—Trabajaba en el negocio inmobiliario, ¿verdad?
—Sí, entre otras cosas.
—¿Decía ella por qué?
—¿Por qué, qué?
—Por qué la gente lo detestaba.
—Déjame pensar un momento —dijo Paola. Y, después de una pausa, agregó—: Me parece que era algo que tenía que ver con la religión.
Brunetti casi esperaba oír esto. A juzgar por la hija, él debía de ser uno de esos beatos fanáticos que prohibía decir palabrotas en el despacho y regalaba rosarios en Navidad.
—¿Qué decía?
—Bueno, ya conoces a Patrizia. —Ésta era una amiga de la infancia de Paola a la que Brunetti nunca había encontrado muy interesante, aunque debía reconocer que no la había visto más de una docena de veces durante todos aquellos años.
—Mmm.
—Es muy religiosa.
Brunetti recordó: ésta era una de las razones por las que no le gustaba Patrizia.
—Me parece que dijo que un día él se puso hecho una fiera porque alguien, una mecanógrafa nueva, según creo, había puesto una estampa religiosa en la pared de su despacho. O un crucifijo. Ahora no recuerdo qué era exactamente. Fue hace años. Pero él le echó una bronca y le obligó a quitarlo. Y recuerdo que también me dijo que blasfemaba mucho, una boca terrible… la Madonna aquí y la Madonna allá…, cosas que Patrizia no podía repetir. Que hasta a ti te hubieran ofendido, Guido.
Brunetti pasó por alto el casual descubrimiento de que Paola parecía considerarlo una especie de árbitro en materia de reniegos y concentró sus pensamientos en la revelación acerca del
signor
Lerini. Hizo volver a Brunetti de sus divagaciones la suave presión en su cadera del cuerpo de Paola que se había sentado en el sofá. Él, sin abrir los ojos, se retiró hacia el respaldo, para dejarle sitio y entonces sintió en el pecho el peso de su brazo y de su busto.
—¿Por qué has ido a ver a mi madre? —La voz de ella sonó justo debajo de su barbilla.
—He pensado que tal vez conociera a la Lerini y a la otra.
—¿Qué otra?
—Claudia Crivoni.
—¿Y conoce a Claudia?
—Mmm.
—¿Qué ha dicho?
—Algo relacionado con un cura.
—¿Un cura? —preguntó Paola, como había preguntado Brunetti al oír la misma frase.
—Sí. Pero es sólo un rumor.
—Lo que significa que probablemente es verdad.
—¿Es verdad qué?
—Oh, Guido, no seas pavo. ¿Qué es lo que crees que puede ser?
—¿Con un cura?
—¿Por qué no?
—¿No hacen un voto?
Ella se incorporó.
—No me lo puedo creer. ¿De verdad imaginas que eso significa una diferencia?
—Se supone que sí.
—Sí, y también se supone que los hijos son obedientes y responsables.
—Los nuestros, no —sonrió él.
Él sintió cómo súbitamente el cuerpo de Paola temblaba de risa.
—Tienes razón. Pero, en serio, Guido, ¿de verdad te crees eso de los curas?
—No creo que esa mujer esté liada con ninguno.
—¿Por qué no?
—Porque la he visto —dijo él y bruscamente la atrajo hacia sí asiéndola por la cintura.
Paola dio un grito de sorpresa, pero su voz tenía la misma nota de delectable horror que los chillidos de Chiara cuando Raffi o Brunetti le hacían cosquillas. Ella se resistió, pero Brunetti estrechó el abrazo hasta inmovilizarla.
Al cabo de un rato, él dijo:
—Yo no conocía a tu madre.
—Hace veinte años que la conoces.
—Quiero decir que no la conocía como persona. Tantos años, y no tenía idea de quién era.
—Pareces triste —dijo Paola apoyándose en su pecho para incorporarse y verle la cara.
Él aflojó la presión de sus brazos.
—Es triste, tratar a una persona durante veinte años, y no tener idea de cómo es. Cuánto tiempo desperdiciado.
Ella se echó otra vez, revolviéndose para acoplar sus curvas al cuerpo de él, proceso durante el que le clavó el codo en el estómago haciéndole lanzar un «¡Huy!» de dolor, pero al fin encontró la postura y él volvió a rodearla con los brazos.
Chiara, que llegó media hora después, hambrienta y en busca de cena, los encontró dormidos en el sofá.
Al día siguiente, Brunetti despertó con la cabeza despejada, como si durante la noche una fiebre le hubiera purificado la mente y devuelto la lucidez. Sin moverse de la cama, dedicó un buen rato a repasar la información acumulada durante los dos últimos días. En lugar de sacar la conclusión de que había aprovechado bien el tiempo, que la gestión de la
questura
estaba en buenas manos y que él luchaba contra el crimen con eficacia, de pronto, tenía la desagradable sensación de que se había embarcado en algo que ahora debía reconocer que era una solemne tontería. No contento con creer la historia de Maria Testa, había dispuesto de Vianello y desperdiciado una tarde interrogando a personas que, evidentemente, no tenían ni idea de lo que les decía ni de por qué un comisario de policía se presentaba en su casa de improviso.
Patta regresaría dentro de diez días, y Brunetti no tenía ni la menor duda de cuál sería su reacción si se enteraba de a qué había dedicado el tiempo la policía. Incluso en la cama, caliente y seguro, a Brunetti le parecía sentir el frío glacial de los comentarios de Patta: «¿Quiere decir que creyó la historia que le contaba una
monja,
una mujer que se ha pasado la vida metida en un convento? ¿Y se presentó en casa de esa gente para hacerles creer que sus familiares habían sido asesinados? Usted no está bien de la cabeza, Brunetti. Pero, ¿usted sabe
quiénes
son esas personas?» Decidió que, antes de abandonarlo todo, tenía que hablar con una última persona, con alguien que pudiera, si no corroborar la historia de Maria, por lo menos, responder de su fiabilidad como testigo. ¿Y quién podía conocerla mejor que el hombre al que ella había confesado sus pecados durante los seis últimos años?
La dirección que Brunetti buscaba estaba hacia el final del
sestiere
de Castello, cerca de la iglesia de San Pietro di Castello. Las dos primeras personas a las que paró no sabían por dónde caía el número, pero cuando preguntó dónde podía encontrar a los padres de la Santa Cruz, enseguida le dijeron que al pie del siguiente puente, la segunda puerta de la izquierda. Y allí estaban, según rezaba una placa de latón en la que el nombre de la orden aparecía grabado junto a una pequeña cruz de Malta.
Abrió la puerta a su primera llamada un hombre de pelo blanco que recordaba aquella figura tan habitual en la literatura medieval, la del fraile bendito. Sus ojos irradiaban afabilidad lo mismo que el sol irradia calor, y en su cara brillaba una amplia sonrisa, que reflejaba la alegría que le causaba la aparición de este desconocido en su puerta.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó, como si nada en el mundo pudiera depararle mayor satisfacción.
—Deseo hablar con el padre Pio Cavaletti, hermano.
—Sí, sí. Pase, hijo —dijo el fraile acabando de abrir la puerta—. Tenga cuidado —dijo señalando al suelo y extendiendo una mano para sujetar a Brunetti del brazo cuando éste pasaba el pie sobre la parte inferior del marco de la pesada puerta. Vestía el hábito blanco de la orden de
suor
Immacolata, cubierto por un delantal pardo con las señales de años de trabajo sobre la hierba y la tierra.
Brunetti, al entrar, se detuvo y miró en derredor, tratando de identificar el dulce aroma que respiraba.
—Son las lilas —explicó el fraile, muy satisfecho por el placer que veía en la cara de Brunetti—. Al padre Pio le encantan, se las hace enviar de todo el mundo. —Efectivamente: matas, arbustos, hasta árboles de alto porte llenaban el patio, envolviéndolos con su fragancia. Brunetti observó que sólo unos pocos arbustos se doblegaban bajo el peso de las piñas de flores púrpura, y que la mayoría no habían florecido aún.
—Son muy pocas para que huela tanto —dijo Brunetti, sin poder disimular el asombro por lo penetrante del perfume.
—Lo sé —dijo el fraile con una sonrisa de orgullo—. Son las primeras, las oscuras: Dilatata y Claude Bernard y Ruhm von Horstenstein. —Brunetti supuso que aquellos nombres exóticos designaban las lilas que estaba oliendo—. Las blancas, las que están junto a la pared del fondo —agregó el anciano, tomando a Brunetti del codo y señalando a una docena de arbustos de hojas verdes arrimados a la alta pared de ladrillo que estaba a su izquierda—: White Summers y Marie Finon, y Ivory Silk, no florecerán hasta junio, y probablemente aún tengamos flores hasta julio, si no llega el calor antes de tiempo. —Mirando en derredor con una satisfacción que se reflejaba tanto en su cara como en su voz, dijo—: En este patio, hay veintisiete variedades diferentes. Y en la casa capitular de Trento tenemos otras treinta y cuatro. —Antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, prosiguió—: Proceden hasta de Minnesota —nombre que pronunció dando a las consonantes una modulación muy italiana— y de Wisconsin —este nombre se le atravesó.
—¿Y usted es el jardinero? —preguntó Brunetti, aunque no era necesario.
—Lo soy, por la misericordia de Dios. He trabajado en este jardín —aquí miró más atentamente a Brunetti— desde que usted era niño.
—Es muy hermoso, hermano. Debe de estar orgulloso.
El anciano lanzó a Brunetti una mirada recelosa juntando ligeramente sus gruesas cejas. Al fin y al cabo, la soberbia es uno de los siete pecados capitales.
—Orgulloso de que esta hermosura dé gloria a Dios —puntualizó Brunetti, y el fraile volvió a sonreír.
—El Señor nunca hace nada que no sea hermoso —dijo el anciano mientras echaba a andar por el sendero de ladrillos que cruzaba el jardín—. Si tiene alguna duda, le bastará con contemplar sus flores. —Asintió recalcando esta simple verdad y preguntó—: ¿Tiene usted jardín?
—No, y lo siento.
—Ah, qué lástima. Es bueno ver crecer las cosas. Da sensación de vida. —Llegaron a una puerta y el anciano la abrió y se hizo a un lado para permitir a Brunetti entrar en el largo corredor del monasterio.
—¿Cuentan los hijos? —preguntó Brunetti con una sonrisa—. Porque tengo dos.
—Oh, cuentan más que nada en el mundo —dijo el fraile sonriendo a Brunetti—. Nada hay más hermoso ni que dé más gloria a Dios.
Brunetti sonrió al fraile y movió la cabeza afirmativamente, de acuerdo, por lo menos, con la primera proposición.
El fraile se paró delante de una puerta y llamó.
—Entre usted —dijo sin esperar respuesta—. El padre Pio nos tiene dicho que no hagamos esperar al que desee verle. —Con una sonrisa y una palmada en el brazo a Brunetti, el fraile volvió al jardín y a lo que a Brunetti siempre había creído que era el aroma del paraíso.
Un hombre alto escribía sentado a una mesa. Al entrar Brunetti, levantó la mirada, dejó la pluma y se levantó. Dio la vuelta a la mesa y se acercó al desconocido visitante con la mano extendida y una sonrisa que le empezó en los ojos y se extendió a los labios.
El monje tenía unos labios gruesos y rojos que llamaban la atención, pero eran los ojos los que revelaban su espíritu: entre grises y verdes y animados de una curiosidad e interés por el mundo que lo rodeaba que —Brunetti intuyó— debían de caracterizar todo lo que hacía. Era muy alto y delgado, complexión acentuada por el hábito de la Santa Cruz. Aunque había dejado atrás los cuarenta, todavía tenía el pelo negro, y la única señal de la edad era la tonsura natural que le clareaba en la coronilla.
—
Buon giorno
—dijo el monje con voz cálida—. ¿En qué puedo servirle? —Su voz, aunque se ondulaba con la cadencia del Véneto, no tenía el acento de la ciudad. Quizá de Padua, pensó Brunetti, pero antes de que pudiera iniciar la respuesta, el religioso prosiguió—: Pero perdone, tome asiento por favor —y acercando una de dos sillas tapizadas situadas contra la pared, a la izquierda de la mesa, esperó a que Brunetti se acomodara para sentarse frente a él.
Súbitamente, Brunetti sintió el deseo de abreviar, para terminar cuanto antes con Maria Testa y su historia.
—Padre, me gustaría hablarle de una persona de su orden. —Una ráfaga de viento entró en el despacho agitando los papeles de la mesa y recordando a Brunetti la rica promesa de la estación. Percibió la tibieza del aire y, al volver la cabeza, vio que las ventanas estaban abiertas al patio, para dejar entrar la fragancia de las lilas.
El sacerdote observó su mirada.
—Tengo la impresión de que durante todo el día no hago nada más que sujetar papeles con la mano —dijo con una sonrisa tímida—. Pero el tiempo de las lilas es corto, y procuro disfrutar de su perfume todo lo posible. —Bajó la mirada un momento y agregó—: Supongo que podríamos considerarlo una especie de gula.
—No creo que sea un pecado grave, padre —dijo Brunetti sonriendo con facilidad.
El monje inclinó la cabeza para agradecer la observación.
—No deseo parecer grosero,
signore,
pero antes de hablar de un miembro de nuestra orden, debo preguntar quién es usted. —El padre Pio sonreía con cierta incomodidad y extendió hasta la mitad de la mesa que los separaba una mano abierta, con la palma hacia arriba, en demanda de comprensión.
—Soy el comisario Brunetti.
—¿De la policía? —preguntó el padre sin disimular la sorpresa.
—Sí.
—Ay, Dios mío, ¿nadie habrá sufrido daño?
—No, en absoluto. He venido porque deseo hacerle unas preguntas acerca de una joven que era miembro de su orden.
—¿Era, comisario? ¿Una joven?
—Sí.
—En tal caso, no creo poder serle de gran ayuda. La madre superiora podrá informarle mejor que yo. Ella es la madre espiritual de las hermanas.
—Creo que usted conoce a esta mujer, padre.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Maria Testa.
La sonrisa del monje desarmaba por la sinceridad del deseo que reflejaba de hacerse perdonar su ignorancia.
—Para mí, ese nombre no significa nada, comisario. ¿Podría decirme el que tenía cuando era miembro de la orden?
—
Suor
Immacolata.
La sonrisa cedió el paso a una repentina expresión de dolor. Inclinó la cabeza y Brunetti le vio mover los labios en una oración silenciosa. Luego, el padre levantó la cabeza y dijo:
—¿Así que ha acudido a ustedes con esa historia?
Brunetti asintió.
—Entonces debe de estar convencida —dijo el sacerdote con franca compasión. Miró a Brunetti con una alarma repentina—: ¿No habrá tenido problemas por decir esas cosas, verdad?