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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (4 page)

BOOK: Mercaderes del espacio
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—Me metieron en el cohete como un dedo en un guante. Quizá recuerde usted a qué se parecía el cohete. ¿Pero sabe que me embutieron en el asiento del piloto? No era del todo un asiento. Se parecía una escafandra. Todo el aire de la nave estaba en el traje. El agua llegaba a mi boca mediante un tubo. Se ahorraba peso…

Y así pasó ochenta días. El traje lo alimentó, le dio de beber, enjugó su transpiración, eliminó sus desechos corporales. Si hubiese sido necesario, habría inyectado novocaína en un brazo roto, habría parado la hemorragia de una arteria o habría bombeado aire en sus pulmones. Era una placenta; una placenta horriblemente incómoda.

Pasó así ochenta días; treinta y tres días de ida, cuarenta y un días de vuelta. Los seis días intermedios justificaban el viaje.

Jack descendió envuelto en una total oscuridad (nubes de gas le cerraron los ojos y ocultaron la pantalla del radar) hacia la epidermis de un mundo desconocido. Se encontraba a trescientos metros del suelo y aún no había visto sino un torbellino amarillo. El cohete se posó en las arenas y Jack cerró las turbinas.

—Bueno, no pude salir —me dijo—. Será algún otro el que pise el suelo de Venus. Alguien a quien no le interese respirar. De todos modos, allí estaba yo, mirando. —Se encogió de hombros, me miró aturdidamente y lanzó una palabrota—. Lo he dicho mil veces en mis conferencias, pero nunca he conseguido dar una impresión exacta. Les dije que Venus se parece al antiguo desierto pintado. Quizá se parezca. Nunca estuve allí. El viento sopla fuerte en Venus, y despedaza las rocas blandas que se convierten en tormentas de arena. Las partes más duras, bueno, se alzan como figuras raras y manchas de color. Algunas de ellas parecen grandes estatuas. Y las colinas están llenas de agujeros. Es algo así como el interior de una caverna, pero sin oscuridad. La luz es… rara. No hay luz como esa en la Tierra. Anaranjada y castaña, brillante, muy brillante; pero… amenazadora. Como el cielo de verano en el crepúsculo, cuando amenaza lluvia. Pero en Venus no hay lluvias, pues no hay agua. —O'Shea se detuvo—. Hay rayos, muchos; pero no lluvias… No sé, Mitch —terminó abruptamente— ¿Le sirvo de algo?

No le contesté enseguida. Miré mi reloj y vi que ya estaba por salir mi aeroplano de vuelta. Me incliné y cerré el aparato registrador que llevaba en el portafolios.

—Me ha servido de mucho, Jack —le dije—. Pero quiero algo más. Y ahora tengo que irme. Óigame ¿puede venir a Nueva York y trabajar conmigo unos días? He registrado todas sus palabras, pero necesito también algunas imágenes. Nuestros artistas pueden sacar bastante de sus informes, pero se necesita más. Usted nos será más útil que cualquier fotografía.

No le dije que en los cuadros de nuestros artistas se iba a ver cómo sería Venus, si Venus fuese diferente.

—¿Qué le parece?

Jack se inclinó hacia atrás y durante un minuto adoptó los aires de un querube, y aunque me hizo sudar mientras me describía la extensa campaña de conferencias que le había preparado su agente para las próximas semanas, se mostró finalmente de acuerdo. La charla de la ciudad de Shriner podía ser cancelada, decidió, y las reuniones con sus redactores podían realizarse en Nueva York. Nos citamos para el día siguiente, y justo en ese momento un parlante anunció que mi nave estaba ya por salir.

—Lo acompañaré hasta el aeroplano —se ofreció Jack.

Bajó de la silla y arrojó un billete sobre la mesa. Caminamos juntos a través de los angostos pasillos del bar y salimos al campo. Jack sonrió y se pavoneó ligeramente ante los gritos y exclamaciones que despertó su presencia. El campo estaba en sombras y el resplandor nocturno de Washington destacaba contra el cielo las siluetas de algunas aeronaves. Hacia nosotros, desde la estación terminal, venía un gigantesco helicóptero de cincuenta toneladas. Las luces del aeródromo resplandecían en su casco. No estaba a más de quince metros del suelo. Sus paletas giratorias crearon un torbellino descendente que casi me arrastra el sombrero.

—Malditos chóferes de ómnibus —gruñó Jack alzando la vista hacia el helicóptero—. Tendrán que ponerlos bajo las órdenes de la G.C.A. Como los aparatos son tan dóciles, esos jockeys de paletas se meten en cualquier parte. Si yo manejara un cohete como ellos manejan… ¡Corra! ¡Corra!

Jack O'Shea comenzó a gritar dándome puñetazos en el vientre. Lo miré con asombro; todo era tan repentino e ilógico… O'Shea lanzó contra mí su cuerpo diminuto y trastabillé unos metros.

—¿Qué demonios…? —comencé a decir, pero no llegué a oír mis propias palabras.

Un crujido metálico y el aletear de los rotores ahogaron mi voz. Enseguida se oyó un estruendo increíble; la caja del helicóptero, con su cámara de aluminio, cayó sobre el piso de cemento, a un metro de nuestros pies. El armazón se hizo pedazos, y unas cajas de avena arrollada de Astromejor Verdadero se desparramaron en todas direcciones. Uno de los rojos paquetes rodó hasta mis pies. Lo recogí estúpidamente, y me quedé mirándolo.

Sobre nuestras cabezas, el aliviado helicóptero se elevó rápidamente, alejándose; pero no lo miré. Jack estaba gritando:

—Por amor de Dios, ¡sáquelo de ahí!

Debajo de las retorcidas planchas de aluminio salía un brazo con una valija, y en medio de unos confusos ruidos, creí oír el sonido balbuceante del dolor humano. A eso se refería Jack O'Shea. Sáquelo de ahí.

Dejé que me arrastrara hasta el aplastado metal, y tratamos de levantarlo. Sólo conseguí lastimarme una mano y romperme el traje. Y enseguida apareció el personal del aeropuerto, y nos echaron de allí, bruscamente.

No recuerdo cómo nos alejamos, pero de pronto me encontré sentado sobre el equipaje de alguien, con la espalda apoyada en la pared de una plataforma terminal. Jack O'Shea me hablaba excitado. Maldecía a todo el gremio de pilotos de helicópteros, y me acusaba de no haberme movido cuando vio que se abrían las portezuelas de la bodega. Recuerdo también que Jack me sacó de un golpe la caja de avena que yo llevaba todavía en la mano. Los psicólogos afirman que no soy excesivamente sensible, ni timorato; pero esta vez el aturdimiento me duró hasta que Jack me metió en nave.

Más tarde la camarera me dijo que cinco personas, por lo menos, habían muerto aplastadas por la caja, y comencé a recordar más claramente. Pero no muy bien. Todo lo que yo recordaba, lo único que parecía importante, era la voz de Jack que decía una y otra vez, con la amargura y la ira pintadas en su rostro de porcelana:

—Demasiada gente, Mitch, multitudes en todas partes. Estoy con usted. Necesitamos Venus, Mitch. Necesitamos espacio.

3

La vivienda de Kathy, ubicada en Bensonhurst, en la parte baja de la ciudad, no era muy amplia, pero sí bastante cómoda. Estaba amueblada elegantemente, dentro de un estilo simple y hogareño. Yo lo sabía muy bien. Apreté el botón, sobre el que se leía DRA. NEVIN, y le sonreí mientras me abría la puerta.

Kathy no me devolvió la sonrisa. Dijo dos cosas:

—Estás atrasado, Mitch. —Y enseguida—: Creí que antes me llamarías por teléfono.

Entré y tomé asiento.

—Llegué tarde porque casi me matan, y no llamé porque ya era tarde. ¿Quedamos a mano?

Kathy me hizo la pregunta que yo esperaba, y le expliqué cómo me había salvado apenas de la muerte.

Kathy es una hermosa mujer, con un rostro cálido y expresivo, el cabello de dos tonos de rubio e impecablemente arreglado, y una constante sonrisa en los ojos. Me he pasado mucho tiempo mirándola, pero nunca la observé con más atención que cuando le describí la caída del armazón de aluminio. Fue decepcionante. Estaba sinceramente preocupada, sin duda; pero Kathy abre su corazón a todo el mundo y nada en su rostro me permitió suponer que estaba más preocupada por mí que por cualquier otro a quien hubiese tratado durante mucho tiempo.

Le hablé entonces de las otras grandes noticias: la campaña de Venus y mi jefatura. Tuve más éxito. Se sorprendió enormemente. La vi excitada y contenta, y en un arranque repentino hasta llegó a besarme. Pero cuando le devolví ese beso, como había estado deseando hacerlo desde hacía meses, se apartó de mí y fue a sentarse ostensiblemente en el otro extremo de la habitación, como para sintonizar unas bebidas.

—Esto merece un brindis, Mitch —dijo, y me sonrió—. Champaña por lo menos. Querido Mitch, ¡es una noticia maravillosa!

Aproveché la oportunidad.

—¿Quieres ayudarme a celebrarlo? ¿A celebrarlo realmente?

Una nube de cansancio le cubrió los ojos.

—Hum —dijo, y añadió—: Bueno, Mitch. Recorreremos la ciudad. Yo invito, naturalmente. Pero te dejaré a las doce. Dormiré en el hospital. Tengo una histerectomía a la mañana y no quiero acostarme tarde. Ni demasiado bebida.

Pero sonrió al decírmelo.

Decidí, una vez más, aprovecharme de mi suerte.

—Muy bien —dije, y no estaba fingiendo—. Kathy es una excelente compañera. ¿Me dejas usar tu teléfono?

Cuando llegaron nuestras bebidas, yo ya había conseguido unas entradas para un teatro, una mesa en un restaurante y otra en un bar.

Kathy no estaba muy convencida.

—Es un programa algo excesivo para sólo cinco horas —dijo—. Mi histerectomía no va a resultar si me tiemblan las manos.

Pero la convencí enseguida. Su capacidad de resistencia daba para más. Una mañana tuvo que hacer una trepanación después de habernos insultado mutuamente durante toda la noche. Y, sin embargo, la operación salió muy bien.

La cena fue, según mi parecer, un verdadero fracaso. No pretendo ser un sibarita, que sólo admite proteínas auténticas. Pero me molesta pagar el precio de proteínas frescas por proteínas regeneradas. El aspecto de la comida era bastante bueno, pero el gusto era horrible. Taché el restaurante de mi lista y me disculpé con Kathy. Pero ella se rió. Y además la función fue muy buena. En general las sesiones hipnóticas me dan dolor de cabeza, pero esta vez entré en trance enseguida, y al terminar la película no me sentí peor.

El club nocturno estaba repleto y el encargado nos había reservado una mesa para otra hora. Tuvimos que esperar cinco minutos en el vestíbulo del bar y Kathy se negó terminantemente a concederme un tiempo suplementario. Pero cuando el encargado nos llevó, disculpándose y haciéndonos reverencias, hasta nuestro sitio, y nos trajeron las bebidas, Kathy se inclinó hacia mí y me dio un beso. Me sentí muy a gusto.

—Gracias —me dijo Kathy—. Ha sido una velada maravillosa, Mitch. Asciende a menudo, por favor. Me agrada.

Encendí un cigarrillo para ella y otro para mí, y abrí la boca para decir algo. Me detuve.

Kathy me dijo:

—Adelante, no tengas miedo.

—Bueno, iba a decir que siempre nos hemos divertido.

—Sí, ya sabía que ibas a decir eso. Y yo iba a decir que ya sé a dónde vas, y que la respuesta es siempre no.

Kathy pagó la cuenta y salimos. Al llegar a la calle nos colocamos los tapones antihollín.

—¿Coche, señor? —preguntó el portero.

—Sí, por favor —respondió Kathy—. Un tándem. —El cochero llamó a un coche de pedales para dos y Kathy le dio la dirección del hospital al muchacho de adelante.

—Puedes venir si quieres, Mitch —me dijo, y subí detrás de ella.

El portero nos dio el empujón inicial, y los muchachos gruñeron tomando impulso.

Bajé la capota. Nuestro noviazgo revivió unos instantes. La amable oscuridad, el leve y húmedo olor de las lonas del coche, el quejido de los muelles. Sólo unos instantes.

—Cuidado, Mitch —me advirtió Kathy.

—Por favor, Kathy —dije lentamente—. Permítame que te lo diga. No me llevará mucho tiempo.

Kathy no replicó.

—Nos casamos hace ocho meses… Bueno —añadí enseguida cuando vi que Kathy iba a interrumpirme—, no fue un matrimonio completo. Pero hicimos los votos interlocutorios. ¿Recuerdas por qué?

Kathy dijo pacientemente después de un momento:

—Estábamos enamorados.

—Es cierto —le dije—. Yo te quería, y tú me querías a mí. Y los dos teníamos nuestro trabajo, y sabíamos que eso podría traernos dificultades. Nos casamos en forma condicional. Nada permanente antes de un año. —Le toqué la mano y Kathy no se movió—. Kathy, querida, ¿no crees que obrábamos conscientemente? ¿No podemos, al menos, terminar ese año? Quedan aún cuatro meses. Probemos, Kathy. Si concluye el año y no deseas legalizar tu certificado… bueno, por lo menos no podré decir que no me diste una oportunidad. En cuanto a mí, no tengo que esperar. Mi certificado está legalizado, y no cambiaré nunca.

Atravesábamos en ese momento una calle iluminada y vi cómo Kathy torcía la boca con un gesto que no pude entender.

—Oh, maldita sea, Mitch —dijo con una voz muy triste—. Sé muy bien que no cambiarás. Por eso mismo es todo tan horrible. ¿Debo comenzar a insultarte para que comprendas que esto no tiene remedio? ¿Debo decirte otra vez que tienes un carácter insoportable? ¿Que eres egoísta, maquiavélico y tramposo? En un tiempo me pareciste un hombre encantador, Mitch. Un idealista que ponía los principios y la moral por encima del dinero. Tenía razones para verte así. Me lo decías tú mismo, y con un tono muy convincente. Comprendías, además, mi trabajo. Te gustaba la medicina; ibas a verme operar tres veces por semana. Les decías a tus amigos, delante de mí, que te sentías orgulloso de que yo me dedicara a la cirugía. Tardé tres meses en descubrir qué querías decirles. Cualquiera puede casarse con una mujer que ha sido una ama de casa. Pero sólo un Mitchell Courtenay puede casarse con una cirujana y hacer de ella una ama de casa. —Le temblaba la voz—. No pude soportarlo, Mitch. No pude. No importaban las discusiones, ni tu mal humor, ni las peleas interminables. Pero a veces una vida humana depende de mí, y si yo me siento destrozada a causa de las peleas que tengo con mi marido, esa vida no está segura, Mitch. ¿No te das cuenta?

Se oyó algo así como un sollozo.

—¿Me quieres aún, Kathy? —le pregunté en voz baja.

Durante unos momentos, Kathy no se movió. Luego lanzó una breve carcajada.

—Llegamos al hospital, Mitchell —dijo—. Es la hora.

Levanté la capota y bajamos del coche.

—Espere —le dije al muchacho conductor, y acompañé a Kathy hasta la puerta.

No me dio un beso de buenas noches, y no trató de citarse para otra vez. Me quedé en el vestíbulo durante unos veinte minutos, para ver si Kathy no me engañaba y volvía a salir, y luego regresé en el coche de pedales hasta la estación de subterráneo más cercana. Yo estaba con un humor de perros, y cuando fui a pagar el viaje, el muchacho conductor me preguntó:

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