Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
Se estaba bien en aquel lugar. La temperatura era ideal, excelente para el reumatismo. El panorama de los alrededores podía ser calificado de bello. Bueno, quizá resultara algo monótono. Demasiadas palmeras. Todos los días eran iguales. Nunca
pasaba
nada. En esto aquel sitio difería de St. Mary Mead, donde siempre ocurría algo. En cierta ocasión su sobrino había comparado la existencia en St. Mary Mead con la que llevaban los microbios en el agua estancada y ella le respondió, indignada, que una plaquita de cristal manchada con un poco del líquido contenido en un simple charco presentaba bajo los cristales del microscopio un espectáculo fascinante.
Miss Marple fue recordando entonces una serie de amenos incidentes: el error de la señora Linnet con su frasco de jarabe para la tos; el extraño comportamiento del joven Polegate; la extraña escena que tuvo lugar entre aquél y la madre de Georgy Wood; la causa real de la riña entre Joe Arden y su esposa. ¡Cuántos y qué variados problemas había podido suponer! Y todos ellos habíanle proporcionado motivos más que sobrados para horas y horas de reflexión. Bien. Tal vez surgiera allí algún asunto raro en el que... en el que meter la nariz.
Con un ligero sobresalto comprobó que el comandante Palgrave había abandonado Kenya, trasladándose rápidamente a la frontera del noroeste. Refería a la sazón sus experiencias como subalterno. Desgraciadamente, le acababa de preguntar con toda formalidad:
—¿No está usted de acuerdo conmigo?
La práctica permitió a miss Marple salir airosa de aquel mal paso.
—Creo que no poseo suficiente experiencia para poder juzgar.
Estimo que mi vida ha sido demasiado rutinaria para opinar.
—Es natural, querida señora, es natural —dijo el comandante Palgrave, siempre atento.
—Usted sí que ha llevado una existencia movida —replicó miss Marple, decidida a enmendarse a sí misma la plana, por sus distracciones anteriores plenamente voluntarias.
—No ha sido mala del todo —manifestó Palgrave, complacido. A continuación echó un vistazo a su alrededor—. Hermoso lugar éste, ¿verdad? —comentó.
—En efecto —miss Marple no supo evitar la pregunta que entonces le vino a los labios—. ¿No pasa nunca nada aquí, comandante?
Palgrave observó con atención a su interlocutora.
—Pues sí, sí que pasa. Los escándalos abundan... Bueno, yo podría contarle...
Pero miss Marple no se sentía interesada por tales cosas. Lo que el comandante Palgrave acababa de llamar «escándalos» no presentaban nada de particular. Tratábase en resumidas cuentas de hombres y mujeres que cambiaban de pareja y reclamaban la atención de los demás sobre tal hecho en vez de esforzarse por disimular y sentirse avergonzados de sí mismos.
—Incluso hubo un crimen aquí hace un par de años. Se habló de un hombre llamado Harry Western. Los periódicos, con tal motivo, publicaron informaciones sensacionales. ¿No lo recuerda?
Miss Marple asintió sin el menor entusiasmo. No. No había sido aquel tipo de crimen del orden de los que despertaban su interés. Su carácter sensacional nació del hecho de que los principales protagonistas eran gente muy rica. Parecía haber quedado bien demostrado que Harry Western disparó sobre el conde de Ferrari, el amante de su mujer, procurándose antes una coartada bien amañada. Todo el mundo había bebido más de la cuenta y se descubrió el fondo de adictos a las drogas. Gente poco interesante, estimó miss Marple en su día. Sin embargo, tenía que reconocer que todos los complicados en el asunto compusieron un «cuadro» sumamente espectacular, curioso, pese a no guardar relación con lo que ella calificaba como su plato favorito.
—Y si me apura usted mucho le diré que éste no fue el único crimen que se cometió aquí en aquella época —el comandante hizo un gesto de asentimiento, guiñando un ojo a miss Marple—. Sospecho que... ¡Oh! Bueno...
A miss Marple se le cayó el ovillo de lana, Palgrave se agachó para cogerlo.
—Hablando de crímenes —prosiguió diciendo—. Una vez supe de uno muy extraño... Claro está, no de una manera directa, personal... Miss Marple sonrió, animándole a seguir.
—En un rincón de un club estaban, cierto día, varios hombres charlando. Uno de ellos comenzó a referir una historia. Era médico el individuo en cuestión. Hablaba de uno de sus casos. Una noche, a hora ya muy avanzada, un joven llamó a la puerta de su casa. Su esposa se había colgado. No tenía teléfono en la casa, por lo cual, en cuanto hubo cortado la cuerda, depositando a su mujer en el suelo, prestándole los auxilios que juzgó necesarios, se apresuró a sacar su coche y lanzarse de un sitio para otro, en busca de un doctor. Bueno, pues la esposa no murió. Se encontraba, como era lógico, muy alterada tras su propio desmayo. Sea como sea, salió sin más dificultades del grave trance. El joven parecía hallarse muy enamorado de su mujer. Lloraba como un chiquillo. Había notado que aquélla no estaba bien desde hacía algún tiempo. Vivía bajo los efectos de una tremenda depresión. Así quedó la cosa. Todo parecía encontrarse en orden. Pero... Un mes más tarde la fracasada suicida ingirió una dosis excesiva de somnífero y falleció. Un caso muy triste, ¿verdad?
El comandante hizo una pausa, subrayándola con sucesivos movimientos de cabeza. Como, por lo visto, había algo más, miss Marple aguardó pacientemente.
—¿Y eso es todo?, dirá usted, quizá. Pues sí. No hay más. Una mujer neurótica que hace lo que es habitual en un persona desquiciada. ¡Ah! Pero un año más tarde, aproximadamente, este mismo médico de la historia anterior se hallaba charlando con un colega. Habíanse referido mutuamente algunas experiencias... De pronto, su compañero empezó a relatarle el caso de una mujer que había intentado suicidarse ahogándose. El marido abandonó la casa para ir a buscar un médico. Luego, entre los dos, consiguieron reanimarla... Varias semanas más tarde se mataba abriendo las llaves del gas, tras haber cerrado las ventanas de la habitación en que se encontraba.
«—¡Qué coincidencia! —exclamó el primer doctor— . Yo viví un caso semejante. Él se llamaba Jones (o el nombre que fuese). ¿Cuál era el apellido de su cliente?
—No recuerdo... Robinson, creo. Jones, no, con seguridad.
Bien. Los doctores se miraron, muy serios y pensativos. Entonces el primero sacó de su cartera una fotografía, enseñándosela a su colega. «He aquí al individuo de quien te he estado hablando», dijo a su amigo. «Al día siguiente de la visita del desconocido me acerqué a la casa de éste para comprobar ciertos detalles y habiendo descubierto junto a la entrada unas especies de hibiscos muy llamativas, unas variedades que no había visto nunca en esta región, aprovechando la circunstancia de tener en mi coche la cámara fotográfica, saqué una instantánea. En el preciso instante en que apretaba el disparador de aquélla apareció en la puerta del edificio el marido de la fracasada suicida. No creo que él se diera cuenta de eso. Le pregunté por los hibiscos, pero no supo decirme su nombre.» El segundo médico estudió detenidamente la fotografía manifestando: «Está algo desenfocada. No obstante, juraría que... Sí. Estoy absolutamente seguro de que
se trata del mismo hombre
.»
Ignoro si los doctores prosiguieron sus indagaciones. En caso afirmativo, lo más probable es que no llegaran a ninguna conclusión clara. Sin duda, el señor Jones, o Robinson, puso buen cuidado en no dejar pistas. Pero, ¿verdad que es una historia sumamente rara? Me cuesta trabajo pensar que puedan pasar cosas como ésta.
—¡Ah! Pues yo creo que suceden todos los días —respondió miss Marple, plácidamente.
—Vamos, vamos. Me parece demasiado fantástico.
—Cuando un hombre da con una fórmula eficaz para sus fines no se detiene fácilmente, decidiéndose por continuar explotándola.
—Iniciando de esta manera una serie de delitos, ¿eh?
—Tal vez.
—A título de curiosidad, el médico de que le he hablado me cedió su fotografía.
El comandante Palgrave comenzó a rebuscar en su atiborrada cartera de bolsillo, murmurando como si se hablase consigo mismo:
—Guardo aquí un montón de cosas... No sé por qué las llevo siempre encima...
Miss Marple creyó adivinar la causa. Aquellos papeles venían a ser las «existencias» del almacén puramente personal del comandante. Así Palgrave podía ilustrar convenientemente su repertorio de historias. Miss Marple sospechaba que la que acababa de referirle había sido sustancialmente distinta de su origen. Probablemente, con las sucesivas repeticiones había ido creciendo...
El comandante continuaba hablando en voz baja todavía.
—Me había olvidado por completo de este asunto... Ella era una mujer de buen aspecto. Nunca se le ocurriría a uno sospechar... ¿Dónde, dónde?... ¡Ah! Esto me hace pensar en... ¡Qué colmillos! Tengo que enseñarle...
De entre varios papeles, Palgrave extrajo una pequeña fotografía que estudió unos segundos.
—¿Le agradaría ver la figura de un criminal?
Iba a pasarle la cartulina a miss Marple cuando, de pronto, encogió el brazo. En aquel momento, el comandante Palgrave parecía más que nunca una rana hinchada. Estaba mirando, con los ojos muy fijos, por encima del hombro derecho de ella... A juzgar por el rumor de pasos y de voces, por allí se acercaba alguien.
—¡Maldita sea! Bueno, quería decir...
Apresuradamente, introdujo en su cartera todos los papeles, devolviéndola a uno de los bolsillos de su chaqueta.
EI tono purpúreo de su rostro se tornó más intenso. Luego, levantando la voz con cierta afectación, manifestó:
—Como le estaba diciendo... Quería enseñarle estos colmillos de elefante .. jamás se me volvió a presentar la oportunidad de disparar sobre un animal tan grande... ¡Ah! ¡Hola!
Su voz sonaba entonces falsamente cordial.
—¡Mire quién está aquí! El gran cuarteto... La flora y la fauna... Un día de suerte el de hoy, ¿verdad?
Habían aparecido cuatro de los huéspedes del hotel, a quienes miss Marple conocía de vista. Eran dos matrimonios. Miss Marple no se hallaba familiarizada aún con sus nombres, pero adivinó que el individuo fornido de la mata de cabellos grisácea era «Greg». La mujer rubia platino, su esposa, que era conocida con el nombre de Lucky. La otra pareja, Edward y Evelyn, estaba formada, respectivamente, por un hombre delgado y moreno y una mujer bella, aunque maltratada por los años. Miss Marple había oído afirmar que eran botánicos, si bien se interesaban también por las aves.
—¡Eh, Tim! A ver si cuidas de que nos traigan algo de beber —Greg miró a los demás—. ¿Qué os parece si pedimos unos vasos de ese ponche llamado aquí
de los colonos
?
Todos asintieron.
—Nada de suerte, en absoluto —declaró Greg—. Por lo menos no la hemos visto por ninguna parte a la hora de conseguir aquello tras lo cual andábamos.
—Ignoro si se conocen ustedes ya, miss Marple... El coronel Hillingdon y señora; Greg y Lucky Dyson.
Todos intercambiaron unos amables saludos. Lucky dijo que no viviría mucho tiempo si no le servían inmediatamente alguna bebida.
Greg hizo una seña a Tim Kendal, que se encontraba sentado ante otra mesa, a cierta distancia del grupo, en compañía de su mujer, repasando unos libros de cuentas.
—¿Vale lo mismo para usted, miss Marple?
Ésta le dio las gracias, manifestándole que prefería una limonada fresca.
—Entonces una limonada y cinco ponches, ¿eh? — inquirió Tim Kendal.
—Únete a nosotros, Tim.
—¡Ojalá pudiera! De momento no me es posible porque he de poner estos apuntes en claro. Estaría mal que lo dejara todo en manos de Molly. Aprovecho la ocasión para notificaros que esta noche tendremos aquí una orquesta por todo lo alto.
—¡Vaya! —exclamó Lucky—. ¡Y yo con los pies destrozados! ¡Uf! Edward, deliberadamente, me metió en unas malezas llenas de espinos.
—No digas eso. Las flores, de un suave color rosado, eran bellísimas —señaló Hillingdon.
—Más, desde luego, que sus espinas. Un bruto, eso es lo que eres, Edward.
—No es como yo, por supuesto —dijo Greg, sonriendo—. Dentro de mí sólo alienta humana bondad.
Evelyn Hillingdon tomó asiento junto a miss Marple, con la que empezó a hablar, mostrándose muy afectuosa.
Miss Marple depositó sobre su regazo el ovillo de lana y las agujas. Lentamente, con alguna dificultad, porque padecía un poco de reumatismo en el cuello, volvió la cabeza sobre su hombro derecho. A poca distancia de allí estaba el gran «bungalow» que ocupaba el rico mister Rafiel. Pero en él no se advertía el menor indicio de vida. Contestaba miss Marple con oportunidad a las observaciones de Evelyn (realmente, ¡cuan amable era la gente con ella, allí!), pero sus ojos escudriñaban los rostros de los dos hombres.
Edward Hillingdon le pareció un hombre agradable. Silencioso, pero dotado de un gran encanto varonil... En cuanto a Greg, con su gran corpachón y sus inquietos ademanes, se le antojó la imagen del ser feliz, al menos en apariencia. Estimó que él y Lucky debían ser americanos o canadienses.
Fijó la mirada por último en el comandante Palgrave, que fingía todavía una
bonhomie
infinita.
Muy interesante...
Se presentaba muy alegre aquella velada en el «Golden Palm Hotel».
Sentada ante su mesita, en uno de los rincones de la sala, miss Marple miró a su alrededor con auténtica curiosidad. El gran comedor contaba con tres enormes ventanales que daban a tres partes distintas, por los cuales entraba la perfumada brisa que agitaba suavemente las arboledas vecinas. Cada mesa tenía su pequeña lámpara, de suave y coloreada luz. La mayoría de las mujeres presentes vestían trajes de noche, confeccionados a base de telas ligeras, de cuyos escotes emergían brazos y hombros muy bronceados.
Con una dulzura verdaderamente conmovedora, Joan, la esposa del sobrino de miss Marple, había sabido convencer a ésta para que le aceptara
un pequeño cheque
.
—Tienes que pensar, tía Jane, que allí hará calor. Yo no creo que andes muy bien de ropas adecuadas a aquel clima.
Jane Marple le había dado las gracias a su sobrina, aceptando finalmente su cheque. Había vivido en un época en la que se veía como algo natural que los viejos apoyaran las actividades de los jóvenes; pero también se estimaba normal que las personas de mediana edad cuidaran de los ancianos. No obstante, ¿cómo decidirse a adquirir vestidos vaporosos? Como consecuencia de su edad, en las jornadas más calurosas, apenas si sentía algún leve agobio. Además, la temperatura de St. Honoré no hacía sacar a colación el «calor tropical» precisamente en las conversaciones. Aquella noche se había ataviado conforme a la mejor tradición de las damas inglesas de provincias con su vestido de encaje gris.