Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
1,30 Una Drake es vista en el vagón restaurante del tren.
4,00 Llega al Hotel Castle.
5,00 Es vista por míster Rice.
8,00 Es vista cenando en el hotel.
9,30 Pide una botella de agua caliente.
11,30 Vista en el Savoy con míster Le Marchant.
7,30 a.m. Es llamada por el camarero en el Hotel Castle.
9,00 Es llamada por la sirvienta en su piso de la calle Clargues.
Se miraron el uno al otro.
—Tengo la idea —dijo Tommy— de que los brillantes detectives de Blunt están haciendo en este momento el más espantoso de los ridículos. Me temo que esta vez irá mal.
—No, Tommy, no hay que desesperarse. Alguien miente en todo este embrollo, y es preciso que lo encontremos.
—Discrepo de tu teoría, Tuppence. Yo, por el contrario, creo que todos han dicho la verdad.
—Y, sin embargo, tiene que haber un enigma. ¿Cuál es? No lo sé. He pensado hasta en el empleo de aeroplanos, pero esto tampoco nos da la solución.
—Yo estoy dispuesto ya a creer en la teoría de la proyección astral.
—Lo mejor será que nos acostemos esta noche y pensemos en ello —observó Tuppence—. El subconsciente trabaja mejor durante el sueño.
—¡Humm! —replicó Tommy—. Si en el plazo de esta noche consigues que tu subconsciente te dé una respuesta satisfactoria a este galimatías, tendré que quitarme el sombrero ante ti como muestra de consideración y respeto.
Permanecieron en silencio durante toda la tarde. Una y otra vez Tuppence repasó aquella incomprensible correlación de hechos. Hizo anotaciones en pedazos de papel. Murmuraba palabras incoherentes, comparando interesada los horarios de todo el servicio de ferrocarriles. Al final se levantaron convencidos de lo inútil de sus elucubraciones.
—Esto es de lo más desesperante que puede verse —dijo Tommy.
—Es la tarde más horrible que recuerdo haber pasado en toda mi vida —añadió Tuppence.
—Debiéramos haber ido a algún teatro de variedades —observó el primero—. Unos cuantos buenos chistes acerca de las suegras, de los hermanos gemelos y de las botellas de cerveza, quizá nos hubiesen servido para disipar un tanto nuestro malhumor.
—No, tú verás cómo este esfuerzo de concentración que estamos haciendo acabará por dar sus frutos. ¡Verás lo ocupados que estarán nuestros subconscientes durante las próximas ocho horas!
Y alimentando esta efímera esperanza, decidieron entregarse al descanso.
—Bien —dijo Tommy al levantarse a la mañana siguiente—. ¿Qué tal ha trabajado ese subconsciente?
—Tengo una idea —respondió Tuppence.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de idea?
—Una que quizá te parezca un poco rara y que en nada se parece a las que por lo general traen las novelas policíacas. Y si te he decir la verdad, fuiste tú quien me la metió en la cabeza.
—Ah, pues debe ser buena. Venga, desembucha.
—No, ahora, no. Primero he de mandar un cable para comprobarla.
—Entonces —dijo Tommy— me voy a la oficina. No conviene dejarla desatendida. Y ya lo sabes, dejo este asunto en manos de mi encantadora y eficiente secretaria.
Cuando Tommy volvió aquella tarde a eso de las cinco y media, encontró a Tuppence eufórica.
—Lo conseguí, Tommy. He resuelto el misterio de la coartada. Ya puedes preparar una sustanciosa cuenta a míster Montgomery Jones y decirle al propio tiempo que puede empezar a disponerlo todo para los esponsales.
—¿Cuál es la solución? —preguntó impaciente Tommy.
—La más sencilla que puedas imaginarte. Gemelas.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que oyes. Era la única solución. Te dije ya que fuiste tú quien me dio la idea al mencionarme anoche lo de las suegras, las botellas de cerveza y los hermanos gemelos. Cablegrafíe a Australia y obtuve la información que buscaba. Una tiene una hermana gemela. Vera, que llegó de Australia el último lunes. A eso se debió el que pudiera hacer la apuesta tan espontáneamente. Pensó sin duda que era un excelente modo de atormentar a su apocado pretendiente. Su hermana fue a Torquay mientras ella permanecía en Londres.
—¿Y no crees que la pérdida de la apuesta pueda exacerbar el amor propio de esa mujer?
—No. Te di ya mis puntos de vista sobre esta cuestión. Ella acabará por conceder todo el mérito del descubrimiento a nuestro buen amigo, míster Montgomery Jones. Siempre he creído que el respeto y admiración por la habilidad del marido es el verdadero fundamento para la armonía conyugal.
—No sabes lo que me alegra inspirarte esas ideas, Tuppence.
—No creas que, en realidad, sea una solución muy satisfactoria —observó Tuppence—. Al menos no es de la talla que corresponde a un hombre como el inspector French.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Te fijaste acaso en la forma como presenté yo las fotografías a todos los camareros?
—Sí, pero tuvimos necesidad de emplear una infinidad de monedas de media corona y de billetes de diez chelines para lograr nuestro objetivo.
—No te preocupes. Se las cargaremos, con intereses, al afortunado Montgomery Jones. Ten la seguridad de que estará en un estado tal de éxtasis amoroso, que no pondrá objeción a nuestros honorarios, por exorbitantes que le puedan parecer.
—Y es lo que le corresponde hacer. ¿No han terminado acaso los brillantes detectives de Blunt brillantemente el asunto? ¡Oh, Tommy, creo que somos unos portentos!
—El próximo caso lo resolveremos al estilo Roger Sheringham, y tú, Tuppence, serás Roger Sheringham.
—Tendré que hablar muchísimo —dijo ésta.
—Magnífico. Así no tendrás necesidad de esforzarle —replicó el marido—, Y ahora sugiero que llevemos a cabo mi fallido programa de ayer noche y nos vayamos a un salón de variedades, donde oigamos toda clase de chistes acerca de las suegras, las botellas de cerveza, y, muy en especial, de los hermanos o hermanas gemelas.
Me gustaría —dijo Tuppence paseándose pensativamente a lo largo del despacho— que pudiésemos proteger o amparar a la hija de algún clérigo.
—¿Por qué? —preguntó Tommy.
—Quizás hayas olvidado el hecho de que yo precisamente fui una de ellas. Y recuerdo perfectamente lo que esto significó para mí. Así comprenderás ese impulso altruista que yo siento por las de los otros; ese...
—Veo que estás ya dispuesta a convertirte en Roger Sheringham, y si me permites una pequeña crítica, te diré que es posible que hables tanto como él, pero nunca tan bien.
—Al contrario —repuso Tuppence—, hay en mis palabras sutileza, un artificio, un no sé qué, que ningún varón puede aspirar a poseer. Tengo, además, fuerzas desconocidas para mi prototipo. ¿He dicho prototipo? Las palabras en sí no tienen ningún valor. A menudo suenan bien, pero significan lo contrario de lo que uno piensa.
—Sigue —dijo amablemente, Tommy.
—Iba a hacerlo. Me detuve sólo para tomar aliento. Haciendo uso de estos poderes, es mi deseo el de poder ayudar hoy mismo a la hija de algún clérigo. Tú verás, Tommy, como la primera que se enrole solicitando la ayuda de los brillantes detectives de Blunt, ha de ser precisamente lo que yo digo.
—Te apuesto lo que quieras a que no.
—Aceptada la apuesta —contestó Tuppence—. Sisst. Cada uno a su puesto. ¡Oh, Israel! ¡Aquí viene una!
Un furioso tableteo de máquinas de escribir dio la sensación de que las oficinas estaban en plena actividad.
Albert abrió de pronto la puerta y anunció:
—Mistress Mónica Deane. Una Joven delgada, de pardos cabellos y un tanto pobre en el vestir, entró y se detuvo vacilante. Tommy se adelantó a recibirla.
—Buenos días, miss Deane. ¿Quiere tener la bondad de sentarse y decirnos lo que desea? A propósito, permítame que le presente a mi secretaria confidencial, miss Sheringham.
—Encantada de conocerla, miss Deane —dijo Tuppence—. Su padre pertenecía a la Iglesia, ¿no es verdad?
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Oh, tenemos nuestros métodos para averiguarlo. Espero que no se habrá molestado al ver que me meto donde quizá no me corresponde. Pero a míster Blunt le gusta oírme hablar de vez en cuando. Dice que acostumbra a sacar buenas ideas de mi charla.
La muchacha se la quedó mirando con ojos que revelaban una gran ansiedad.
—¿Quiere usted contarnos su historia, miss Deane? —preguntó Tommy.
Ésta se volvió a él dibujando una triste sonrisa.
—Es una larga historia que quizá le parezca un poco rara —comentó la muchacha—. Me llamo Mónica Deane y mi padre fue rector de Littie Hampsley en Suffolk. Murió hace tres años dejándonos a mi madre y a mí poco menos que en la miseria. Yo me puse a servir de gobernanta pero quedó inválida mi madre y hube de regresar a casa para atenderla. Estábamos ya casi al borde de la desesperación cuando un día recibimos una carta de un notario participándonos la existencia de un legado que una tía de mi padre había hecho, al morir, a mi favor. Años atrás había oído hablar de esta tía, de sus peleas con mi padre y de que ocupaba una posición bastante desahogada. Creí que aquella herencia habría de poner fin a nuestros apuros, pero no fue así. Heredé, en efecto, la casa en que había vivido, pero dinero no hubo más que el estrictamente necesario para pagar derechos y gastos generales ocasionados por el papeleo. Supongo que lo perdería durante la guerra o que se había visto precisada a vivir del capital. No obstante, teníamos la casa de la que no tardamos en recibir una proposición de compra, por cierto bastante aceptable. Algo, sin embargo, que todavía no he podido explicar, me obligó a rechazar la oferta. Como el departamento en que vivíamos era en extremo reducido, decidí trasladarme a La Casa Roja, era así como se llamaba la propiedad, y donde además de mayor comodidad para mi madre disponíamos de suficientes habitaciones cuyo alquiler habría de proporcionarnos dinero suficiente para ayudar a los gastos.
»Llevé a cabo mi plan, a pesar de una nueva oferta hecha por el mismo caballero que pocos días antes había hecho la proposición de compra. Al principio todo fue bien. Llovieron huéspedes contestando al anuncio que mandé insertar en los periódicos, y entre la vieja sirvienta de mi tía, que había decidido también continuar sus servicios con nosotras, y yo podíamos llevar a cabo todos los menesteres. De pronto empezaron a ocurrir cosas inexplicables.
—¿Qué cosas?
—No sé. La casa parecía estar encantada. Se caían los cuadros de las paredes, volaban objetos de loza por el aire y luego se rompían, y una mañana encontré que todos los muebles, sin excepción, habían sido cambiados de lugar. Al principio creí que se trataba de una broma, pero no tardé en desechar la posibilidad de esa explicación. Un día en que todos estábamos sentados a la mesa, oímos un terrible estrépito en el piso superior. Subimos y no encontramos a nadie. Sólo un mueble se encontraba fuera de su sitio y había sido arrojado al suelo con violencia.
—¡Ah! —exclamó Tuppence con interés—. Eso debe ser lo que los espiritistas llaman un
poltergeist
.
—Sí, eso mismo fue lo que dijo el doctor 0'Neill, aunque yo no sé en realidad lo que es.
—Una especie de espíritu maligno que se entretiene en molestar a las personas —explicó Tuppence que, a decir verdad, tampoco entendía gran cosa acerca de esa clase de cuestiones.
—Bien, de todos modos, el efecto fue desastroso. Nuestros huéspedes abandonaron la casa tan pronto como les fue posible y lo mismo ocurrió con sus sucesores. Yo estaba ya desesperada, y para colmo de desdichas, nuestras pequeñas rentas cesaron de pronto debido a la quiebra de la compañía en la que habíamos depositado nuestros pequeños ahorros.
—¡Pobrecilla! —exclamó Tuppence, compasiva—. ¡Qué malos ratos ha debido usted pasar! ¿Quería usted, acaso, que mister Blunt se encargara de investigar esas cosas raras que ocurren en su casa?
—No es eso, precisamente. Hace unos días vino a visitarme un caballero que dijo llamarse doctor 0'Neill. Nos dijo que era un miembro de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, que había oído hablar de las curiosas manifestaciones que tenían lugar en nuestra casa y que estaba dispuesto a comprarla para hacer en ella sus propios experimentos. Al principio me entusiasmó la idea. Parecía el único modo de poder salir del apuro en que nos hallábamos. Sin embargo...
––¿Qué?
—Quizá me crean ustedes una soñadora. Y tal vez lo sea, pero... ¡No, no, estoy segura de no haberme equivocado! ¡Era el mismo hombre!
—¿Qué hombre?
—El mismo que había querido comprarla con anterioridad. ¡Oh, estoy completamente segura de todo lo que digo!
—¿Y qué razón se figura usted que había para que no lo fuera?
—Se lo diré. Los dos hombres eran completamente diferentes. El primero era joven, moreno y elegantemente vestido. El doctor 0'Neill, si no los ha cumplido, ronda los cincuenta años, tiene barba gris, lleva lentes y camina un tanto encorvado. Pero al hablar con él observé que en uno de los dientes llevaba una corona de oro y que, por cierto, sólo la enseña cuando se ríe. Recordé que el otro hombre llevaba también un diente de oro, exactamente en el mismo lugar, y se me ocurrió mirarle las orejas. Menciono este detalle porque las del primero eran de una forma muy peculiar y carecían de lóbulo. Las del doctor 0'Neill eran idénticas. ¿No les parece que esto era mucha coincidencia? Estuve pensando y pensando y al fin decidí contestarle dándole largas al asunto. Yo había leído ya uno de los anuncios de míster Blunt, a decir verdad en un viejo periódico que usé para forrar uno de los cajones de la cocina, así es que, sin pensarlo ni un momento más, lo recorté y me vine con él a la ciudad, para confiar a ustedes mi caso.
—Muy bien hecho —dijo Tuppence moviendo vigorosamente la cabeza—. Es asunto que vale la pena de investigar.
—Un caso muy interesante, miss Deane —observó Tommy—. Lo estudiaremos con verdadero cariño, ¿no es verdad, miss Sheringham?
—Sí, sí —repuso ésta—, y tenga la seguridad de que, más tarde o más temprano, llegaremos al fondo de este aparente misterio.
—Creo haber entendido, miss Deane —prosiguió Tommy—, que los moradores de la casa consisten en usted, su madre y una vieja criada, ¿verdad?
—Así es.
—Bien. ¿Podría usted darme algunos detalles acerca de esta criada?
—Se llama Crockett, y ha estado al servicio de mi tía durante mas de diez años. Es ya bastante vieja, desagradable en sus modales, pero buena sirvienta. Siente cierta inclinación en darse importancia porque, según dicen, una hermana que tiene se casó con un hombre de posición muy superior a la suya. Crockett tiene un sobrino a quien siempre designa con el pomposo nombre de «un perfecto caballero».