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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (23 page)

Brunetti se acercó a la estatua y pasó al otro lado de la baja cerca metálica que rodeaba la base. Delante de la plataforma había un grupo compuesto por un centenar de personas, del que se separaron tres hombres y una mujer que subieron a la plataforma. De pronto sonó una música estridente. A Brunetti le pareció el himno nacional, pero el volumen y los parásitos lo hacían ir reconocible.

Un hombre con pantalón vaquero y cazadora de piel entregó un micrófono del que colgaba un largo cable a uno de los hombres del estrado. Éste sostuvo el aparato a un lado un momento, sonrió a la gente, se lo pasó a la mano izquierda y estrechó la mano de las otras personas que estaban en el estrado. Desde abajo, el de la cazadora levantó el brazo y con los dedos hizo señal de cortar, pero el himno o lo que fuera siguió sonando.

El del estrado se acercó el micrófono a la boca y dijo algo, pero las palabras quedaron ahogadas por la música. Entonces el hombre sostuvo el micro con el brazo extendido y le dio unos golpecitos con la mano, que sonaron como seis disparos con silenciador.

Un grupo de personas se separaron de la multitud y entraron en un bar. Otras seis dieron la vuelta por delante de la iglesia y desaparecieron por la calle della Mandorla. El de la cazadora subió a la plataforma y tocó los cables que salían de uno de los altavoces. Aquel altavoz enmudeció de repente, pero el otro siguió lanzando al aire parásitos con acompañamiento musical. El hombre cruzó apresuradamente la plataforma y se arrodilló detrás del otro altavoz.

Se fueron varías personas más. La mujer bajó del estrado y desapareció entre la multitud. Dos de los hombres la siguieron. Como el ruido no cesaba, el de la cazadora se puso de pie y deliberó con el del micrófono. Cuando Brunetti se fue no quedaba frente al estrado más que un puñado de personas.

Brunetti volvió a cruzar la reja y se encaminó hacia el puente de Accademia. Cuando pasaba por delante del pequeño quiosco de flores que está al extremo del
campo
dejó de oírse la música y sonó una voz de hombre, amplificada sólo por la cólera, que decía:
«Cittadini, italiani»,
pero Brunetti no se paró, ni siquiera miró atrás.

Entonces descubrió que estaba deseando hablar con Paola. Como siempre, a despecho de las ordenanzas, la había mantenido al corriente de la marcha de la investigación y de sus impresiones acerca de las personas a las que había interrogado y de las respuestas que le habían dado. Como en este caso no había un sospechoso evidente desde el principio, Paola, contrariamente a lo que era su costumbre, que Brunetti en vano había tratado de quitarle, se había abstenido de señalar al que ella creía el asesino. Normalmente, su apriorística certidumbre hacía de ella una interlocutora muy estimulante, qué con sus preguntas le obligaba a explicar las cosas con claridad. Muchas veces, inducido por ella a explorar las causas de una vaga intuición, él hacía nuevas deducciones. Pero esta vez Paola no había sugerido nada, no había apuntado nada, no había manifestado sospechas acerca de ninguna de las personas que él mencionaba. Lo escuchaba con interés, nada más.

Cuando llegó Brunetti, Paola aún no estaba en casa, pero Chiara ya lo esperaba.

—Papá —llamó desde su habitación al oírle abrir la puerta. Un segundo después, su hija hizo su aparición en el recibidor con una revista abierta en la mano. Él reconoció la orla amarilla de la portada de
Airone
que, con sus fotos fastuosas en papel
couché
y su prosa simple, emulaba a una revista norteamericana de gran circulación.

—¿Qué hay, tesoro? —preguntó él inclinándose a darle un beso en el pelo antes de volverse para colgar la gabardina en el armario contiguo a la puerta.

—Es un concurso, papá. Si ganas, te regalan una suscripción.

—¿Pero no la tienes ya? —preguntó él, que se la había regalado en Navidad.

—Eso no es lo que importa, papá.

—¿Pues qué es lo que importa? —preguntó él, yendo por el pasillo hacia la cocina. Pulsó el interruptor de la luz y se acercó al frigorífico.

—Lo que importa es ganar —dijo ella, siguiéndolo por el pasillo. Al oír esto, él se preguntó si aquella revista no sería demasiado americana para su hija.

Sacó una botella de Orvieto, miró la etiqueta, la dejó donde estaba y tomó la de Soave que habían abierto para la cena de la víspera. Se sirvió una copa y bebió un sorbo.

—¿Y en qué consiste el concurso?

—Hay que poner nombre a un pingüino.

—¿Poner nombre a un pingüino? —repitió Brunetti estúpidamente.

—Sí, mira —dijo ella acercándole la revista con una mano y señalando una foto con la otra. Él vio lo que parecía la masa algodonosa que Paola extraía a
veces
del aspirador.

—¿Qué es eso? —preguntó él acercando la revista a la luz.

—Es el pingüinito, papá. Nació el mes pasado en el zoo de Roma y todavía no tiene nombre. Ofrecen un premio a quien proponga el mejor nombre.

Brunetti acabó de abrir la revista y miró más atentamente la foto. En efecto, vio un pico, dos ojos redondos y dos patas amarillas. En la página de enfrente había un pingüino adulto, pero Brunetti no encontraba parecido alguno entre uno y otro.

—¿En qué nombre has pensado? —preguntó hojeando la revista y contemplando un desfile de hienas, ibis y elefantes.

—«Pintado» —dijo ella.

—¿Cómo?

—«Pintado» —repitió.

—¿Un pingüino?

—Sí. Seguro que la mayoría dicen «Flipper» o «Camarero». A nadie se le ocurrirá «Pintado».

Brunetti reconoció que probablemente tenía razón.

—De todos modos, creo que deberías reservar el nombre para otra ocasión —dijo él poniendo la botella en el frigorífico.

—¿Por qué? —preguntó Chiara recuperando la revista.

—Por si alguna vez hacen un concurso para una cebra.

—Oh, papá, qué bobo eres a veces —dijo ella, volviendo a su habitación, sin sospechar lo mucho que a su padre le complacía su opinión.

En la sala, Brunetti recuperó el libro que había dejado abierto boca abajo la víspera al acostarse. Podría volver a librar la guerra del Peloponeso mientras esperaba a Paola.

Ella llegó una hora después, abrió con su llavín y entró directamente en la sala. Echó el abrigo sobre el respaldo del sofá y se dejó caer al lado de su marido, todavía con el chal en el cuello.

—Guido, ¿alguna vez te ha pasado por la cabeza la idea de que yo esté loca?

—Muchas veces —respondió él volviendo la página.

—Es que tengo que estarlo, o no trabajaría para estos cretinos.

—¿Qué cretinos? —preguntó él, sin molestarse todavía en levantar la mirada del libro.

—Los que dirigen la universidad.

—¿Qué ha pasado?

—Hace tres meses me pidieron que diera una conferencia en la facultad de Filología Inglesa de la Universidad de Padua. Sobre la Novela Británica, dijeron. ¿Por qué crees que he estado leyendo todos esos libros durante los dos últimos meses?

—Porque te gustan. Por lo mismo que los has leído durante los veinte últimos años.

—Oh, Guido, haz el favor —dijo ella dándole un ligero codazo en las costillas.

—Cuenta, ¿qué ha pasado?

—Hoy, cuando he ido a la oficina a recoger el correo, me han dicho que hubo una confusión, que la conferencia era sobre Poesía Norteamericana, y a nadie se le ha ocurrido advertirme. Porque como, al fin y al cabo, todo es inglés…

—¿Y sobre qué será?

—No lo sabré hasta mañana. Dirán a Padua que el tema se ha cambiado a la Novela Británica, siempre y cuando
Il Magnifico
lo apruebe. —A ambos les encantaba esta fastuosa reliquia del paleolítico académico: el tratamiento de «Il Magnifico Rettore» que se daba al rector de la universidad. Era lo único que a Brunetti le había parecido interesante de la vida académica, en los veinte años que llevaba viviendo en la periferia de la universidad.

—¿Tú qué crees que hará? —preguntó Brunetti.

—Probablemente, decidirlo a cara o cruz.

—Buena suerte —dijo Brunetti, dejando el libro—. A ti lo norteamericano no te va, ¿verdad?

—Cielos, no —dijo ella tapándose la cara con las manos—. Puritanos,
cowboys
y mujeres estridentes. Preferiría dar un curso sobre la «novela del tenedor de plata».

—¿La qué?

—La «novela del tenedor de plata» —repitió ella—. Libros de argumento sencillo, escritos para explicar a los nuevos ricos cómo deben comportarse en sociedad.

—¿Quieres decir libros para
yuppies?

Paola se echó a reír.

—No, Guido, no para
yuppies.
Se trata e novelas escritas en el siglo dieciocho, cuando a Inglaterra llegaba mucho dinero de las colonias, y había que enseñar a las orondas esposas de los fabricantes textiles de Yorkshire qué tenedor debían usar. —Reflexionó un momento sobre lo que acababa de decir—. Pero, si bien se mira y salvando las distancias, otro tanto podría decirse de Bret Easton Ellis, a pesar de ser norteamericano. —Apoyó la cara en el hombro de su marido, riendo por lo bajo de algo que él no entendía.

Cuando se serenó, Paola se quitó el pañuelo del cuello y lo dejó encima de la mesa.

—¿Y tú qué has hecho? —preguntó.

Él se puso el libro boca abajo en las rodillas y se volvió a mirarla.

—He hablado con la puta y su chulo y luego con la
signora
Trevisan y su abogado. —Despacio, procurando ser coherente y no omitir detalle, le contó todo lo sucedido durante el día, terminando con la reacción de la
signora
Trevisan a su pregunta sobre las prostitutas.

—¿Tenía el hermano algo que ver con prostitutas? —preguntó Paola, procurando repetir sus palabras con exactitud—. ¿Y crees tú que ella comprendió a qué te referías?

Brunetti asintió.

—¿Y el abogado, no?

—No; él no captó la ambigüedad, pensó que yo preguntaba si tenía relaciones sexuales con ellas.

—Pero ella sí lo entendió.

Otra vez Brunetti movió la cabeza afirmativamente.

—Es mucho más lista que él.

—Las mujeres suelen serlo —comentó Paola, y entonces preguntó—: ¿Qué crees tú que podía tener que ver ese hombre con las prostitutas?

—No lo sé, Paola, pero su reacción indica que, fuera lo que fuere, ella estaba al corriente.

Paola guardó silencio, esperando a que él hiciera sus deducciones. Él le tomó una mano, le dio un beso en la palma y la dejó caer a su regazo. Ella seguía aguardando y no se movió.

—Es el único punto de contacto —dijo él como hablando consigo mismo—. Los dos, Trevisan y Favero, tenían el número del bar de Mestre, y en ese bar hay un chulo que explota a una serie de chicas, que se renuevan continuamente. De Lotto no sé sino que administraba el patrimonio de Trevisan.

Dio la vuelta a la mano de Paola y resiguió con el índice las venitas azules del dorso.

—No es mucho —dijo Paola al fin.

Él movió la cabeza negativamente.

—Esa chica, Mara, ¿qué te preguntó de las otras?

—Si yo sabía algo de unas chicas que habían muerto este verano, y luego habló de un camión. No sé a qué se refería.

En los confines de la memoria de Paola empezó a agitarse un recuerdo, como una vieja carpa que lentamente nadara hacia la luz del día. Era un recuerdo que había despertado a la mención del camión y las mujeres. Ella apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Y vio nieve. Y bastó este detalle para hacer que el recuerdo saliera a la superficie.

—Guido, a principios de otoño… creo que fue mientras estabas en Roma en aquella conferencia… un camión se salió de la autopista cerca de la frontera austríaca. He olvidado los detalles, me parece que derrapó en el hielo y cayó por un precipicio o algo por el estilo. Lo cierto es que en la caja del camión viajaban mujeres y todas murieron. Diría que eran ocho. Fue muy raro. La noticia vino en todos los periódicos pero enseguida desapareció, no se dijo más. —Paola sintió que él le oprimía la mano con más fuerza—. ¿Crees que podía referirse a eso?

—Recuerdo haber leído algo, una referencia al suceso en un informe de la Interpol sobre trata de blancas —dijo Brunetti—. El conductor murió, ¿verdad?

—Creo que sí —dijo Paola.

La policía de allá arriba tendría el atestado, mañana les llamaría. Trató de recordar algo más del informe de la Interpol, o quizá era de alguna otra agencia. Sólo Dios sabía dónde estaría archivado. Mañana tendría tiempo para todo eso.

Paola le tiró de la mano con suavidad.

—¿Por qué vais con ellas?

—¿Hmmm? —hizo Brunetti, distraído.

—¿Por qué vais con putas? —Y, para evitar malas interpretaciones, aclaró—: Me refiero a los hombres en general.

Él hizo un vago ademán sin soltarle la mano.

—Sexo sin compromiso, supongo. Sin consecuencias ni obligaciones. Sin cumplidos.

—No parece muy atractivo —dijo Paola, y agregó—: Claro que las mujeres siempre se empeñan en dar al sexo un cariz sentimental.

—En eso tienes mucha razón —dijo Brunetti.

Paola se desasió de su mano y se levantó. Miró a su marido un momento y luego se fue a la cocina a preparar la cena.

23

Cuando llegó a la
questura
al día siguiente, Brunetti pidió a la centralita que le pusiera con la policía de Tarvisio y empezó a buscar en sus archivos el informe de la Interpol sobre la prostitución. El agente encargado de la centralita cumplió rápidamente el encargo y Brunetti pasó los quince minutos siguientes escuchando a un capitán de
carabinieri
describir el accidente, hasta que el comisario puso fin a la conversación solicitando que le pasaran por fax toda la documentación relacionada con el caso.

Brunetti tardó veinte minutos en localizar el informe sobre el tráfico internacional de prostitutas y media hora, en leerlo. Su contenido le impresionó vivamente, en especial la última frase, que le pareció inverosímil: «Varias policías y organizaciones internacionales calculan que el número de mujeres afectadas por este tráfico es de medio millón.» El informe describía algo que él, al igual que la mayoría de policías de Europa, sabía que existía, pero lo sobrecogedor era la envergadura y complejidad de la operación.

El esquema, en líneas generales, quedaba reflejado en la historia de Mara: a una muchacha de un país en vías de desarrollo se le prometía una nueva vida en Europa; unas veces, el señuelo era el amor, un tierno amor y otras, la promesa de trabajo doméstico o una carrera en el mundo del espectáculo. En Europa, le decían, tendrás una vida digna, ganarás lo suficiente para ayudar a tu familia y quizá un día puedas llevarla contigo a aquel paraíso en la tierra.

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