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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (7 page)

—Durante la cena podremos discutir la cuestión del Moonraker. Espero verle en la Sala Orleans a las siete y media —cuando terminó de hablar, se abrió la puerta y entró Trudi—. Miss Parker le acompañará hasta el doctor Goodhead, que le mostrará las instalaciones. Por favor pregunte con entera libertad todo aquello que se le ocurra.

Lo que se daba a entender con ello era que todo aquello que se le ocurriera a Bond no sería más que un proceso casual, sin ninguna garantía de que el doctor Goodhead tuviera una tarde particularmente ocupada y difícil.

—Gracias por demostrar tanta cooperación —dijo Bond, extendiendo una sonrisa glacial por su ya fría boca.

—Es un placer.

Drax dio un paso hacia la puerta como para mostrar a su invitado el camino, y a continuación se quedó quieto hasta que estuvo a solas con Chang. Extendió su taza vacía y, mientras se le servía el té, contempló la concentrada expresión del rostro del otro.

—Quiero que te ocupes de Mr Bond, Chang —dijo, con lentitud—. Procura que le suceda algo malo.

5. Una colecta para Mr Bond

Trudi escoltó a Bond hacia un pequeño vehículo parecido a un cochecito para jugadores de golf, y ambos se alejaron por el camino de gravilla. Bond tenía la impresión de que unos ojos le observaban desde detrás de las altas ventanas, pero no pudo observar nada. Trudi permaneció en silencio, y él se dio cuenta de que ella había logrado leer su expresión y que sabía que la entrevista con Drax no había ido bien. Consideró la posibilidad de interrogarla en cuanto a sus relaciones con su patrono, pero decidió que aquél no era el momento más adecuado para invitarla a tales confidencias. Quizá más tarde.

El vehículo cruzó un puente en el límite de los álamos y dejó atrás el renacimiento francés. El primero de los enormes hangares se encontraba sobre un gran espacio abierto plantado con matorrales que no habían alcanzado todavía la madurez. Trudi lo rodeó y llegó a un edificio de cristal que parecía contener oficinas. A Bond le recordó una caja para ratones, de tres pisos, que había tenido siendo un muchacho. Casi esperaba ver un tráfago gigantesco de trabajo junto a los archivos.

—Aquí es donde le dejo —comunicó Trudi—. Encontrará usted al doctor Goodhead al final del pasillo que hay tras el mostrador de recepción.

—La veré esta tarde —dijo Bond.

—Querrá decir esta noche.

Trudi se despidió con un ademán de la mano y regresó hacia el castillo sin volver la cabeza.

Bond suspiró y se preguntó cómo sería el doctor Goodhead. Probablemente, debía tratarse de algún científico seco como el polvo que hablaría en una jerga técnica incomprensible. La clase de hombre capaz de dividir el átomo sin descubrir cómo detener la caspa que se formaba sobre los hombros de su bata blanca.

Bond entró en el edificio y pasó junto al vacío mostrador de recepción y la inevitable máquina de agua helada. Mientras avanzaba por el pasillo, una hermosa mujer con leotardos negros se le acercó. Su piel hacía juego con el color de los leotardos, y llevaba un jersey de lana sobre los hombros. Había dos pequeñas gotitas de sudor sobre el labio superior, cruelmente curvado, y Bond supuso que acababa de regresar de una tanda de ejercicios físicos con los aspirantes a astronautas. Ella le sonrió encantadoramente y siguió su camino, rizando los músculos bajo los leotardos. Bond volvió a notar una extraña sensación de irrealidad. Resultaba difícil conciliar un castillo renacentista con mujeres hermosas con proporciones de maniquíes y la tecnología ultramoderna de un laboratorio espacial. Siguió bajando por el pasillo y se detuvo ante una puerta en la que el nombre del doctor H. Goodhead se veía claramente impreso en letras negras sobre un letrero blanco. Bond llamó; no hubo respuesta. Abrió la puerta y se encontró en un despacho exterior con una mesa de secretaria, archivadores y mapas de pared. La habitación estaba vacía. La puerta que daba al despacho interior aparecía entornada y Bond la abrió.

De pie, de espaldas a él, había una mujer delgada que llevaba un ligero traje gris. La espalda era prometedora. Era ancha y terminaba en una cintura estrecha que daba paso a un trasero apretado y bien redondeado, y a unas piernas que recorrían muchos gráciles centímetros antes de llegar al suelo. Los hombros se inclinaban suavemente y la carne blanca del cuello era visible porque el pelo había sido peinado hacia arriba y sujetado sobre la parte posterior de la cabeza, a la moda de la mujer de negocios. Unos pocos mechones errantes se extendían atractivamente como las plumas de la cola de un ave. La mujer estaba estudiando un diagrama cuando Bond entró, y se volvió rápidamente mirándole con unos ojos azules penetrantes. Tenía la frente elevada, la nariz recta y boca grande y débilmente arrogante. Había una actitud autoritaria en su mandíbula, y todo su rostro mostraba un rígido recelo que contrastaba con las suaves curvas femeninas de sus bien configurados pechos. Bond tuvo la impresión de encontrarse ante una mujer que quería ser tratada como un hombre… o que pensaba que lo quería. Ya se había encontrado antes con mujeres de este tipo en sociedades dominadas por los hombres. Como ayudantes personales, comenzaban a adoptar las características de sus jefes.

—Buenas tardes —saludó Bond—. Estoy buscando al doctor Goodhead.

La mujer avanzó hacia él.

—Pues acaba de encontrarle —dijo con una sonrisa que era una simple formalidad.

—Una mujer.

Bond reflexionó que podía haber hecho un mayor esfuerzo por alejar de su voz el tono de sorpresa. Ella inclinó la cabeza graciosamente.

—Su poder de observación le honra, Mr Bond. Porque es usted Mr Bond, ¿verdad?

—James para los amigos —dijo Bond.

Ella extendió la mano con brusquedad.

—Holly Goodhead.

La mano era firme y seca, pero la presión que ejerció fue mínima. Fue un apretón de manos muy formal.

—¿Es usted una de las aspirantes a astronautas? —preguntó Bond.

Holly apartó ligeramente los labios, como si acabara de experimentar una punzada de dolor.

—He sido completamente entrenada. Por la NASA, la Administración del Espacio. Ellos me enviaron aquí —miró a Bond con indiferencia por un instante y después avanzó hacia la puerta—. Venga, Mr Bond, le enseñaré todo esto. No querrá usted perder tiempo, como tampoco el vehículo espacial, ¿verdad?

Bond sacudió la cabeza tristemente mientras seguía a su guía. Parecía difícil encontrar un buen amigo en Drax Corporation. Su contacto con la doctora Holly Goodhead no había empezado de modo memorable. Por tanto, sólo podía mejorar.

En el primer hangar que visitaron se montaba un Moonraker. Holly mostró un pase y, después de que se abrieran dos puertas a prueba de sonido, se encontraron en el interior de un taller gigantesco en el que el aire olía a equipo de soldadura y el brillo de las luces se veía acentuado por el fulgor de los soldadores. La estructura del vehículo se elevaba en el aire como un cohete y los hombres, situados en todos los niveles, trabajaban a su alrededor, subidos en los andamios que lo rodeaban, como abejas subidas a un pastel de miel.

—Cada uno de estos hombres es un técnico especializado —explicó Holly por encima del ruido—. Podrían estar dando clases en el Instituto Tecnológico de Massachussetts si no estuvieran aquí.

—Parece haber mucha actividad —comentó Bond—. ¿Trabajan siempre a este ritmo?

—Mr Drax ha impuesto unas fechas de montaje muy apretadas. Quiere que se lleve a cabo un programa de pruebas en el espacio a finales del próximo mes.

Bond miró hacia arriba y sintió respeto al darse cuenta de lo que estaba mirando. Un vehículo que, cuando estuviera terminado, sería capaz de realizar un número casi ilimitado de órbitas alrededor de La Tierra y, además, regresar a la base y aterrizar como un avión convencional. Sin paracaídas. Sin esferas cayendo al mar y dependiendo de un destructor rápido para ser recogidas. Observó una medusa de hilos eléctricos de colores que estaba siendo elevada a bordo y se maravilló del ingenio del hombre. Lo que estaba viendo le hizo tomar la decisión de atemperar su disgusto por Hugo Drax y sentir respeto por lo que estaba haciendo. Colocar sus recursos al servicio de la humanidad era un acto de suprema generosidad. Eso superaba con mucho cualquier tipo de amaneramiento personal que a Bond pudiera parecerle objetable. Bond se lo volvió a pensar y frunció el ceño. Seguía existiendo la cuestión del aparato de escucha descubierto en su dormitorio. Eso era algo que le resultaba difícil olvidar.

Holly recitó una lista de estadísticas que Bond trató de absorber, y después le indicó el camino a través de otra serie de puertas que conectaban con otro hangar enorme. Un ascensor les subió a una estructura elevada, y desde allí pudieron contemplar a un grupo de aspirantes a astronautas agrupados alrededor de lo que parecía ser la cabina de un aeroplano conectada con un sistema de transfusión de hilos y barras. Mientras Bond observaba, uno de los aspirantes subió a la cabina y tomó asiento ante los controles, que según le informó Holly reproducían los del Moonraker. Apenas se encontró en posición, la cabina empezó a corcovear y sacudirse, y el humo comenzó a escapar por el fuselaje. Bond miró a Holly con ansiedad. Ella se apartó tranquilamente un mechón de pelo, haciéndolo caer detrás de la oreja.

—Contempla usted un simulador de vuelo —le informó—. Puede reproducir cada uno de los posibles problemas que pueden surgir bajo las verdaderas condiciones de vuelo.

De pronto, el simulador se lanzó hacia adelante y se elevó en vertical en el aire, con las barras de metal doblándose grotescamente como las extremidades de un insecto. Un brote de llamas surgió del motor y fue extinguido inmediatamente. El fuselaje se deslizó hacia atrás y giró hacia un lado como el tambor de un revólver en el momento de disparar. Bond miró al otro lado del lugar donde estaban y vio el bulto oval de Chang observándole fatalmente. La figura plegó los brazos como si estuviera contemplando la escena, y después se volvió y desapareció por una puerta lateral.

—Desde luego, la competencia técnica es vital —dijo Holly, como repitiendo un discurso que había pronunciado muchas veces—. Sin embargo, ningún individuo puede actuar de modo óptimo a menos que esté en perfecto estado de preparación física —miró intencionadamente a Bond al decir las últimas palabras y, por un momento, él se preguntó si había leído ella su informe médico—. Las escenas que vamos a contemplar a continuación cubren satisfactoriamente este aspecto de la preparación.

Bond no dijo nada, pero acompañó a Holly hacia el ascensor más próximo, que les depositó ante una puerta con un letrero que decía «Gimnasio». Al otro lado de la puerta abierta había una extensión que habría podido contener un campo de fútbol, dejando todavía suficiente espacio para un par de miles de espectadores. Estaba equipado con un potro, cuerdas, barras de madera y todos los avíos que Bond recordaba de sus tiempos de escolar. Media docena de mujeres muy guapas, que llevaban los ya familiares leotardos negros, se ejercitaban en las barras paralelas bajo la vigilancia de un instructor de pecho cuadrado.

Bond las contempló apreciativamente.

—¿Aspirantes a astronautas?

—¿Detecto un matiz de desaprobación? —preguntó Holly, mirándole con agudeza.

—No ha sido intencionado, desde luego —dijo Bond honradamente—. Quizás en el pasado puedo haber sido culpable de haber pensado que ya había suficientes cuerpos estupendos en el espacio.

Las comisuras de los labios de Holly se apretaron con una expresión de desaprobación.

—Perdóneme por decirlo así, pero esa clase de humor escolar me parece detestable, Mr Bond. Para ser astronauta se necesita algo más que la simple habilidad de llevar botas pesadas.

—Desde luego —admitió Bond.

Pero Holly no había terminado.

—Hay muchas formas en que las mujeres están mejor preparadas que los hombres para el espacio. Son mucho más pacientes. Su capacidad para racionalizar una situación está a menudo mucho más desarrollada que la de un hombre. Su capacidad audiovisual no es en modo alguno inferior. En cuanto a la cuestión del olfato…

—Lo sé —le cortó Bond—. Las mujeres huelen mejor que los hombres.

Holly le miró con frialdad.

—Creo que su persistente interés por los malos chistes no es más que un mecanismo de defensa. Tendría que ir al oculista, Mr James Bond 007, con licencia para matar.

Antes de que Bond pudiera replicar, ella le había dado la espalda y se dirigía hacia una cámara larga y estrecha no muy diferente de una galería de tiro. En el extremo más alejado, Bond pudo ver una serie de carteles que contenían hileras de letras en tamaños cada vez más pequeños. Suspiró y caminó hacia la galería.

Holly le estaba esperando, animada por la avidez. Era el primer signo de emoción que había mostrado desde su encuentro.

—Tomemos, por ejemplo, el cartel del centro —dijo ella—. Supongo que no tendrá la menor dificultad en leer la línea superior, ¿verdad?

Bond ladeó la cabeza y deletreó:

—X, H, Y…

—Bien —dijo Holly bruscamente—. Si no pudiera leer eso no le darían ni un permiso de conducir. Y ahora, léame la línea de letras de la parte inferior del cartel.

—¿La línea inferior? —preguntó Bond.

El tono de su voz sugería que la tarea debía ser un desafío para cualquier hombre.

—Eso es lo que he dicho —la mirada de Holly fue como arrojar el guantelete del desafío.

Bond respiró profundamente, se inclinó hacia adelante y estrechó los ojos hasta convertirlos en dos hendiduras. Se produjo una larga pausa.

—No resulta fácil, ¿verdad? —preguntó Holly con tono mandón.

Los ojos de Bond se estrecharon un poco más y su cuello imitó el gesto del de una tortuga estirándose hacia una apetitosa hoja de lechuga.

—I, M, P… —empezó.

—¡No! —el grito de triunfo de Holly fue casi un alarido—. Tiene que estar imaginándolo, Mr Bond —estrechó los ojos ávidamente y empezó a garabatear las letras en un cuaderno—. Y ahora comparemos —avanzó hacia el cartel y después miró hacia él, por encima del hombro—. Lo siento. La última línea dice: O, C, B, H, A, X.

—Me extraña usted —dijo Bond.

De repente, el tono de su voz había abandonado su capa de deferencia. Caminó por el ala, acercándose al cartel y lo arrancó del lugar donde estaba sujeto.

—Me temo que te equivocas Holly. La última línea de este cartel dice «Impreso en
Des Moines
» —y señaló hacia la pequeña letra impresa en la esquina inferior derecha del cartel—. Supongo que descubrirás que las tres primeras letras son I, M, P —miró intensamente a Holly a los ojos y tras un par de segundos permitió que la expresión arrogante de su rostro se desvaneciera en una sonrisa—. Tiene usted un aspecto muy bonito cuando se sonroja, doctora Goodhead. Y ahora, ¿qué me va a enseñar a continuación?

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