la prostitución, ni mucho menos. Me gano muy bien la vida con ella. ¿Por qué iba a querer desbaratar el negocio?

Ella hablaba ahora más aprisa, pero por la impaciencia, no por la cólera.

—Ellas tendrían que hacer eso en todas partes. En su propio país también serían putas y víctimas.

—¿Pero no mueren muchas?

—¿Qué quiere que le diga, comisario, que deseaba vengar a todas las pobres prostitutas muertas del mundo? No era ésa mi intención. Estoy tratando de explicarle por qué los maté. Si los arrestaban, se descubriría todo. También a mí me arrestarían. ¿Y qué les ocurriría después? Unos meses de cárcel mientras esperaban el juicio, ¿y luego qué? ¿Una multa? ¿Un año de prisión? ¿Dos? ¿Le parece suficiente por lo que hicieron?

Brunetti estaba muy cansado para discutir con aquella mujer.

—¿Cómo lo hizo? —Se limitaría a los hechos.

—Sabía que Trevisan y Favero cenaban juntos. También sabía en qué tren solía regresar Trevisan. También yo lo tomé aquella noche. Los coches siempre están vacíos al final del viaje. Fue fácil.

—¿Él la reconoció?

—No lo sé. Fue muy rápido.

—¿Dónde consiguió la pistola?

—Un amigo —dijo ella por toda explicación.

—¿Y Favero?

—Cuando se levantó para ir al baño le eché el barbitúrico en el vino,
vin santo.
Le había hecho pedir media botella para el postre. Sabía que, como es dulce, disimularía el sabor.

—¿Y en su casa?

—Él tenía que llevarme a la estación, porque yo volvía a Venecia en tren. Pero en un semáforo se quedó dormido. Entonces lo puse en mi sitio y lo llevé a su casa. La puerta del garaje se abría con un mando a distancia. La abrí, introduje el coche y dejé el motor en marcha. Lo puse otra vez al volante, pulsé el botón de cierre y salí corriendo mientras bajaba la puerta.

—¿Lotto?

—Me llamó por teléfono, dijo que estaba preocupado por lo ocurrido y quería hablar conmigo. —Brunetti observaba el perfil de la mujer que iluminaban intermitentemente los faros de los coches que se cruzaban con ellos a intervalos. Sus facciones se mantenían serenas—. Le dije que sería preferible que nos encontráramos fuera de la ciudad, y quedamos en Dolo. Le expliqué que tenía que ir al continente para un asunto y propuse que nos viéramos en aquella carretera secundaria de Dolo. Llegué temprano, y cuando vino él bajé de mi coche y subí al suyo. Estaba asustado. Sospechaba que su hermana había matado a Trevisan y a Favero y quería saber si yo pensaba lo mismo. Temía ser el siguiente. Así todo el negocio sería para ella. Y para su amante.

La mujer paró a un lado de la carretera, dejó pasar el coche que venía detrás y dio la vuelta para regresar a Venecia.

—Le dije que de su hermana no tenía nada que temer. Pareció que eso lo tranquilizaba. No recuerdo cuántas veces disparé. Luego subí a mi coche y volví a
piazza
le
Roma.

—¿Y la pistola? —preguntó él.

—En mi casa. No quería deshacerme de ella hasta terminar con todo esto.

—¿A qué se refiere?

Ella le lanzó una mirada rápida.

—Quedan los otros.

—¿Qué otros?

Ella no contestó y movió la cabeza con una negativa que él consideró terminante.

—¿No pensó que, antes o después, la descubrirían?

—No lo sé. No pensaba en eso. Y entonces fue usted a la agencia, y le dije que no sabía conducir, y empecé a pensar en todos los errores que había cometido, además del olvido de las gafas. La gente me habría visto en el tren y el vigilante del garaje sabría que había sacado el coche la noche en que murió Lotto. Esta noche he comprendido que todo había terminado. Creí poder escapar. En fin —concluyó—, no sé si lo creía o sólo lo deseaba.

Transcurrió un tiempo, y Brunetti distinguió la primera villa que habían pasado a la ida, que ahora quedaba a su lado de la carretera. Ella rompió el silencio para decir:

—Ahora me matarán.

Él, con el calor y aquel movimiento del coche, al que no estaba acostumbrado, se había quedado adormilado.

—¿Qué? —musitó sacudiendo la cabeza e irguiendo el cuerpo.

—Cuando sepan que me han detenido porque los maté yo, no tendrán más remedio que eliminarme.

—No entiendo —dijo Brunetti.

—Yo sé quiénes son, por lo menos, algunos, los que han quedado. Y ésos querrán asegurarse de que no hablo.

—¿Quiénes?

—Los que copian las cintas y explotan a las prostitutas. Trevisan no era el único. No me refiero a los chulos de la calle, los que las controlan y les sacan el dinero. Yo conozco a los que dirigen este negocio, la importación y exportación de mujeres. Aunque de exportación no hay mucha, aparte las cintas. No los conozco a todos, pero sí a bastantes.

—¿Quiénes son? —preguntó Brunetti, pensando en la Mafia, en hombres bigotudos, con acento meridional.

Ella mencionó al alcalde de una ciudad de Lombardía y al presidente de una importante empresa farmacéutica. Cuando él se volvió a mirarla bruscamente, ella sonrió con tristeza y dio el nombre de varios altos funcionarios del Ministerio de Justicia.

—Es una multinacional, comisario. No se trata de un par de vejestorios que se reúnen en un bar a hablar de putas, mientras beben vino barato, sino de hombres que pertenecen a consejos de administración, que tienen yates y aviones privados y dan órdenes por fax y teléfono móvil. Hombres muy poderosos. ¿Por qué cree que desaparecieron las notas de la autopsia de Favero?

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Brunetti.

—Lotto me lo dijo. No querían que se investigara la muerte de Favero. Demasiada gente complicada. No los conozco a todos, pero sí a muchos. —Su sonrisa se borró—. Por eso me matarán.

—Le daremos protección especial —dijo Brunetti, pensando ya en los detalles.

—¿Como a Sindona? —preguntó ella con sarcasmo—. ¿Cuántos guardias tenía en la cárcel, y cuántas cámaras de vídeo lo seguían durante las veinticuatro horas? Eso no impidió que le envenenaran el café. ¿Cuánto tiempo cree que duraré yo?

—Eso no ocurrirá —dijo Brunetti con vehemencia, y entonces descubrió que no tenía razones para creerlo así. Sabía que ella había matado a los tres hombres, sí, pero lo demás había que demostrarlo, especialmente este supuesto peligro de que la mataran.

Por una especie de radar emocional, la mujer detectó su escepticismo y dejó de hablar. Siguieron viajando en la oscuridad, y Brunetti se volvió hacia su derecha, a contemplar las luces que se reflejaban en el canal.

Lo siguiente que Brunetti recordaba era que ella lo sacudía por el hombro y, al abrir los ojos, vio una pared ante sí. Instintivamente, encogió el cuello y levantó los brazos para protegerse la cara. Pero no hubo impacto ni sonido. El coche estaba quieto y el motor, mudo.

—Estamos en Venecia —dijo ella.

Él apartó las manos y miró en derredor. La pared que tenía delante era la del parking y había coches a cada lado.

Ella bajó la mano y se soltó el cinturón de seguridad.

—Imagino que querrá llevarme a la
questura
—dijo.

Cuando llegaron al embarcadero, Brunetti vio alejarse un 1 que acababa de salir. Miró el reloj y vio con sorpresa que eran más de las tres. No había llamado a Paola ni tampoco a la
questura
para informar de sus movimientos.

La
signora
Ceroni estaba delante del horario, con los ojos entornados, tratando de descifrarlo. Como no lo conseguía, sacó las gafas y se las puso. Cuando se hubo informado se volvió hacia Brunetti.

—El siguiente sale dentro de cuarenta minutos.

—¿Quiere que vayamos andando? —preguntó él. Hacía mucho frío para quedarse sentados en el embarcadero, a la intemperie. Por lo menos, andando conservarían el calor. Él podía pedir una lancha por teléfono a la
questura,
pero también tendrían que esperar. Seguramente, llegarían antes si iban a pie.

—Sí —respondió ella—. No volveré a ver la ciudad.

A Brunetti le pareció melodramática la frase, pero no dijo nada. Torció hacia la derecha y echó a andar por el muelle. Al llegar al primer puente, la mujer dijo:

—¿No podríamos cruzar por Rialto? Nunca me ha gustado Strada Nuova.

Sin decir nada, Brunetti siguió por el muelle hasta llegar al puente que conducía al Tolentino y las callejuelas que salían a Rialto. Ella caminaba con paso regular, y no parecía prestar atención a los edificios. Brunetti, que llevaba un ritmo más rápido, tenía que pararse de vez en cuando, en una esquina o a la entrada de un puente, a esperarla. Cruzaron el mercado del pescado y siguieron hacia Rialto. En el punto más alto, ella se paró sólo un momento y miró a un lado y luego al otro del Gran Canal, ahora sin tráfico de embarcaciones. Descendieron del puente y atravesaron
campo
San Bartolomeo. Se cruzaron con un vigilante nocturno que llevaba un pastor alemán sujeto con una correa, pero nadie habló.

Eran casi las cuatro cuando llegaron a la
questura.
Brunetti golpeó la gruesa vidriera, a mano derecha se encendió una luz y de la sala de guardia salió un agente, frotándose los párpados. El hombre atisbo al exterior y, al reconocer a Brunetti, abrió la puerta y saludó.


Buon giorno, commissario
—dijo, y miró a la mujer que estaba al lado de su superior.

Brunetti le dio las gracias y preguntó si aquella noche estaba de guardia alguna mujer. El hombre dijo que no y Brunetti le pidió que llamara a la primera agente de la lista para que fuera a la
questura
inmediatamente. Despidió al guardia y condujo a la
signora
Ceroni por el vestíbulo y la escalera hacia su despacho. La calefacción estaba baja y el aire era húmedo y frío. Al llegar a lo alto del cuarto tramo de escaleras, Brunetti abrió la puerta de su despacho y la sostuvo para que entrara la mujer.

—¿Puedo ir al baño? —dijo ella.

—Lo siento. No hasta que venga la agente.

Ella sonrió.

—¿Teme que me mate, comisario? —En vista de que él no contestaba, la mujer dijo—: Créame, no seré yo quien lo haga.

Él le indicó una silla y se quedó de pie detrás de su mesa, hojeando papeles. Ninguno de los dos habló durante el cuarto de hora que tardó en llegar la agente, una mujer de mediana edad que llevaba muchos años en el cuerpo.

Cuando entró la mujer policía, Brunetti miró a la
signora
Ceroni.

—¿Desea prestar declaración? La agente Di Censo puede ser testigo.

La
signora
Ceroni movió la cabeza negativamente.

—¿Desea llamar a un abogado?

Otra muda negativa.

Brunetti esperó un momento y se volvió hacia la agente.

—Lleve a la
signora
Ceroni a una celda. La número cuatro, que tiene calefacción. Si ella cambia de opinión, puede llamar a su abogado y a su familia. —Miró a la detenida al decirlo, pero ésta volvió a sacudir la cabeza. Y, dirigiéndose de nuevo a la agente, el comisario prosiguió—: No debe tener contacto con nadie, ni de la
questura
ni del exterior. ¿Me ha comprendido?

—Sí, señor —dijo Di Censo—: ¿Debo permanecer con ella?

—Sí; hasta que venga alguien a relevarla. —Y dijo a la
signora
Ceroni—: La veré esta mañana, señora.

Ella movió la cabeza de arriba abajo sin decir nada, se puso en pie y siguió a Di Censo. Él se quedó escuchando el ruido de los pasos de las dos mujeres que se alejaban, los de la agente, acompasados y firmes, los de la otra mujer, marcados por aquel taconeo nervioso que lo había guiado hasta
piazzale
Roma y la triple homicida.

Brunetti redactó un breve informe con lo esencial de su conversación con la
signora
Ceroni, mencionando la negativa de ésta a llamar a un abogado o hacer una confesión formal y lo dio al agente de la puerta, con instrucciones de entregarlo al
vicequestore
Patta o al teniente Scarpa en cuanto llegaran.

Eran casi las cinco cuando Brunetti se metía en la cama junto a Paola. Ella se agitó, se volvió hacia él, le puso un brazo sobre la cara y musitó algo que él no entendió. Cuando Brunetti se dormía, de su memoria surgió no la imagen de la mujer asesinada sino la de Chiara, que sostenía entre las manos a su perro
Bark.
Qué nombre tan tonto para un perro, pensó y se quedó dormido.

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