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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (10 page)

BOOK: Mercaderes del espacio
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Comenzó a vomitar. A bordo de los cargueros no se distribuían, aparentemente, bolsas de papel. Empujé la puerta de emergencia y salí de la bodega.

—¿Qué hay? —gruñó un enorme guardián de la agencia de Detectives.

—Quiero ver a un oficial de la nave —le dije—. Estoy aquí por error. Mi nombre es Mitchell Courtenay. Jefe de publicidad de la Sociedad Fowler Schocken.

—El número —me inquirió bruscamente.

—16-156-187 —le respondí, y admito que había algo de orgullo en mi voz. Pueden sacarle a uno el dinero, la salud y los amigos, pero no un número bajo de Seguridad Social.

El guarda comenzó a arremangarme suavemente. Un segundo después me arrojaba de una bofetada contra las planchas metálicas.

—Vuelve a tu sitio —rugió—. Esto no es una excursión. Y no me gusta tu forma de hablar.

Miré incrédulamente el hueco de mi codo. El tatuaje decía ahora: 1304-9974-1416-156-187723. Mi verdadero número estaba metido entre los otros. Las tintas eran iguales, sólo se advertía un leve cambio en la forma de los números. Muy leve, sólo yo podía darme cuenta.

—¿Qué esperas? —me dijo el guarda—. ¿Nunca habías visto tu número?

—No —dije suavemente. Me temblaban las piernas. Estaba asustado, muy asustado—. Nunca he visto este número. Lo tatuaron alrededor de mi número verdadero. Soy Courtenay. De veras. Puedo demostrarlo. Le pagaré si…

Metí las manos en los bolsillos y no encontré el dinero. De pronto vi que estaba vestido con un traje Universal raro y arrugado, con manchas de comida y otras cosas.

—Bueno, paga —dijo el guarda, impaciente.

—Le pagaré más tarde —le dije—. Lléveme ante alguna autoridad y…

Un oficial de aviación, vestido elegantemente con un uniforme de la Panagra, asomó la cabeza por el estrecho corredor.

—¿Qué pasa aquí? —le preguntó al guarda—. Las luces de la escotilla están todavía encendidas. ¿No puede conservar un poco de orden en la bodega? Ya sabe que nos podemos quejar a su compañía.

Hablaba como si yo no existiera.

—Lo siento, señor Kofler —dijo el guarda haciendo un saludo—. Este hombre parece dopado. Salió y me dijo que es un jefe de publicidad y que está a bordo por error…

—¡Mire mi número! —le grité al teniente.

Le metí el codo en las narices y el hombre arrugó la cara. El guarda me tomó de un brazo y me advirtió con un gruñido:

—No molestes a…

—Un minuto —dijo el oficial de la Panagra—. Yo me encargaré de este hombre. Es un número muy alto, compañero. ¿Qué espera probar mostrándome esto?

—Se han agregado cifras, antes y después. Mi verdadero número es 16-156-187. ¿Lo ve? ¡Los otros números son diferentes! ¡Han sido adulterados!

Reteniendo el aliento, el teniente me miró el brazo, desde muy cerca.

—Hum —dijo—. Puede ser… Venga conmigo.

El guarda corrió a abrirnos la puerta. Parecía asustado.

El teniente me llevó a través de unos cuartos donde rugían los motores. Llegamos a la oficina, del tamaño de un sombrero, del comisario de la nave. El comisario era un gnomo de rasgos afilados que llevaba su uniforme de la Panagra como si fuera una bolsa.

—Muéstrele su número —me dijo el teniente. Se lo mostré—. ¿Qué se sabe de este hombre? —le preguntó luego al comisario.

El comisario metió una tarjeta en el aparato de lectura y encendió las luces de la pantalla:

—1304-9974-1416-156-187723 —leyó al fin—. Groby, William George; 26 años; soltero; hogar destruido (por abandono del padre); tercer hijo de una familia de cinco; balance mental H-H; masculinidad, 1; salud, 2,9; trabajos de clase 2 y de 1,5 durante siete años y tres meses respectivamente; educación, 9; contrato último, B. —El comisario alzó la vista y miró al oficial—. Una historia muy pobre, teniente. ¿Hay alguna razón especial para que me ocupe de este hombre?

—Pretende ser un jefe de publicidad que está aquí por error. Dice que alguien ha alterado su número. Y su lenguaje está un poco por encima de su clase.

—Ajá —dijo el comisario—. No es mucho. Hijo tercero de un hogar destruido, de muy bajo nivel. Seguramente lee sin cesar para tratar de mejorarse. Pero notará usted…

—Basta —le dije de pronto al hombrecito, ya completamente harto—. Soy Mitchell Courtenay. Puedo comprarlo y venderlo a usted sin alterar mayormente mi cuenta de gastos chicos. Estoy a cargo de la Sección Venus en la Sociedad Fowler Schocken. Quiero ir inmediatamente a Nueva York. Allí terminaremos esta farsa. Vamos. ¡Rápido! ¡Malditos sean!

El teniente me miró alarmado y tomó enseguida el teléfono; pero el comisario sonrió y se lo sacó de la mano.

—¿Mltchell Courtenay, dice usted? —preguntó amablemente. Buscó otra tarjeta y la puso en el aparato—. Eso es —dijo, después de manipular algunos dispositivos.

El teniente y yo nos acercamos a mirar.

Era la primera página del New York Times. En la primera columna, se leía una nota necrológica sobre Mitchell Courtenay, jefe de la Sección Venus en la Sociedad Fowler Schocken. Me habían encontrado muerto en el glaciar Astromejor, no muy lejos de Pequeña América. Había estado metiendo la mano en mi equipo de energía y éste dejó de funcionar. El teniente abandonó la lectura, pero yo seguí durante un rato. Matt Runstead era el nuevo jefe de la Sección Venus. Yo era una pérdida irreparable para mi profesión. Mi mujer, la doctora Nevin, había rehusado toda entrevista. Fowler Schocken había pronunciado una brillante apología sobre mí. Yo era amigo de Jack O'Shea, el pionero del espacio, quien se había sorprendido y se había entristecido sobremanera al enterarse de las noticias.

—Compré el periódico en Ciudad del Cabo —dijo el comisario—. Meta a este hijo de perra en su sitio. ¿Quiere, teniente?

El guardia me llevó a puntapiés y a bofetadas hasta la bodega número seis, y me lanzó de un empujón a la rojiza oscuridad. Reboté en el cuerpo de alguno. Después de haber respirado el aire relativamente fresco de las oficinas, el hedor de la bodega me pareció insoportable.

—¿Qué te ha pasado? —me preguntó el colchón humano amablemente.

—Traté de decirles quién era. —Me detuve. Así no iba a ninguna parte—. ¿Qué viene ahora?— le pregunté.

—Aterrizamos. Luego los cuarteles. El trabajo. ¿Qué clase de contrato has firmado?

—B, según me han dicho.

El hombre lanzó un silbido.

—Parece que te agarraron de veras, ¿eh?

—¿Qué quiere decir? ¿De qué se trata?

—Oh ¿has firmado a ciegas? Malo. El contrato B dura cinco años; es para refugiados, incapaces y tontos. Vigilan hasta la conducta. Me ofrecieron el B pero les dije que si no tenían otra cosa me enrolaría en el Expreso Brinks. Conseguí un contrato F… Se ve que necesitaban trabajadores con urgencia. Es sólo por un año, y puedo comprar en almacenes que no son de la compañía: y tiene algunas otras ventajas.

Me llevé las manos a la cabeza.

—No puede ser un lugar tan malo —le dije—. Vida en el campo… cultivos… sol y aire fresco.

—Hum —dijo el hombre con cierto embarazo. Es mejor que la industria química, me imagino. Quizá no tan bueno como las minas. Ya lo verás.

Se alejó, y yo, en vez de dedicarme a hacer planes caí en una especie de modorra.

No hubo ninguna señal de aterrizaje. Golpeamos contra el suelo, y bastante fuerte. Se abrió una compuerta y el sol enceguecedor del trópico entró en la nave. Después de la oscuridad de la bodega, me lastimó los ojos. Junto con el sol no entró el aire del campo, sino una nube de aerosol desinfectante. Salí de abajo de un montón de trabajadores y me dejé llevar por la corriente hacia la puerta.

—Póngase eso, estúpido —me dijo un hombre de rostro duro que llevaba un uniforme de guardián de fábricas.

Me arrojó una placa numerada con una soga para que me la echase al cuello. Todos recibieron una, y nos alineamos junto a un mostrador fuera de la nave. Estábamos a la sombra de la plantación Clorela, una elevada estructura de ochenta pisos, una torre de ochenta canastos embutidos. En cada piso se veían varios espejos. Y alrededor del edificio se extendían algunos centenares de metros cuadrados de espejos que recogían la energía solar, la volcaban a su vez en los espejos del edificio, y luego en los tanques de fotosíntesis. Desde el aire era una vista espectacular, aunque no rara. Desde abajo, era sencillamente un infierno. Yo debería de estar planeando algo, pero en mi cabeza sólo bailaba esta frase: «Desde las soleadas plantaciones de Costa Rica, recolectadas por las diestras manos de los orgullosos granjeros independientes vienen las jugosas y maduras proteínas Clorela. Sí, yo era el autor de esa frase».

—¡Vamos, muévanse! —nos gritó un guardián—. Muévanse! ¡Malditos basureros! ¡Muévanse!

Me puse una mano ante los ojos, para protegerme del sol, y avancé hacia la mesa. Un hombre de anteojos oscuros me preguntó:

—¿Nombre?

—Mitchell Court…

—Este es —dijo la voz del comisario.

—Muy bien, gracias. Óyeme, Groby. Los hombres que han tratado de romper un contrato B, siempre se han arrepentido. ¿Sabes a cuánto ascienden las entradas anuales de Costa Rica?

—No —murmuré.

—A cerca de ciento ochenta y tres billones de dólares. ¿Y sabes a cuánto ascienden los impuestos que paga Clorela?

—No, maldita sea, no…

—A ciento ochenta billones de dólares. Un hombre listo como tú comprenderá en seguida que el gobierno y los jueces de Costa Rica obedecen a Clorela. Si queremos hacer un escarmiento con un trabajador que ha intentado romper su contrato, Costa Rica lo hará en nuestro nombre. Puedes estar seguro. Bien, ¿cómo te llamas, Groby?

—Groby —respondí con voz ronca.

—¿Nombre de pila? ¿Nivel de educación? ¿Equilibrio H-H?

—No me acuerdo. Pero si me lo escribe en un papel me lo aprenderé de memoria.

Oí la risa del comisario, que decía:

—Lo hará, estoy seguro.

—Muy bien, Groby —dijo cordialmente el hombre de anteojos oscuros—. No ha pasado nada. Toma, tus datos. Aún haremos de ti un buen despellejador. Sigue caminando.

Seguí caminando. Un guardián tomó mis papeles y gritó:

—¡Los despellejadores, por aquí!

«Por aquí» era por debajo del primer piso, a través de una luz aún más brillante, y un corredor rodeado de tanques largos y malolientes, y una puerta ubicada en el pilón central. La puerta daba a un cuarto luminoso, pero que parecía casi sombrío después de aquel sol triplicado.

—¿Despellejador? —dijo un hombre. Parpadeé y asentí—. Yo soy Mullane. Encargado de los turnos. Quiero preguntarte algo, Groby —dijo, lanzando una mirada a mi tarjeta—. Necesitamos un despellejador en el piso cuarenta y uno, y otro en el sesenta y siete. Dormirás en el piso cuarenta y tres. ¿En dónde quieres trabajar? Te advierto que los ascensores no funcionan para los despellejadores y otras gentes de la clase 2.

—En el piso cuarenta y uno —le dije, tratando de leer en su cara.

—Elección inteligente —me dijo el hombre—. Muy, pero muy inteligente. —Y allí se quedó mirándome, de pie, mientras pasaban los minutos. Al fin añadió—: Me gusta cuando un hombre inteligente se conduce de un modo inteligente.

Hubo otra pausa.

—No tengo dinero —le dije.

—No es nada —replicó—. Te prestaré algo. Firma aquí y te lo descontaremos del sueldo. Es un simple préstamo de cinco dólares.

Leí la nota y la firmé. Tuve que mirar otra vez mi tarjeta de identidad. Había olvidado mi nombre de pila. Mullane garabateó un «41» y sus iniciales en uno de mis papeles y se fue sin darme los cinco dólares. No lo seguí.

—Yo soy la señora Horrocks, la encargada de la casa —me dijo una mujer suavemente—. Bienvenido a la familia Clorela, señor Groby. Espero que pase muchos años felices con nosotros. Y ahora a trabajar. Ya le habrá dicho el señor Mullane que ubicaremos esta última conscripción de vagabundos —quiero decir este grupo de contratados—, en el piso cuarenta y uno. Es mi deber cuidar que todos los alojados en un mismo dormitorio congenien entre sí. —La cara de la mujer me recordaba vagamente a una tarántula. La mujer prosiguió—: Tenemos una cama disponible en el dormitorio siete. Son todos jóvenes agradables. Quizá le guste a usted vivir con ellos. Es muy importante vivir con los de la misma clase.

Comprendí a dónde iba y le dije que el dormitorio siete no me interesaba. La mujer continuó animadamente:

—Entonces, el dormitorio doce. Son bastante maleducados, pero los mendigos no pueden elegir, ¿no es cierto? Les gustará ver a un hombre joven. Ya lo creo. Pero tendrá que llevar un cuchillo, o alguna otra arma. ¿Lo pongo en el dormitorio siete, señor Groby?

—No —le dije—. ¿No tiene otra cosa? Ah, y a propósito, ¿no podría prestarme cinco dólares hasta el día de pago?

—Lo pondré en el dormitorio diez —dijo la mujer, escribiendo—. Sí, puedo prestarle algún dinero. ¿Diez dólares? Firme y deje su impresión digital en esta nota, señor Groby. Gracias.

La mujer salió caminando en busca de otra víctima.

Un hombre gordo, de rostro sanguíneo, me tomó por el brazo y dijo roncamente:

—Compañero, bienvenido a las filas de la Unión Independiente de Obreros Panamericanos de la Industria de la Proteína. Este panfleto te explicará cómo la U.I.O.P.I.P. protege a los obreros contra los innumerables abusos y engaños que son plaga de nuestra industria. El ingreso y las cuotas son descontados automáticamente, pero este panfleto es extra.

—Compañero —le pregunté—, ¿qué puede pasarme si no compro el panfleto?

—No me hago responsable —dijo el hombre, simplemente.

Me prestó cinco dólares para comprar el panfleto.

No tuve que subir por la escalera. No había ascensores para los hombres de la clase 2, pero sí una cinta sinfín de carga de la que uno podía colgarse. Era un poco peligroso saltar hasta la cinta o de ella, y el espacio libre era escaso. Sí a uno le sobresalía el trasero, lo perdía, seguro.

En el dormitorio se amontonaban sesenta camastros, en pilas de tres. Como se trabajaba únicamente durante las horas de luz, no se usaba el sistema de camas calientes. Mi cama era toda mía; gran negocio…

Cuando entré, un negro de cara avinagrada estaba barriendo perezosamente el corredor central.

—¿Nuevo? —me preguntó, y miró mi tarjeta— Esa es tu cama. Yo soy Pine. Encargado del dormitorio. ¿Sabes despellejar?

—No —dije—. Dígame, señor Pine, ¿desde dónde puedo llamar por teléfono?

—Sala de juegos. —Señaló con el pulgar.

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