—Subiré a buscarle —dijo Vianello. Cuando Miotti iba hacia la puerta, Vianello se volvió, lo señaló con un movimiento de cabeza y asintió mirando a Brunetti. Si algo había que averiguar acerca de los motivos que impedían a Miotti relacionarse con los «amigos clericales» de su hermano, Vianello lo sabría esta tarde.
Cuando los dos agentes se fueron, Brunetti abrió un cajón y sacó las Páginas Amarillas. Buscó en Médicos, pero en Venecia no encontró a ningún Messini. Miró en la guía alfabética y encontró tres, uno, un tal
dottor
Fabio, con domicilio en Dorsoduro. Anotó el número de teléfono y la dirección, luego descolgó su teléfono y marcó de memoria otro número.
Una voz masculina contestó a la tercera señal:
—
Allò?
—
Ciao,
Lele —dijo Brunetti al reconocer la voz áspera del pintor—. Llamo para preguntarte por un vecino tuyo, el
dottor
Fabio Messini. —Lele Bortoluzzi, cuya familia residía en Venecia desde las Cruzadas, conocería a cualquiera que viviera en Dorsoduro.
—¿El de la afgana?
—¿Perra o esposa? —preguntó Brunetti riendo.
—Si es el que imagino, la esposa es romana; y la perra, afgana. Es una beldad. Lo mismo que la esposa, desde luego. Ella la pasea por delante de la galería por lo menos una vez al día.
—El Messini que yo busco dirige una residencia geriátrica cerca del Giustinian.
Lele, que lo sabía todo, dijo:
—Es el mismo que dirige la residencia en la que está Regina, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y cómo está, Guido? —Lele, que tenía pocos años menos que la madre de Brunetti, la conocía de toda la vida y había sido uno de los mejores amigos de su marido.
—Está igual, Lele.
—Que Dios la ayude, Guido. Lo siento.
—Gracias —dijo Brunetti. No se podía decir más—. ¿Qué hay de Messini?
—Que yo recuerde, empezó hará unos veinte años con un ambulatorio. Después se casó con Fulvia, la romana y, con el dinero de ella, fundó una
casa di cura
y abandonó la consulta privada. Por lo menos, eso tengo entendido. Y ahora me parece que es director de tres o cuatro residencias.
—¿Lo conoces?
—No. Sólo de vista. Y no lo veo tan a menudo como a su mujer.
—¿Cómo sabes quién es ella? —preguntó Brunetti.
—Me ha comprado varios cuadros a lo largo de los años. Me gusta. Es inteligente.
—¿Buen gusto para la pintura? —preguntó Brunetti.
Por el teléfono sonó la risa de Lele.
—La modestia me impide contestar esa pregunta.
—¿Se dice algo de él? ¿O de ellos?
Se hizo una pausa larga, a la que Lele puso fin diciendo:
—Yo no he oído nada. Si quieres, podría preguntar.
—Pero sin que parezca que preguntas —dijo Brunetti, aunque sabía que no era necesaria la advertencia.
—Mi lengua será leve como la brisa sobre la mar en calma.
—Te lo agradecería, Lele.
—¿No tendrá que ver con Regina, verdad?
—No, nada.
—Bien. Era una mujer formidable, Guido. —Entonces, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que había hablado en pasado, agregó rápidamente—: Si averiguo algo, te llamaré.
—Gracias, Lele. —Brunetti estuvo a punto de volver a recomendarle discreción, pero entonces se dijo que, para haber prosperado tanto como Lele en los medios del arte y las antigüedades de Venecia, una persona debía poseer tanto tacto como energía, por lo que se limitó a despedirse.
Aún faltaba mucho para las doce, pero Brunetti se sentía atraído a la calle por el aroma, de la primavera que desde hacía una semana envolvía la ciudad. Además, siendo el jefe, ¿por qué no iba a poder marcharse si le apetecía? Tampoco se sentía obligado a pasar por el despacho de la
signorina
Elettra para decirle adónde iba; probablemente, la encontraría con las manos en la masa del delito informático, y no quería ser cómplice ni, mucho menos, estorbo, por lo que la dejó trabajar y se encaminó hacia Rialto y su apartamento.
Cuando salió de casa aquella mañana, hacía un frío húmedo y ahora, con el calor de mediodía, le pesaban el abrigo y la chaqueta. Se desabrochó ambas prendas y metió el pañuelo del cuello en el bolsillo, pero aun así sentía en la espalda las primeras gotas de sudor del año. El traje de lana le oprimía y entonces le asaltó la nefanda sospecha de que tanto el pantalón como la americana le apretaban más que cuando empezó a ponérselos a principios del invierno. Al llegar al puente de Rialto, en un acceso de dinamismo, empezó a subir las escaleras al trote. Había subido una docena de peldaños cuando le faltó el aire y tuvo que frenar. En lo alto del puente, se paró a mirar hacia la izquierda la curva que describe el Gran Canal en dirección a San Marcos y el palacio de los
dux.
El sol se reflejaba en la superficie del agua, en la que se mecían las primeras gaviotas cabecinegras de la estación.
Cuando hubo recuperado el aliento, Brunetti empezó a bajar por el otro lado del puente, tan complacido por la bonanza del día que ni el bullicio de las calles ni el ir y venir de los turistas le producían la irritación habitual. Mientras caminaba por entre la doble hilera de puestos de fruta y verdura, vio los primeros espárragos y pensó que quizá pudiera convencer a Paola para que comprara algún manojo. Una mirada al precio le hizo comprender que no debía hacerse ilusiones, por lo menos, hasta dentro de una semana, cuando la temporada entrara en el apogeo y el precio se redujera a la mitad. Estuvo brujuleando entre los puestos, mirando las mercancías y los precios y saludando a algún que otro conocido. En el último puesto de la derecha vio unas hojas que le eran familiares y se acercó a mirarlas.
—¿Son
puntarelle
? —preguntó, sorprendido de encontrarlas tan pronto.
—Sí, y las mejores de Rialto —le aseguró el vendedor, un hombre con la cara colorada por muchos años de afición al vino—. Seis mil el kilo, un regalo.
Brunetti renunció a discutir semejante absurdo. Cuando era niño, las
puntarelle
costaban unos cientos de liras el kilo, y muy poca gente las comía; si alguien las compraba era para darlas a los conejos que se criaban ilegalmente en los patios interiores.
—Póngame medio kilo —dijo Brunetti, sacando unos billetes del bolsillo.
El vendedor se inclinó sobre los montones de hortalizas expuestas y tomó un buen puñado de aquellas hojas verdes y aromáticas. Como un prestidigitador, sacó de la nada una hoja de papel y la dejó caer en la balanza, puso las hojas encima y rápidamente hizo un pulcro paquete que dejó sobre unas simétricas hileras de
zucchini
tiernos y extendió la mano. Brunetti le dio tres billetes de mil liras, no pidió bolsa de plástico y siguió hacia casa.
Al llegar a la pared del reloj, torció a la izquierda y subió hacia San Aponal. Maquinalmente, tomó por la primera calle de la derecha y entró en Do Mori, donde pidió una loncha de
prosciutto
enrollada en un bastoncillo y un vasito de Chardonnay para quitarse el sabor salado del jamón.
A los pocos minutos y resoplando otra vez, después de subir más de noventa escalones, abría la puerta de su casa donde salieron a su encuentro los varios olores que le alegraban el alma hablándole de familia, hogar y alegría.
Aunque el aroma exquisito a ajo y cebolla fritos anunciaban la presencia de su esposa, Brunetti gritó:
—¿Estás aquí, Paola?
Un «Sí» que le llegó desde la cocina lo atrajo por el pasillo hasta allí. Dejó el paquete en la mesa y se acercó a su mujer para darle un beso y ver qué estaba friendo en la sartén.
Unas tiras de pimientos rojos y amarillos cocían lentamente en una espesa salsa de tomate de la que emanaba olor a salchicha.
—
Tagliatelle?
—preguntó él, nombrando su pasta fresca favorita.
Ella se inclinó a remover la salsa.
—Por supuesto. —Entonces, al volverse hacia la mesa, vio el paquete—: ¿Qué es eso?
—
Puntarelle.
He pensado que podríamos hacer aquella ensalada con salsa de anchoas.
—Buena idea —dijo ella alegremente—. ¿Dónde las has encontrado?
—Las tenía ese que pega a su mujer.
—¿Qué dices? —preguntó ella, desconcertada.
—El del último puesto de la derecha según vas hacia el mercado del pescado, el que tiene venitas en la nariz.
—¿Pega a su mujer?
—Bueno, ha estado tres veces en la
questura.
Pero, cuando se le pasa la borrachera, ella siempre retira los cargos.
Brunetti observó cómo su esposa repasaba su archivo mental de todos los vendedores de la derecha del mercado.
—¿Ella es la de la chaqueta de visón? —preguntó al fin.
—Sí.
—No tenía ni idea.
Brunetti se encogió de hombros.
—¿Y vosotros no podéis hacer nada? —preguntó ella.
Como tenía hambre y la discusión retrasaría el almuerzo, él se mostró lacónico.
—No. No es cosa nuestra.
Colgó el abrigo y la chaqueta del respaldo de una silla y fue a la nevera a buscar una botella de vino. Al pasar por detrás de su mujer en busca de un vaso, murmuró:
—Huele bien.
—¿No es cosa vuestra? —preguntó ella, y por el tono él comprendió que Paola había encontrado Una Causa.
—No, no lo es, salvo que ella presente una denuncia formal, cosa que siempre se ha negado a hacer.
—Quizá le tiene miedo.
—Paola —dijo él, que había deseado evitarse esto—, ella abulta el doble que él: pesa por lo menos cien kilos. Estoy seguro de que, si quisiera, podría arrojarlo por una ventana.
—¿Pero? —preguntó ella, notando por el tono que su marido se callaba algo.
—Pero no quiere, diría yo. Discuten, la cosa pasa a mayores y ella nos llama. —Se sirvió un vaso de vino y bebió un trago, dando por terminada la conversación.
—¿Y entonces? —preguntó Paola.
—Entonces vamos nosotros y nos lo llevamos a la
questura
donde se queda hasta que ella va a buscarlo por la mañana. Es algo que ocurre cada seis meses aproximadamente, pero ella nunca tiene grandes señales de violencia, y se alegra de llevárselo a su casa.
Paola se quedó pensativa y, finalmente, desistió encogiéndose de hombros.
—Es extraño, ¿verdad?
—Muy extraño —convino Brunetti, al que una larga experiencia en estas lides decía que Paola había decidido abandonar el tema.
Al inclinarse para recoger la chaqueta y el abrigo y llevarlos al recibidor, vio un sobre marrón en la mesa.
—¿Las notas de Chiara? —preguntó alargando la mano.
—Aja —dijo Paola echando sal al agua que hervía en el puchero de un fogón de atrás.
—¿Son buenas?
—Excelentes en todo menos en una asignatura.
—¿Educación Física? —trató de adivinar él, desconcertado, porque Chiara se había situado en cabeza de la clase desde el primer grado y allí había seguido durante seis años. Pero, al igual que su padre, la niña no era amante del ejercicio y tendía a apoltronarse, por lo que ésta era la única asignatura en la que, según él, podía fracasar.
Abrió el sobre y sacó la cartulina.
—¿Formación Religiosa? —preguntó— ¿Formación Religiosa?
Paola no dijo nada, y él siguió leyendo las anotaciones hechas por la profesora para explicar su calificación de «Insuficiente».
—¿«Hace demasiadas preguntas»? —leyó. Y después—: ¿«Comportamiento perturbador»? ¿Se puede saber qué significa esto? —preguntó Brunetti tendiendo la hoja a Paola.
—Pregúntaselo a ella cuando llegue.
—¿Aún no ha llegado? —preguntó Brunetti, y le asaltó la disparatada idea de que Chiara, enterada de la mala nota, se hubiera escondido por ahí, resistiéndose a volver a casa. Miró el reloj y vio que era temprano: su hija no debía llegar hasta dentro de quince minutos.
Paola, que ponía la mesa para cuatro, lo apartó suavemente con la cadera.
—¿Ella te ha hablado de esto? —preguntó él, haciéndose a un lado para no estorbar.
—Nada en concreto. Dijo que no le gustaba el padre, pero no dijo por qué. O yo no se lo pregunté.
—¿Qué clase de cura es? —preguntó Brunetti, sentándose en su sitio.
—¿Qué quieres decir con lo de «qué clase de cura»?
—¿Es de lo que se llama el clero secular o pertenece a alguna orden?
—Me parece que es un cura secular, de la parroquia que está al lado de la escuela.
—¿San Polo?
—Sí.
Mientras hablaban, Brunetti iba leyendo los comentarios de los otros profesores, todos ellos, categóricos en el elogio de la inteligencia y la aplicación de Chiara. Su profesor de Matemáticas la consideraba «una alumna con mucho talento y muy buenas dotes para las Matemáticas» y la de Lengua llegaba incluso a utilizar la palabra «elegancia» al referirse a la expresión escrita de Chiara. En ninguno de los comentarios se apreciaba esa natural inclinación de los maestros a prevenir con una severa advertencia el peligro de la vanidad que sin duda acechaba detrás de cada palabra de elogio.
—No lo entiendo —dijo Brunetti guardando la
pagella
en el sobre y dejando caer éste en la mesa. Se quedó un momento pensativo, buscando la manera de formular la pregunta que deseaba hacer:
—Tú no le habrás dicho nada, ¿verdad?
Paola era conocida entre su amplio círculo de amistades por facetas diversas, pero todos los que la trataban coincidían en considerarla una
mangia-preti,
comecuras. El furioso anticlericalismo que irradiaba de ella a veces sorprendía aun al propio Brunetti, aunque no era frecuente que a estas alturas pudiera sorprenderle algo que dijera o hiciera Paola. Pero el tema de la religión era el que, más que cualquier otro, podía encender en ella de improviso un furor fulminante.
—Ya sabes que desde el principio he estado de acuerdo —dijo volviéndose de espaldas a los fogones para mirar a su marido. Siempre había intrigado a Brunetti que Paola hubiera accedido tan rápidamente a la sugerencia de sus respectivas familias de que sus hijos fueran bautizados y enviados a las clases de Religión de la escuela. «Forma parte de la cultura occidental», solía decir con una indiferencia glacial. Los niños, que no eran tontos, pronto descubrieron que Paola no era la persona a quien acudir en materia de fe, pero también sabían que sus conocimientos de historia eclesiástica y discusión teológica eran prácticamente enciclopédicos. Su clarificación de las diferencias entre los credos niceno y atanasiano era un modelo de ecuánime objetividad y detallista erudición; su denuncia de los siglos de las seculares matanzas a que estas diferencias habían dado lugar era, para usar un término mesurado, desmesurada.