Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Y una tarea que rozaba lo imposible. Pablo prácticamente era el dueño de su ciudad natal, Medellín, y de la mayor parte de la policía. Y tanto era así que una de las reglas del recientemente formado Bloque de Búsqueda prohibía que en él participara ni siquiera un antioqueño, o paisa, por temor a que secretamente fuera un empleado de Pablo. Para evitar el riesgo, la PNC había reunido una variada selección de hombres provenientes de distintas unidades, incluyendo al DAS, una especie de FBI colombiano, y de su rama judicial, la DIJIN (Dirección Central de Policía Judicial e Investigación). Todos eran agentes de élite y por tanto incorruptibles. Algunos estaban acostumbrados a trabajar de uniforme bajo mando militar directo, y otros a funcionar de paisano, esencialmente como policías secretos. Ninguno de ellos conocía la ciudad o a sus compañeros. En Medellín carecían de fuentes de información y de chivatos y no se atrevían a pedir la ayuda de la policía local porque, como todos sabían, la mayoría de ellos trabajaba para el cártel. Cada uno de los integrantes del Bloque de Búsqueda (policías secretos inclusive) destacaba de inmediato, ya que ninguno hablaba con el fuerte acento paisa de los de allí. En la primera redada, en pleno centro de la ciudad, los ochenta hombres en sus diez vehículos se perdieron.
Treinta de aquellos doscientos primeros hombres del coronel murieron a los quince días de actividad. Pese a las elaboradas precauciones para proteger sus identidades, el ejército de sicarios de Pablo fue pescándolos uno a uno, a menudo con la ayuda de la policía de Medellín. Los mataban en la calle, cuando regresaban del trabajo, o incluso en sus casas delante de sus familias, cuando estaban fuera de servicio. Los funerales dejaron a la PNC aturdida. En Bogotá, en la jefatura de policía, los altos mandos consideraban seriamente dar por acabado el experimento del Bloque de Búsqueda. Sin embargo, el coronel y sus oficiales pidieron que se les permitiera quedarse porque, aun acongojados y atemorizados, sentían que aquellas muertes los hacían más fuertes y aumentaban su determinación. Así que en vez de desactivar el Bloque de Búsqueda, la PNC le envió al coronel otros doscientos hombres.
A Martínez le enorgullecía que, pese al espantoso saldo del primer mes, sus oficiales hubiesen logrado preparar un primer operativo de resultados impresionantes. Con la información de que Pablo se ocultaba en una finca en medio de la selva, a unas dos horas en helicóptero del centro de Medellín, el Bloque planificó su asalto. Los mapas indicaban que para llegar a la finca en cuestión, los helicópteros tendrían que sobrevolar una base del Ejército colombiano. Si intentaban hacerlo sin el permiso del comandante de la guarnición, era muy probable que las defensas antiaéreas de la misma los hicieran añicos en pleno vuelo. Pero Martínez sospechaba que si informaban al comandante de una guarnición del departamento de Antioquia, Pablo sería avisado de inmediato. Así que corrieron el riesgo. Para evitar el radar volaron a toda velocidad y a muy baja altitud, tan bajo que el coronel dudaba si no chocarían contra el tendido eléctrico o las líneas telefónicas, pero lo lograron. Se precipitaron contra la finca desde el aire, coordinando el ataque con las fuerzas terrestres que se habían trasladado hasta allí cautelosamente la noche anterior. Pablo escapó, pero por poco. En aquellas circunstancias tan adversas el coronel consideró la operación un éxito.
Con todo, a finales de octubre de 1989, y de acuerdo con la rotación estipulada, el coronel solicitó su reemplazo. Se le informó que, debido al gran trabajo realizado, el departamento quería que continuara en su puesto. Al mes siguiente su solicitud fue denegada de nuevo con los mismos argumentos.
La respuesta de Pablo a la primera operación del Bloque de Búsqueda fue inmediata y expresa: una bomba en el sótano del edificio donde vivía la familia Martínez en Bogotá que afortunadamente no estalló. Su hijo mayor, Hugo, cursaba sus estudios de cadete de la academia de Policía Nacional, pero su esposa, su hija y sus dos hijos menores estaban en el edificio cuando los explosivos fueron hallados. Había sucedido tras una llamada de advertencia a la policía, así que probablemente fuera un aviso. Un aviso escalofriante, porque a Pablo debería de haberle sido imposible encontrarlos, además todos los residentes del edificio eran oficiales de alto rango de la PNC y los únicos que conocían la verdad sobre el nuevo y peligroso trabajo del coronel. La traición se agravó aún más cuando en vez de amparar a un colega acosado, las otras familias de la comunidad se reunieron y votaron que el coronel y su familia debían abandonar cuanto antes el edificio.
Al día siguiente de haber sido descubierta la bomba, el coronel montó un helicóptero y voló a Bogotá para ayudar a su familia a hacer las maletas. Únicamente su superior, el general Octavio Vargas, sabía a dónde se dirigía aquella mañana.
Martínez se encontraba llenando cajas amargamente en su antiguo apartamento, cuando un oficial de policía retirado, un conocido de sus días de estudiante en la academia de la policía nacional, golpeó su puerta. Sorprendido y alarmado, el coronel se preguntó cómo había sabido aquel hombre cómo encontrarlo en Bogotá.
—Vengo a hablar con usted, obligado —dijo el hombre, afligido. Martínez le preguntó qué deseaba y el hombre contestó—: Si no aceptaba venir a hablar con usted, me podrían matar a mí y a mi familia.
El oficial retirado le ofreció al coronel seis millones de dólares para poner fin a los operativos. Y agregó que sería mejor que «continuara con su trabajo, pero que no se causara a sí mismo ni a Pablo Escobar ningún daño». El capo quería además una lista de los informantes dentro de su propia organización.
En ocasiones el destino de una nación depende de la integridad de un solo hombre. El soborno llegó en el momento más difícil de la carrera del coronel: le habían asignado una misión suicida con pocas probabilidades de éxito; asistía a funerales casi a diario —la PNC había construido capillas funerarias especiales en Medellín y en Bogotá sólo para cumplir con la demanda. La bomba en su edificio había hecho patente que Pablo podía llegar a su mujer y a sus hijos y sabía que mudarse de allí sólo protegería a los habitantes del edificio. Es decir, que hasta su propia institución lo abandonaba a su suerte.
¿Y para qué? Martínez no veía la razón de perseguir a Escobar. La cocaína no significaba un problema para los colombianos, era un problema para los gringos. Y si llegaban a deshacerse de el Doctor, que era exactamente el deseo de los gringos, aquello no iba a acabar, ni mucho menos, con la industria de la cocaína.
Le estaban poniendo en bandeja un retiro generoso: seis millones de dólares. Dinero suficiente como para que él y su familia vivieran lujosamente el resto de sus vidas; pero la reflexión del coronel no duró más que sus propios pensamientos, y se le revolvió el estómago con sólo pensar en aceptar. Insultó a su antiguo camarada, pero más tarde su ira se transformó en pena y en asco.
—Dile a Pablo que has venido pero que no me encontraste, y hazte cuenta de que esto nunca sucedió —le dijo.
Martínez había conocido a oficiales corruptos y sabía que el dinero era el anzuelo con el que el Doctor pescaba. Si aceptaba el dinero, se convertiría en propiedad de Pablo, como lo era ya el hombre que le había traído el mensaje («Vengo a hablar con usted obligado»). Martínez se vio a sí mismo forzado a cometer una traición similar y humillante en un futuro y supo que equivaldría a dejar en manos de un criminal toda su carrera, sus largos años de trabajo y estudio, y todo aquello que lo enorgullecía de su profesión. No sería distinto que venderle el alma.
Después de despedir a su viejo amigo fue en automóvil al cuartel general de la PNC e informó al general Octavio Vargas de la oferta que le habían hecho. Ambos estuvieron de acuerdo en que era una buena
Señal.
—Significa que le estamos haciendo cosquillas —dijo Martínez.
Y era cierto, en parte porque contaban con una nueva clase de ayuda.
En su primera noche en Bogotá, en septiembre de vi 989, el norteamericano abrió con un chasquido una cerveza, mientras en su cuarto con terraza en el Hotel Hilton se dedicó a contar explosiones. Estaba demasiado nervioso como para dormir, así pues acercó la silla a la ventana y echó un vistazo hacia abajo, buscando los fogonazos. Bogotá era una ciudad sorprendente y moderna. En los últimos años, había pasado mucho tiempo en ciudades centroamericanas como San Salvador o en Tegucigalpa. Habían sido puestos duros, inmundos, peligrosos y decididamente tercermundistas. Bogotá, sin embargo, le recordaba más a alguna moderna ciudad europea, con sus rascacielos, su arquitectura inconfundible y sus anchas y ajetreadas avenidas zumbando por un tráfico que iluminaba la noche en todas direcciones. Estaba entusiasmado. Colombia le resultaba un nuevo misterio a desenmarañar, un nuevo paquete a desenvolver, el tipo de reto que le hacía la boca agua. El Hilton se alzaba en el sector norte de la ciudad, donde la densa edificación trepaba por las laderas y, todavía más arriba, por las colinas. Allí se levantaban la exquisita y vieja catedral del siglo XVI y flamantes edificios de oficinas laminadas en cristal. Al sur, la ciudad se extendía como una llanura de contaminación y de chabolas que daba albergue al influjo de refugiados llegados en bandadas, hacía ya décadas; refugiados que huían de la violencia y que desde entonces habían henchido la población de la ciudad hasta llegar a los siete millones. Pero el norteamericano no pudo ver todo aquello la primera noche. Lo que sí vio fue el elegante resplandor de la ciudad perfilando el horizonte de edificios y las luces que avanzaban por las autovías. No logró divisar ningún fogonazo, aunque las explosiones sonaban cercanas y a veces hasta hacían temblar los cristales.
Se había enterado de que algunas semanas antes, un popular candidato presidencial de nombre Luis Galán había sido asesinado y que el Gobierno del presidente Barco había declarado la guerra al cártel de Medellín, y que, por lo visto, las bombas eran parte de la respuesta del cártel, y no cesaban de estallar. El norteamericano, un oficial del Ejército, había sido bien informado de la situación, así que una o dos bombas no lo habrían sorprendido; pero mientras la cuenta pasaba de las veinte, las treinta, y llegaba finalmente a las cuarenta y cuatro, se dijo: «Joder, esto va a ser divertido».
La mayoría de las explosiones procedían de bombas caseras hechas con secciones de tubería, aunque ninguna demasiado potente. Habían sido colocadas estratégicamente en puertas de bancos, centros comerciales, bloques de oficinas y otros lugares en los que los bogotanos seguramente verían al día siguiente los daños causados, pero no donde trabajara gente durante la noche, ni siquiera guardias de seguridad. Por todo esto, en Bogotá y en otras diez ciudades de Colombia fue declarado el estado de sitio, desde el amanecer hasta el crepúsculo. Aquella noche de explosiones (que no había sido la única del año) supuso un mensaje no tan cifrado dirigido al Gobierno: «Podemos atacar el objetivo que queramos, y cuantas veces queramos».
En la reunión a la que el norteamericano había asistido antes de emprender aquel viaje, había quedado claro que se trataba de un país a punto de desmoronarse. El informe incluía una cronología de barbaridades cometidas en el breve período de los últimos cinco meses:
—3 de marzo: José Antequera, líder del partido Unión Patriótica y candidato a presidente de la nación. Asesinado.
—11 de marzo: Héctor Giraldo, abogado y asesor del periódico
El Espectador,
cuyo director Guillermo Caño había sido asesinado, fue a su vez secuestrado y posteriormente asesinado.
—3 de abril: Un coronel de la policía en servicio activo es detenido en un cordón policial y se descubren en su maletero cuatrocientos kilos de cocaína.
—21 de abril: Luis Vera, el popular periodista de radio de Bucaramanga, muere asesinado.
—4 de mayo: El padre de la jueza de investigación autoexiliada, Marta Gonzáles, es asesinado, y la madre de ésta cae herida en el ataque. Gonzáles había huido de Colombia después de acusar a Pablo Escobar y a José Gonzalo Rodríguez G. por asesinato.
—30 de mayo: Un potente coche bomba explota en Bogotá. Aparentemente iba destinado a matar al general Miguel Maza, director del DAS. Maza sale ileso; no así seis transeúntes, que mueren en el acto.
—3 de junio: Secuestran al hijo del ministro del Interior del presidente Barco.
—15 de junio: Un conocido periodista de radio, Jorge Vallejo, muere tras sufrir un atentado.
—4 de julio: El gobernador de Antioquia, Antonio Roldan, es asesinado en Medellín dentro de su propio coche en una explosión provocada por control remoto.
—28 de julio: Muere asesinado el juez que expidiera una orden de detención contra Pablo Escobar y José Gonzalo Rodríguez G.
—1
6
de agosto: Carlos Valencia, magistrado del Tribunal Superior, muere asesinado. El juez Valencia había ratificado los cargos formulados por la corte en primera instancia contra Escobar y Gacha.
—17 de agosto: Más de cuatro mil jueces del tribunal de apelación comienzan una huelga nacional protestando por su estado de indefensión.
Un día después del inicio de la huelga, tanto el candidato Galán como el coronel Franklin fueron asesinados. Según las informaciones, mercenarios británicos e israelíes entrenaban por entonces a los asesinos a sueldo de los narcos en las tácticas más sofisticadas. Con un historial así, el norteamericano consideró que la noche de las bombas caseras entraba dentro de los límites de lo circunspecto. Era evidente que los narcos procuraban evitar un distanciamiento todavía mayor de la opinión pública, que había respondido con indignación al asesinato de Galán. La idea, evidentemente, no era golpear sino enviar un mensaje. La audacia demostrada por los narcos, sin embargo, dejaba entrever por qué Colombia había pedido ayuda a Estados Unidos. El norteamericano era parte del paquete militar que había llegado como respuesta.
Formaba parte de una unidad ultrasecreta asentada en Bogotá y comandada por un mayor del Ejército norteamericano, que, por lo que indicaban su documentación actual, se llamaba Steve Jacoby. Los miembros de aquella unidad representaban una nueva clase de espías, expertos en vigilancia electrónica clandestina, hombres seleccionados y entrenados por el Ejército para suministrar «inteligencia operativa» durante la organización de la infortunada misión de rescate de los rehenes norteamericanos en Irán diez años antes. La idea era llenar el vacío que se había formado en las actividades de espionaje ortodoxo de la CÍA y la NSA (la Administración de Seguridad Nacional); un vacío que el Ejército señalaba como «crítico». Estas burocracias establecidas del espionaje, creadas y alimentadas hasta el hartazgo durante la Guerra Fría, eran responsables en primera instancia de recabar información para la toma de decisiones políticas de corte general. Con todo, cada vez se emprendían más y más operaciones militares clandestinas —«especiales», en jerga militar— en países exóticos, incursiones a pequeña escala y sin demasiada antelación. Lo que los hombres a cargo de esas operaciones necesitaban para hacer su trabajo era información precisa y oportuna, del estilo de: «¿Cuántas puertas y ventanas tiene el “objetivo”? ¿Qué tipo de armas llevan los guardaespaldas? ¿Qué cena el “objetivo” habitualmente? ¿Dónde durmió anoche y anteanoche?». Aquellos hombres necesitaban que se les proveyera de logística detallada (información acerca de los vehículos del país en cuestión, la ubicación precisa de las casas francas de los «objetivos», escondites, etc.), y ese tipo de datos no era una especialidad de las grandes burocracias del espionaje. Durante la década posterior a su creación, aquella pequeña unidad clandestina especializada en vigilancia electrónica, escuchas e intercepción, había cambiado muchas veces de nombre, en parte para proteger su confidencialidad. Primero se había llamado ISA (Intelli-gence Support Activity), el Ejército Secreto de Virginia del Norte, Torn Victory, Viento de Cementerio, Capacity Gear y Robín Court. Por entonces se llamaba Centra Spike.