Trudi puso una mano sobre el hombro de Bond.
—¿Quieres decir que lo que te ha sucedido esta tarde puede no haber sido un accidente?
—Eso también es una posibilidad —contestó Bond, tratando de parecer serio—. Saber con exactitud lo que está pasando aquí me ayudaría a formarme una idea sobre por qué alguien quiere golpear a la Drax Corporation. Creo que Mr Drax podría malentender mi interés y, por el momento, no dispongo de ninguna prueba definitiva que poder presentarle. Sigo esperando nuestros propios informes de laboratorio sobre los restos del accidente de Alaska.
Bond se alegró al ver que Trudi asentía simpáticamente. Sin duda alguna, estaría encantada de ayudarle.
—Me resulta bastante difícil decirte algo —dijo ella—. Como te he dicho, yo sólo soy la piloto personal de Mr Drax. Sé que había un proyecto del «máximo secreto» en uno de los laboratorios, pero ahora todo ha sido trasladado.
—¿Adónde? —preguntó Bond, notando cómo se le aceleraba el pulso.
—No lo sé —contestó Trudi sacudiendo la cabeza—. Una mañana había desaparecido. Y todos los técnicos también. Me sorprendí porque nadie me lo dijo. Normalmente, estoy enterada de todos los vuelos que entran y salen de aquí. Tuvieron que haberse marchado por medio del ferrocarril.
—¿Dónde estaba situado el laboratorio? —preguntó Bond, frunciendo el ceño.
—Si estás pensando en ir allí a echar un vistazo, olvídalo —dijo Trudi—. Todo se incendió inmediatamente después del traslado.
—Parece que los accidentes ocurren por aquí con mucha frecuencia —observó Bond, sonriendo burlonamente.
Trudi plegó los brazos bajo sus senos y se reclinó contra la almohada.
—Es de lo más insólito. Normalmente, por aquí nunca sucede nada.
—¿De veras? —preguntó Bond elevando una ceja.
—Absolutamente. Por eso tu visita a mi habitación es todo un acontecimiento.
Bond contempló la entreabierta curva de la boca suave y sensual. Era difícil no sentirse estimulado por la belleza de aquella mujer. También había necesidad en sus ojos.
—¿Qué me dices de esa lista de tu madre?
Los brazos de Trudi se abrieron y le rodearon la nuca. Sus labios se abrieron del todo para recibir lo que él deseara darle.
—¿Qué madre? —preguntó entrecortadamente.
Una hora después, Bond se movía silenciosamente a lo largo del camino que había seguido con el mayordomo de Drax. Había dejado a Trudi dormida con una sonrisa angelical en las comisuras de la boca y con una sábana envolviéndole apretadamente el cuerpo desnudo. En esa posición había parecido una niña pequeña envuelta en la sábana, en su cuna. Daba una impresión falsa acerca de cómo había sido en sus momentos de vigilia.
Bond se detuvo al pie de la escalera y escuchó. Podía oír el tic-tac de un reloj, pero nada más. El vestíbulo estaba iluminado por la luz de la luna y los bustos de los nichos le contemplaban desde allí como espías. Bond se dirigió hacia el despacho de Drax. Por debajo de la puerta no se veía brillar ninguna luz. Ningún sonido se escuchaba procedente del interior. Bond cerró los dedos alrededor de la manija y la apretó hacia abajo. Se produjo un suave
clic
y la puerta se abrió. Bond se detuvo por un momento y volvió a escuchar. Si, por casualidad, los doberman se encontraban todavía en el interior, quería darles tiempo para que anunciaran su presencia. Satisfecho de que no hubiera ninguno, Bond se deslizó hacia el interior del despacho y cerró la puerta tras de si. La tarea que se le presentaba era desalentadora. No tenía ni la menor idea de lo que andaba buscando, y allí había mobiliario suficiente como para llenar una sala de subastas. Se dirigió hacia el escritorio Louis XV y lo encontró cerrado. No era nada sorprendente. Después de lo descubierto en su dormitorio, tampoco le sorprendió encontrar allí dos delgados hilos que bajaban por la parte posterior del escritorio y corrían a lo largo de su parte superior. El instrumento era o bien una trampa explosiva o estaba conectado con una alarma que se pondría en marcha en cuanto alguien tropezara con ellos.
Bond estaba sopesando la alternativa cuando la puerta se abrió rápidamente tras él. Apenas le había dado tiempo de tumbarse en el suelo cuando Trudi entró llevando un largo batín de seda, con una expresión de preocupación en su rostro.
—¿James?
Bond se levantó y Trudi retrocedió, asustada. Rápidamente, Bond le puso un dedo sobre los labios.
—Has abierto mi apetito —y como ella pareciera sorprendida, añadió—: De información. ¿Hay alguna caja fuerte aquí?
—¡Tienes que estar loco! —exclamó Trudi abriendo mucho los ojos.
—Posiblemente.
Bond contempló la habitación. Un elegante reloj de pared aparecía flanqueado por dos luces. Su posición parecía incongruente en relación con la disposición general del despacho. El reloj no era ninguna obra de arte que exigiera iluminación. Bond se aproximó al reloj y escuchó. No funcionaba.
Trudi le observó como alguien que ha ocultado la prenda en un juego del escondite. Tenía una expresión de ansiedad en su rostro.
—James…
—¿Dirías que me voy acercando?
—¡James! Tienes que marcharte.
Bond se incorporó y abrió el cristal frontal. Y la parte frontal se balanceó, abriéndose, demostrando que sólo era una fachada. Detrás se encontraba la puerta redonda de una pequeña caja de seguridad, con un disco de combinación en el centro.
—Por el momento, resulta muy prometedor —dijo Bond—. Supongo que no sabrás la combinación, ¿verdad?
Trudi sacudió la cabeza con lentitud. Estaba casi hipnotizada por el temor.
—No te la diría si la supiera.
Bond miró la grácil figura silueteada contra la luz de la luna y sintió una rápida punzada de apetito sexual. ¿Qué era lo que hacía tan deseable a una mujer asustada? Probablemente, los psicólogos serían capaces de ofrecer una razón poco grata. Se metió la mano en el bolsillo de sus pantalones.
—Está bien. No te presionaré.
Una delgada figura rectangular apareció en su mano derecha y fue colocada contra la parte lateral del frente de la caja, cerca del disco. Trudi vio brillar algo y tuvo la impresión de unas líneas fluorescentes que se cruzaban. Era como contemplar una placa de rayos X. Bond empezó a manipular el disco con las yemas de sus dedos y el modelo cambió. Trudi miró a su alrededor, tratando de tomar conciencia de que se hallaba en el despacho de Hugo Drax y no dormida en su cama, soñando un sueño extraño. Se escuchó un
clic
y la puerta de la caja se abrió. Trudi no despertó. Seguía estando en el despacho de Drax. Contempló el objeto que había en la mano de Bond.
—Esto es asombroso.
Bond lo apretó contra la parte izquierda de su pecho y estrechó la mirada de sus ojos cuando el rectángulo brilló.
—Tienes un corazón de oro.
—No necesitarás una máquina de rayos X para verlo si Mr Drax nos descubre aquí —dijo Trudi, sonriendo nerviosamente.
Bond pensó que, probablemente, ella tenía razón. Abrió del todo la puerta de la caja de seguridad y contempló su interior. A primera vista, parecía estar vacía, y el corazón le dio un vuelco. Después, sus dedos tanteantes notaron que la pared del fondo cedía y ejerció presión lateral sobre ella. La parte posterior de la caja se abrió, revelando otro espacio detrás. Era una treta inteligente que recordaba los compartimentos secretos construidos en la parte posterior de los cajones de los muebles de época. Bond extendió el brazo y extrajo una hoja de papel con un dibujo, doblada en cuatro partes.
Ahora, Trudi estaba a su lado, temblando.
—¡James, por el amor de Dios!
—Está bien.
La voz de Bond sonó fría y dura cuando la apartó a un lado. Era la misma expresión que había tenido en su rostro durante los momentos más apasionados de su relación amorosa. Ella volvió a sentir que había algo amenazador en la forma en que podía cambiar repentinamente su estado de ánimo. Cruzarse en el camino de aquel hombre sería peligroso.
Rápidamente, Bond extendió el dibujo sobre la superficie plana más cercana y sus ojos se extendieron sobre él. Mostraba el dibujo seccionado de una retorta en forma de bulbo equipada con aletas, como las de una bomba.
—¿Sabes lo que es esto?
—No —contestó Trudi, sacudiendo la cabeza.
Bond la creyó. Se llevó rápidamente algo a los ojos, se escuchó un
clic
y hubo un pequeño fogonazo. Casi antes de que Trudi hubiera terminado de parpadear, ya estaba devolviendo el dibujo a la caja y poco después volvía a colocar en su sitio la parte delantera del reloj. Bond volvió a meterse en el bolsillo la cámara en miniatura.
—Muy bien. Vámonos.
—Tú primero —dijo Trudi.
Bond dudó por un momento y después la besó ligeramente en la mejilla.
—De acuerdo. Cuídate.
—Y tú también.
Bond se movió con rapidez hacia la puerta y la abrió unos centímetros. Se detuvo, escuchando, y después se deslizó hacia el exterior. Trudi esperó a escuchar el sonido de sus pasos, pero no oyó nada. Detrás de ella, un reloj dio unas campanadas y el corazón se encabritó ante el inesperado sonido. Miró desamparadamente por la habitación iluminada por la luz de la luna y la cruzó en dirección a la puerta. Bond la había dejado ligeramente entornada. Respirando profundamente y escuchando los latidos de su pulso, salió y se volvió para cerrar. Estaba más asustada de lo que había estado en toda su vida. La puerta se cerró con un
clic
y el sonido pareció extender un eco por el amplio vestíbulo abovedado, como un disparo. Trudi esperó escuchar algún otro sonido, ver que se encendía alguna luz, pero no sucedió nada. Se alejó de la puerta acusatoria y casi echó a correr hacia el pie de las escaleras. Como una niña jugando, se dijo a sí misma que todo estaría bien si lograba llegar al primer rellano sin ser vista. Subió los escalones de dos en dos, notando que el peso sobre su corazón aumentaba a cada paso. Delante de ella, como un cronometrador situado en la línea de meta, se encontraba una armadura que sostenía una maza en uno de sus puños. Trudi se deslizó junto a ella y avanzó por el largo pasillo.
Bajo las escaleras, Chang surgió de entre las sombras y miró hacia arriba antes de dirigirse con lentitud y decisión hacia la puerta del despacho.
La góndola se movió suavemente por el Canale di San Marco y Bond deslizó la mirada por la Isola di San Giorgio y la imponente columnata de su hermosa iglesia blanca paladiana. Por todos los lados había belleza y una calidad de luz que Bond sólo encontraba en Venecia. Una lancha autobús pasó cerca y las olas que produjo hicieron que la góndola se alzara y se hundiera en los rotos reflejos de los altos edificios. Los pensamientos de Bond dejaron la belleza y volvieron al deber.
El revelado de la fotografía tomada del dibujo encontrado en la caja de seguridad de Drax había revelado las palabras CRISTAL VENINI impresas en una esquina. Había costado muy poco descubrir que una compañía comercial que actuaba bajo ese nombre poseía una tienda en la plaza de San Marcos. Se había empleado mucha más energía en tratar de descubrir qué era el objeto dibujado en el papel, pero sin ningún resultado. La considerada opinión del departamento de Q era que se trataba de alguna clase de pequeño satélite, pero seguía siendo oscuro el propósito para el que había sido diseñado. No se parecía a nada que estuviera siendo utilizado en el espacio para propósitos de investigación o comunicación.
Llegaban a la Piazzetta. El gondolero de Bond llevó hábilmente la embarcación por entre los postes recubiertos de algas. Bond se levantó y saltó a los tablones.
—Espérame aquí, Franco.
Franco inclinó sobre sus ojos el sombrero de paja adornado con una cinta.
—Sí,
signore
.
Era un joven alto y bien constituido, de pelo negro ensortijado y ojos con largas pestañas, cuya inocencia se observaba en toda su superficie. Pero por debajo de su piel suave de color oliva, todo era tan duro como el tungsteno. Trabajaba para la estación G, cuya esfera de influencia cubría la zona norte de Italia, desde Turin a Trieste.
El día era frío y había pocos turistas por la plaza. Bond pasó junto a la librería Vecchia y se dirigió hacia la masa de ladrillos del Campanile, el
paron de casa
. A su alrededor, los pasos producían un sonido hueco, y empezó a escuchar el perpetuo y fantasmagórico murmullo que circula entre las columnatas como si se tratase de susurros acumulados de la historia. Se detuvo para admirar los mosaicos de los arcos románicos de la basílica y continuó su camino hacia la Torre del Reloj. Empezaron a sonar las campanadas de la hora y las dos figuras de bronce fundido del techo hicieron oscilar hacia atrás sus martillos y golpearon la gran campana, una tras la otra. Las palomas se elevaron para volver a descender rápidamente sobre las piedras del pavimento, en busca de comida. Contemplaron a Bond llenas de esperanza, con las cabezas ladeadas, pero pronto se dieron cuenta de que él no era un hombre que alimentara a las palomas. Haciendo oscilar las alas y alertas ante cualquier resto de grano, se arremolinaron a un lado para dejarle pasar.
Bond estudió las tiendas cercanas a la Torre del Reloj. Descubrió lo que andaba buscando muy cerca de la arcada de la Mercería. Un toldo que llevaba el nombre de Cristal Venini. Visible en una de las esquinas, con una discreción que resultaba insólita, se podía observar el símbolo de Drax. Bond miró a su alrededor, tal y como había hecho cuando se detuvo fuera de la Basílica, y se sintió razonablemente seguro de que nadie le seguía. Se metió bajo la arcada y entró en la tienda. Por todos lados había estanterías llenas de vasijas multicolores, jarras, cuencos, vasos y ornamentos, todo de cristal.
Una mujer muy hermosa se adelantó rápidamente hacia él.
—¿Puedo interesarle en algo?
Bond se dio cuenta de que su vista se había posado inadvertidamente en un modelo de cristal que representaba una cama de cuatro postes, y se apresuró a apartarla de allí.
—Me siento tentado de decir inmediatamente que sí, pero quizá sea mejor echar primero un vistazo.
La mujer le sonrió e hizo un gracioso gesto con su brazo.
—Por favor, vaya adonde quiera. Puede visitar el taller si lo desea.
Señaló hacia el fondo de la tienda y dejó a Bond para ocuparse de otro cliente.
Bond avanzó por una de las alas y llegó a la conclusión de que, en conjunto, prefería el cristal antiguo al moderno. Había unas pocas cajas que mostraban piezas antiguas que, a los ojos de un profano, parecían valer una fortuna. Pasó junto a ellas y se detuvo ante la puerta que daba paso al taller. Más allá, la luz era apagada y lo que más llamaba la atención eran inevitablemente los hornos y los glóbulos incandescentes situados al extremo de las varillas de los cristaleros. El sudor brillaba en los pechos de dos hombres, desnudos de cintura para arriba, que configuraban con gran pericia un complicado vaso de varias asas con la ayuda de pinzas con las que manipulaban las tiras fundidas de cristal como si se tratara de espagueti. Lo que hacían había cautivado la atención de un pequeño grupo de turistas, uno de los cuales accionaba su cámara fotográfica a una velocidad apenas inferior a la que trabajaban los hombres el cristal.