Las actuales dificultades de su ciencia obligan al físico a afrontar problemas filosóficos en grado muy superior a lo que sucedía en otras generaciones. Aunque no hablaré aquí de estas dificultades, mi preocupación por ellas, más que nada, me llevó a la posición esbozada en este ensayo.
En la evolución del pensamiento filosófico a través de los siglos ha desempeñado un papel decisivo la cuestión siguiente: ¿Qué conocimiento puede proporcionar el pensamiento puro con independencia de la percepción sensorial? ¿Existe tal conocimiento? Si no existe, ¿cuál es con exactitud la relación entre nuestro conocimiento de la materia prima que nos proporcionan las impresiones sensoriales? A estas preguntas y a algunas otras que se vinculan íntimamente con ellas corresponde un caos casi infinito de opiniones filosóficas. Sin embargo, en esta serie de tentativas, por cierto estériles pero heroicas, se advierte una tendencia evolutiva sistemática que se puede definir como un creciente escepticismo respecto a todo intento de descubrir, por medio del pensamiento puro, algo sobre el «mundo objetivo», sobre el mundo de las «cosas» frente al mundo de los meros «conceptos e ideas». Digamos entre paréntesis que lo mismo que haría un filósofo verdadero empleo aquí comillas para introducir un concepto ilegítimo, que pido al lector que admita por el momento, aunque resulte sospechoso a los ojos de la policía filosófica.
En el comienzo de la filosofía se creía, por lo general, que era posible descubrir todo lo cognoscible mediante la simple reflexión. Resultaba una ilusión fácilmente aceptable si, por un instante, olvidamos lo que hemos aprendido de la filosofía posterior y de las ciencias naturales; no debe sorprendernos que Platón concediese mayor realidad a las «ideas» que a las cosas experimentables en forma empírica. Hasta en Spinoza, y en un filósofo tan moderno como Hegel, este prejuicio fue la fuerza vital que parece haber representado el papel decisivo. Se podría plantear sin duda también la cuestión de que, sin participar de esta ilusión, sería factible lograr algo realmente grande en el reino del pensamiento filosófico, mas nosotros no pretendemos analizar este problema.
Esta ilusión aristocrática sobre la capacidad ilimitada de penetración del pensamiento tiene como contrapartida la ilusión más plebeya del realismo ingenuo, según la cual las cosas «son» lo que percibimos a través de nuestros sentidos. Esta ilusión domina la vida diaria de hombres y animales. Además resulta el punto de partida de todas las ciencias, sobre todo de las ciencias naturales.
Estas dos ilusiones no pueden separarse de manera independiente.
La superación del realismo ingenuo ha sido relativamente fácil. En la introducción a su libro
An Inquiry into Meaning and Truth
, Russell delinea este proceso con admirable concisión:
«Todos partimos del realismo ingenuo, es decir, la doctrina de que las cosas son lo que parecen. Creemos que la hierba es verde, las piedras duras y la nieve fría. Sin embargo, la física nos asegura que el verdor de la hierba, la dureza de las piedras y la frialdad de la nieve no son el verdor, la dureza y el frío que conocemos por nuestra propia experiencia, sino algo muy diferente. El observador, al pensar que está frente a una piedra, observa en realidad si hemos de creer a la física, es decir, a los efectos de la piedra sobre él. La ciencia se presenta, pues, en guerra consigo misma: cuando más objetiva pretende ser, más hundida se ve en la subjetividad, en contra de sus deseos. El realismo ingenuo lleva a la física y la física, si es auténtica, muestra que el realismo ingenuo es falso. En consecuencia, el realismo ingenuo, si es verdadero es falso. Por tanto, es falso».
Fuera de su magistral formulación, estas líneas expresan algo más que a mí nunca se me había ocurrido. Según un análisis superficial, el pensamiento de Berkeley y el de Hume parecen oponerse a la forma de pensamiento de las ciencias naturales. Empero; el citado comentario de Russell descubre una conexión: Si Berkeley se basa en el hecho de que no captamos directamente las «cosas» del mundo externo a través de nuestros sentidos, sino que sólo llegan a nuestros órganos sensoriales acontecimientos que tienen conexión causal con la presencia de las «cosas» nos encontramos con que esto es una consideración cuya fuerza persuasiva emana de nuestra confianza en la forma de pensar de la física. Por tanto, si se duda de la forma de pensamiento de la física, hasta en sus características más generales, no hay ninguna necesidad de interpolar entre el objeto y el acto de visión algo que separe el objeto del sujeto y torne problemática la «existencia del objeto».
No obstante, fue la misma forma de pensamiento de la física y sus éxitos los que socavaron la confianza en la posibilidad de entender las cosas y sus relaciones a través del pensamiento puramente especulativo.
Poco a poco se admitió la idea de que todo conocimiento de las cosas es sólo una elaboración de la materia prima proporcionada por los sentidos. En esta forma general —y un tanto vagamente formulada— es probable que esta frase sea ahora de aceptación común. Mas esta idea no se basa en el supuesto de que alguien haya logrado demostrar concretamente la imposibilidad de conocer la realidad mediante la especulación pura, sino más bien en el hecho de que el procedimiento empírico —en el sentido antes mencionado— ha demostrado que puede por sí solo constituir una fuente de conocimiento. Galileo y Hume fueron los primeros en sostener este principio con absoluta claridad y precisión.
Hume comprobó que los conceptos que debemos considerar básicos, como por ejemplo, la conexión causal, no pueden obtenerse a partir del material que nos proporcionan los sentidos. Esta idea lo llevó a una actitud escéptica frente a cualquier tipo de conocimiento. Al leer los libros de Hume causa asombro que muchos filósofos posteriores a él, a veces filósofos muy estimados, hayan sido capaces de escribir tantas cosas oscuras e intrincadas y hasta hallar lectores agradecidos.
Hume ha influido de manera permanente en la evolución de los mejores filósofos que le siguieron. Se lo percibe al leer los análisis filosóficos de Russell, cuya inteligencia y sencillez de expresión me lo han recordado muchas veces.
El hombre tiene un profundo anhelo de certeza en sus conocimientos.
Por eso parecía tan devastador el claro mensaje de Hume. La materia prima sensorial, la única fuente de nuestro conocimiento, puede llevarnos, por hábito, a la fe y a la esperanza, pero no al conocimiento, y todavía menos a la captación de las relaciones expresables en forma de leyes. Después salió a escena Kant con una idea que, aunque insostenible por cierto en la forma en que él la expuso, significaba un paso hacia la solución del dilema de Hume: todo lo que en el conocimiento sea de origen empírico nunca es seguro (Hume). Por consiguiente, si tenemos conocimientos ciertos, definidos, deben basarse en la razón misma. Así sucede, por ejemplo, con las proposiciones de la geometría y con el principio de causalidad. Estos tipos de conocimiento y otros tipos determinados son, como si dijésemos, una parte de los instrumentos del pensamiento y no han de obtenerse, pues, previamente a partir de los datos sensoriales. Es decir, son conocimientos
a priori
. Hoy, todo el mundo sabe que los mencionados conceptos no contienen nada de la certeza, de la inevitabilidad intrínseca que le había atribuido Kant. Considero, no obstante, que de la exposición que formula Kant del problema es correcto lo que sigue. Al pensar, utilizamos, mediante cierta «corrección», conceptos a los que no hay ningún acceso si se parte de los materiales de la experiencia sensible, si se enfoca la situación desde el punto de vista lógico.
Estoy convencido, por supuesto, de que puede afirmarse aún mucho más: los conceptos que surgen en nuestro pensamiento y en nuestras expresiones lingüísticas son todos —cuando se enfocan lógicamente— creaciones libres del pensamiento que no pueden inducirse a partir de experiencias sensoriales. Esto no se advierte fácilmente porque tenemos el hábito de combinar ciertos conceptos y relaciones conceptuales —proposiciones— con determinadas experiencias sensibles, que no nos damos cuenta del abismo —insalvable desde el punto de vista lógico— que separa el mundo de las experiencias sensibles del mundo de los conceptos y de las proposiciones.
Así, por ejemplo, la serie de los números enteros es sin duda un invento del pensamiento, un instrumento autocreador que simplifica la ordenación de determinadas experiencias sensoriales. Sin embargo, no existe manera alguna de que podamos hacer surgir, por así decir, este concepto directamente de experiencias sensoriales. He elegido, de modo deliberado el concepto de número, porque pertenece al pensamiento precientífico y porque a pesar de tal hecho, su carácter constructivo es por cierto muy visible. Si bien cuanto más analizamos los conceptos más primitivos de la vida cotidiana más difícil resulta identificar el concepto entre la masa de hábitos inveterados como una creación independiente del pensamiento. Así puedo surgir la fatídica concepción —fatídica quiero decir para una comprensión de las condiciones aquí existentes—, según la cual los conceptos nacen de la experiencia a través de la «abstracción», esto es, a través de la omisión de una parte de su contenido. Debo explicar ahora por qué me parece tan fatídico este concepto.
En cuanto nos familiarizamos con la crítica de Hume, podemos sin duda vernos inducidos a creer que todos los conceptos y proposiciones que no pueden deducirse de la materia prima sensorial deben eliminarse del pensamiento por su carácter «metafísico», pues un pensamiento sólo adquiere contenido material a través de su relación con ese material sensorial. Considero por completo válida esta última proposición, pero sostengo que la norma de pensamiento que se basa en ella es falsa, pues nos lleva —si se aplica coherentemente— a rechazar sin excepción cualquier género de pensamiento por «metafísico».
Con el fin de que el pensamiento no degenere en «metafísico», o en vana palabrería, basta que existan suficientes proposiciones del sistema conceptual bien relacionadas con experiencias sensoriales y que el sistema conceptual, por su función de ordenador y supervisor de la experiencia sensible, muestre la máxima unidad y parquedad posibles.
Además de ello, el «sistema» es —respecto a la lógica— un juego libre con símbolos que siguen una norma establecida de manera arbitraria, desde el punto de vista lógico. Todo esto es válido —y del mismo modo— para el pensamiento de la vida diaria como para el pensamiento de las ciencias, elaborado de modo más consciente y sistemático.
Se comprenderá ahora sin esfuerzo lo que quiero decir si formulo la siguiente afirmación: Por su aguda crítica no sólo imprimió Hume un decisivo avance a la filosofía sino que además —aunque sin culpa suya— creó un peligro para esta disciplina, pues a causa de dicha crítica surgió un fatídico «miedo a la metafísica» que ha llegado a convertirse en una enfermedad de la filosofía empírica contemporánea. Esta enfermedad es la contrapartida del antiguo filosofar en las nubes, que creía poder menospreciar lo que aportaban los sentidos y prescindir de ellos.
Por mucho que se pueda admirar el certero análisis que Russell aporta en su último libro
Meaning and Truth
, pienso que aún en este caso se advierte el pesó negativo del espectro del miedo metafísico.
Este miedo me parece, en efecto, la causa de que se conciba el «objeto» como una «masa de cualidades», «cualidades» que deben tomarse de la materia prima sensorial. Pues bien, el hecho de que se diga que dos cosas sean una y la misma, si coinciden en todas sus cualidades, nos obliga a considerar las relaciones geométricas entre las cosas como cualidades de éstas. (De otra manera nos veríamos constreñidos a considerar la «misma cosa», la Torre Eiffel de París y un rascacielos neoyorquino).
No veo, sin embargo, ningún peligro «metafísico» en tomar el objeto en el sentido de la física, como un concepto independiente dentro del sistema junto con la estructura espacio temporal adecuada.
Si tenemos todo esto en cuenta, me siento en particular complacido por el hecho de que, en el último capítulo del libro, resulta por fin que no se puede, en realidad, arreglárselas sin «metafísica». Lo único que me atrevo a reprochar en este respecto es la mala conciencia intelectual que se advierte entre líneas.
(1944)
J
acques Hadamard, matemático francés, realizó un estudio psicológico con matemáticos, a fin de determinar sus procesos mentales.
Consignamos dos de las preguntas seguidas por las respuestas de Einstein.
Sería importante para la investigación psicológica saber qué imágenes internas o mentales, qué género de «palabras internas» emplean los matemáticos: si son motrices, auditivas, visuales o mixtas, según el tema que se estudie.
Además, en el proceso de investigación ¿las palabras internas, o las imágenes mentales se presentan a plena conciencia o en el umbral de la conciencia…?
Estimado colega:
Trato de contestar a continuación, en síntesis, sus preguntas en la medida en que soy capaz de hacerlo. No me complacen mis respuestas y estoy dispuesto a contestar otras preguntas si usted cree que esto puede ser útil para la tarea, tan interesante y difícil que se ha propuesto.
A) Las palabras o el lenguaje, tal como se escriben o hablan, no parecen desempeñar ningún papel en mi mecanismo mental. Las entidades físicas que al parecer sirven como elementos del pensamiento son determinados signos e imágenes más o menos claros que pueden reproducirse y combinarse «voluntariamente».
Existe, sin duda, cierta conexión entre esos elementos y conceptos lógicos relevantes. Resulta manifiesto también que el deseo de llegar en último término a conceptos relacionados lógicamente es la base emotiva de este juego, más bien impreciso, con los elementos citados. Mas desde un punto de vista psicológico este juego combinatorio parece ser la característica esencial del pensamiento productivo antes de haber conexión alguna con una elaboración lógica en palabras u otro tipo de signo comunicable a los demás.
B) Los elementos referidos son, en mi caso, de tipo visual y algunos de tipo muscular. Los términos convencionales, u otros signos han de buscarse con esfuerzo, en una etapa secundaria, una vez establecido el juego asociativo, ya mencionado, cuando puede reproducirse a voluntad.
C) Según lo dicho, el juego con referidos elementos tiende a ser análogo a ciertas conexiones lógicas que se buscan.
D) Elementos visuales y motores. Si intervienen las palabras, éstas son en mi caso puramente auditivas, aunque sólo se presentan en una segunda etapa, como lo he dicho.
E) Creo que lo que usted llama conciencia plena es un caso límite que nunca puede alcanzarse del todo. Esto me parece relacionado con el fenómeno llamado estrechez de la conciencia.
Una observación: El profesor Max Wertheimer se ha propuesto estudiar la diferencia entre mera asociación o combinación de elementos reproductibles y la captación orgánica. No puedo juzgar hasta qué punto su análisis psicológico aprehende la cuestión esencial.