Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
—Hemos de enfrentarnos siempre con una gran competidora, la madre Naturaleza —replicó Graham—. Hay remedios antiguos, sencillos, de los llamados caseros, a los que la gente recurre de vez en cuando.
—Como el de aplicar telas de araña a los cortes para impedir la hemorragia, ¿no? De niños solíamos utilizarlas.
—Una medida bastante sensata —opinó el doctor Graham.
—La tos se curaba hace muchos años con una cataplasma de aceite de linaza en el pecho o una friega de aceite alcanforado.
—Veo que está usted al corriente de la medicina hogareña, miss Marple —dijo el doctor Graham riendo, al tiempo que se ponía en pie—¿ Qué tal va esa rodilla? ¿Le ha molestado últimamente?
—No, no. Estoy muy bien, mucho mejor.
—Ignoro si eso será obra de la madre Naturaleza o efecto de mis píldoras. Lamento, miss Marple, no haberle sido más útil.
—Ha sido usted muy amable, doctor. En realidad, me siento avergonzada por haberle entretenido... ¿Dijo usted antes que no había hallado ninguna fotografía en la cartera de Palgrave?
—¡Oh...! Sí. Vi una en la que aparecía el comandante de joven, montando un caballo de los que emplean los jugadores de polo. Había otra de un tigre muerto... Palgrave tenía un pie apoyado en su cabeza. Encontramos diversas instantáneas así, recuerdos, probablemente, de sus años juveniles... Las miré todas con sumo cuidado, no obstante, y puedo asegurarle que ninguna de ellas era la de su sobrino...
—Le creo, le creo... No es que yo haya supuesto lo contrario. Solamente me interesaba saber... Todos tenemos ciertas tendencias a conservar esas cosas menudas, íntimas, absolutamente personales, que al correr de los años miramos como tesoros.
—Los tesoros del pasado —apuntó el doctor, sonriendo.
Después de despedirse de ella, el hombre se marchó.
Miss Marple contempló con ojos pensativos las palmeras vecinas y la azulada lámina del mar. Durante unos minutos permaneció inmóvil. Disponía de un hecho ahora. Tenía que pensar en él y en lo que significaba. La instantánea que el comandante había sacado de su cartera, tornándola a guardar en ella apresuradamente,
no estaba allí después de su muerte
. No era la foto en cuestión una cosa como otras tantas, de las que hubiera podido decidir de pronto desprenderse. Habíala colocado en la cartera y en la cartera debiera haber sido hallada, ya cadáver. El dinero puede ser robado... En cambio, a nadie se le ocurre sustraer una fotografía. A menos, claro estaba, que alguien tuviese poderosas razones para proceder de aquella manera.
El rostro de miss Marple presentaba una grave expresión. Se veía forzada a adoptar una línea de conducta. ¿Qué pretendía? ¿Por qué no dejar que el comandante Palgrave descansara tranquilamente en su tumba? ¿No sería lo mejor desentenderse de todo?
Murmuró una cita: «Duncan ha muerto. Tras haber sido víctima de la atormentadora fiebre de la Vida duerme en paz.» El comandante Palgrave no podía sufrir ya ningún daño. Se había ido a un sitio donde el peligro no podía alcanzarle. ¿Era una coincidencia que hubiese muerto aquella noche? ¿No lo era?
Los médicos certificaban la muerte de las personas de edad muy fácilmente. De modo especial si se encuentra, en sus habitaciones un frasco lleno de esas tabletas que ingiere periódicamente la gente que padece hipertensión. Ahora bien, si alguien había sustraído de la cartera de Palgrave una fotografía, cabía pensar que el autor o autora del robo podía haber dejado asimismo el frasco de tabletas en el sitio conveniente. Ella misma no recordaba haber visto jamás al comandante ingiriendo tabletas o píldoras. Jamás le había oído hablar tampoco de su hipertensión. Al referirse a su estado de salud, Palgrave admitía invariablemente: «¡Hombre! No soy tan joven como antes...» Incidentalmente, le había visto respirar con dificultad. Sufriría un poco de asma, pero nada más. Y, sin embargo, alguien había hecho hincapié en que el comandante padecía de hipertensión sanguínea... ¿Quién? ¿Molly? ¿La señorita Prescott? Miss Marple no acertaba a recordar tal detalle.
Suspiró. Luego se reprendió a sí misma mentalmente.
«Bueno, Jane... ¿Qué sugieres? ¿En qué estás pensando? ¿Es que pretendes sacar partido de todo? Pero, ¿tienes en realidad algún fundamento para seguir adelante?»
Paso a paso, lentamente, reconstruyó con la máxima aproximación posible su diálogo con el comandante sobre el tema del crimen y los criminales.
—¡Oh! —exclamó miss Marple—. Aun así, realmente... ¿Qué es lo que puede hacerse al respecto?
Lo ignoraba, pero ella intentaría hallar la respuesta a tal pregunta.
Miss Marple se despertó temprano. Al igual que tantas personas ya de edad, su sueño era muy ligero. A veces permanecía despierta unos minutos, o media hora, quizá, y para entretenerse dedicaba esos períodos de tiempo «en blanco» en planear una acción o varias a desarrollar en el transcurso del día o días siguientes.
Habitualmente, por supuesto, aquéllas eran de carácter absolutamente privado o doméstico, encerrando escaso interés para los demás. Pero aquella mañana, las reflexiones de miss Marple se habían concentrado en el crimen en general. Primeramente se empeñó en descubrir si sus sospechas, si sus recelos, poseían algún fundamento. Era una mujer juiciosa y tras esto pasó a preguntarse qué papel podía representar ella allí. Su tarea no iba a ser fácil. Disponía de un arma, solamente: la conversación.
Las damas entradas en años mostraban una evidente tendencia al diálogo. (Y al monólogo también, desgraciadamente.) Se decía que «hablaban por los codos». Algunos las temían. Pero a nadie se le hubiera ocurrido pensar en la existencia de unos ocultos motivos, determinantes de tal conducta. No era el caso de formular preguntas directas. A miss Marple le costaba trabajo descubrir qué podía inquirir a aquellas alturas... Se imponía una tarea previa: ampliar todo cuanto fuera posible sus informaciones en relación con ciertas personas conocidas. Entonces las repasó mentalmente.
Por ejemplo: ¿por qué no intentar averiguar algo más sobre el comandante Palgrave? Bueno, y eso, ¿le serviría de algo? Tenía sus dudas. Si era verdad que había sido asesinado no cabía buscar la causa de su muerte en algún improbable secreto de su vida, en el afán de venganza de cualquier enemigo o en la avidez de sus herederos, si los tenía... Era aquél, en efecto, uno de esos raros casos en que el conocimiento de detalles referentes a la víctima no da resultado, no orienta ni conduce al investigador hacia el criminal. El punto esencial, el más esencial de todos, a juicio de miss Marple, ¡era que el comandante Palgrave hablaba demasiado!
Gracias al doctor Graham se había enterado de un dato interesante. La víctima guardaba en su cartera fotografías... En una de ellas aparecía montado a caballo... Las otras instantáneas eran de ese tipo. ¿Y por qué las llevaba el comandante Palgrave siempre encima? Miss Marple recurrió a su dilatada experiencia, a su continuo trato con viejos almirantes, tenientes coroneles y simples comandantes... Tales fotografías le servían para ilustrar determinados relatos que gustaba referir a los que se prestaban a ello. Empezaba, por ejemplo, con las siguientes palabras: «Con ocasión de participar en una cacería de tigres en la India me sucedió un curioso percance...» A cualquiera le gustaba verse de joven montando un brioso corcel, vestido con las ropas de jugador de polo. Por consiguiente, la historia referente a un individuo tachado de criminal quedaría ilustrada oportunamente con la exhibición de la instantánea fotográfica que Palgrave guardaba en su cartera.
Palgrave habíase ajustado a los moldes clásicos a lo largo de su conversación con ella. Habiendo surgido el tema del crimen, enfocado el interés de su interlocutora en su relato, había hecho lo de siempre: sacar la foto y decir algo semejante a esta frase: «Nadie creería que este tipo es un criminal, ¿verdad?»
Había que dejar bien sentado que eso tratábase de un
hábito suyo
. La historia en cuestión formaba parte de las de su repertorio. Siempre que se suscitaba el tema criminal, el comandante se
embalaba
. Ya no había quien lo detuviese una vez echaba a andar por aquel camino... Esto es, no siempre.
Miss Marple se dijo que existía la posibilidad de que él hubiese contado su historia a otro huésped. Incluso a más de uno. Siendo así, ella podía localizar a los oyentes, recabando de éstos los detalles que no conocía, obteniendo una descripción del hombre que aparecía en la famosa fotografía.
Miss Marple sonrió, satisfecha... Eso supondría un buen comienzo.
Desde luego, estaban las personas que ella designaba mentalmente con tres palabras: «Los Cuatro Sospechosos». Aunque en realidad, puesto que el comandante Palgrave había hablado de un hombre, aquéllos se reducían a dos. El coronel Hillingdon y el señor Dyson no tenían aspecto de criminales. Claro que esto era lo que frecuentemente les pasaba a los que lo eran de verdad. ¿Existiría otro «sospechoso» más?
Miss Marple no había visto a nadie al volver la cabeza. Por allí, desde luego, quedaba el «bungalow» de mister Rafiel. ¿Sería posible que alguien hubiera salido del mismo, tornando a entrar en el preciso instante en que ella había mirado? En caso afirmativo tenía que pensar en el ayuda de cámara. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Jackson. ¿Habría sido Jackson quien saliera rápidamente de la construcción, para volver a entrar en ella inmediatamente? Esto le hizo recordar la instantánea de que le hablara el comandante.
Un hombre saliendo por la puerta de una casa.
Al identificar al individuo de la foto, Palgrave debió experimentar una fuerte impresión. Quizá no hubiese visto a aquel individuo hasta entonces. Al menos, tal vez no se hubiese fijado en él con algún interés. Palgrave era un tipo fachendoso. Arthur Jackson no era un
pukka sahib
. En circunstancias normales, el comandante no le habría mirado a la cara dos veces.
Le recordaba con la fotografía en la mano, levantando la cabeza para mirar por encima de su hombro derecho, viendo... Viendo, ¿qué? ¿Un hombre que salía por la puerta de la casa vecina?
Miss Marple se arregló cuidadosamente la almohada. Programa para el día siguiente... No. Para aquél, mejor dicho. Tenía que efectuar nuevas investigaciones sobre los Hillingdon, los Dyson y Arthur Jackson, el ayuda de cámara de mister Rafiel.
El doctor Graham se despertó también temprano. Lo normal era que diese una vuelta en la cama y se durmiera de nuevo. Pero aquella mañana se sentía fatigado y no acertaba a conciliar el sueño. Hacía tiempo que no había sufrido aquella ansiedad que le impedía descansar a gusto. ¿Y cuál era el origen de la misma? Realmente, no acertaba a descubrirlo. Entregóse a sus pensamientos... Era algo que tenía que ver... algo que tenía que ver... ¡Sí!, con el comandante Palgrave. No comprendía por qué razón el recuerdo de este hombre podía constituir para él un motivo de inquietud. ¿Se trataba de alguna de las frases que su locuaz y anciana paciente de «bungalow», miss Marple, hubiera pronunciado?
No había podido complacerla en lo tocante a su fotografía. Era una lástima que se hubiese perdido. No se había disgustado, aparentemente, por aquel contratiempo. Bien... ¿Qué era lo que ella había dicho, qué frase podía haber pronunciado que determinase su desagradable sensación de intranquilidad? Después de todo, nada había de raro en la muerte del comandante Palgrave. Nada en absoluto. Esto es: él suponía que se trataba de un hecho completamente normal.
Era evidente que dado el estado de salud de Palgrave... El proceso reflexivo sufrió una interrupción. Había que comprobar un detalle. ¿Sabía mucho él en realidad acerca del estado de salud del comandante? Todo el mundo aseguraba que había padecido de hipertensión sanguínea. Pero él mismo no había hablado jamás con aquel hombre sobre eso. Claro que sus conversaciones habían sido poco frecuentes y muy breves. Palgrave era un tipo fastidioso y él acostumbraba huir de esa clase de personas. ¿Por qué diablos se le había venido a la cabeza la idea de que en aquel asunto podía existir algo que no estuviese en regla? ¿Una velada influencia de la anciana miss Marple? Bueno, aquello no era cosa suya. Las autoridades de la localidad no habían formulado ningún reparo. Allí estaba el frasco de las tabletas de «Serenite»... Y por otro lado parecía ser que el fallecido había estado hablando a todo el mundo de su hipertensión...
El doctor Graham dio otra vuelta en la cama, no tardando esta vez en quedarse dormido.
Fuera de la zona de terreno perteneciente al hotel, en una cabaña que formaba parte de un grupo, instalada en las proximidades de un barranco, Victoria Johnson, acostada en aquellos momentos, dio una vuelta en su cama, terminando por sentarse en la misma. Victoria, de St. Honoré, era una hermosa criatura, con un busto que parecía haber sido tallado en mármol negro por un genial escultor. La muchacha se pasó los dedos por sus oscuros cabellos, muy rizados. Con la punta del pie tocó a su acompañante, que aún dormía, en la pierna más próxima a ella.
—Despiértate, hombre.
Éste emitió un gruñido, volviéndose adormilado hacia ella.
—¿Qué quieres? No es hora de levantarse todavía.
—Despiértate de una vez, te he dicho. Quiero hablar contigo. El hombre se sentó, estirándose perezosamente. Luego bostezó. Tenía una boca grande. Sus dientes eran muy bellos.
—¿Qué es lo que te preocupa, mujer?
—Me estoy acordando del comandante, ese huésped del hotel que falleció. Hay algo que no me gusta, algo malo...
—¿Y es eso lo que te tiene desvelada? Piensa que era un individuo bastante viejo ya.
—Escúchame, ¿quieres? Me he acordado de las tabletas. El médico me preguntó por ellas.
—Bueno, ¿y qué? Seguramente tragaría una cantidad excesiva.
—No, no es eso. Escucha...
Victoria se inclinó hacia su acompañante, hablándole al oído vehementemente por espacio de unos segundos. Aquél bostezó de nuevo y acurrucándose en el lecho se dispuso a conciliar el sueño.
—Eso no tiene nada de particular.
—Sin embargo, esta misma mañana hablaré con la señora Kendal. En ese asunto hay algo extraño...
—Esas cosas debieran tenerte sin cuidado, Victoria —murmuró el hombre a quien la joven consideraba su esposo, pese a no haberse sometido a ningún trámite legal—. No nos busquemos complicaciones —añadió él, dando vuelta con un nuevo bostezo.