Read Más muerto que nunca Online

Authors: Charlaine Harris

Más muerto que nunca (35 page)

BOOK: Más muerto que nunca
13.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Claudine estaba abatida.

—Oye —dije—, basta ya. Sé que estás preocupado por los amigos que tienes ahí dentro, pero no la tomes con Clau- dine. Ni conmigo —añadí apresuradamente cuando vi que me miraba a los ojos.

—No tengo amigos ahí dentro. Y me afeito cada mañana —dijo.

—De acuerdo, entonces —asentí, estupefacta.

—O si tengo que salir por la noche.

—Entendido.

—A hacer algo especial.

¿Qué sería especial para Quinn?

Se abrieron las puertas y con ello se interrumpió una de las conversaciones más extravagantes que había mantenido en mi vida.

—Podéis volver a entrar —dijo una joven mujer lobo con unos tacones de diez centímetros. Llevaba un vestido ceñido de color granate y observé sus exagerados contoneos mientras nos precedía de camino a la sala grande. Me pregunté a quién estaría tratando de seducir, si a Quinn o a Glaude. ¿O tal vez fuera a Claudine?

—Hemos tomado una decisión —le dijo Christine a Quinn—. Reiniciaremos la competición allí donde terminó. Según la votación, y teniendo en cuenta que ha hecho trampas en la segunda prueba, Patrick queda declarado perdedor de la misma. También de la prueba de agilidad. Pero se le permite continuar en concurso. Para salir victorioso, sin embargo, deberá ganar de forma contundente la última prueba. —No estaba muy segura de lo que significaba «contundente» en aquel contexto. Por la expresión de Christine, me imaginé que nada bueno. Por primera vez me di cuenta de que cabía la posibilidad de que la justicia no terminara imponiéndose.

Cuando detecté a Alcide entre la multitud allí congregada, lo vi con semblante serio. La decisión inclinaba la balanza claramente a favor del oponente de su padre. No me había percatado de que había más hombres lobo del lado de los Fuman que del lado de los Herveaux, y me pregunté cuándo se habría producido ese cambio. En el funeral, la situación me había parecido más equilibrada.

Habiéndome ya entrometido en el acto, me sentía libre para entrometerme un poco más. Decidí pasearme entre los miembros de la manada para escuchar lo que sus cerebros tuviesen que decir. Pese a lo complicado que resulta descifrar los pensamientos retorcidos y laberínticos de cambiantes y hombres lobo, empecé a captar alguna cosa de vez en cuando. Me enteré de que los Furnan habían seguido un plan para ir filtrando poco a poco detalles sobre la afición al juego de Jackson Herveaux y pregonar lo poco fiable que sería como líder.

Sabía por Alcide que la afición al juego de su padre era cierta. Aun sin admirar a los Furnan por haber jugado esa carta, tampoco podía oponerme a su baza.

Los dos contrincantes seguían transformados en lobo. Si lo había entendido bien, lo que venía a continuación era una lucha. Como me encontraba al lado de Amanda, aproveché para preguntarle:

—¿Qué ha cambiado con respecto a la última prueba?

La pelirroja me susurró que la pelea había dejado de ser un combate normal, en el que el contrincante que quedara en pie transcurridos cinco minutos sería declarado vencedor. Ahora, para ganar la pelea de forma «contundente», el perdedor tenía que morir o quedar incapacitado.

Eso era más de lo que me esperaba, pero sabía, sin necesidad de preguntárselo a nadie, que no podía irme de allí.

El grupo estaba reunido en torno a una cúpula de alambre que me recordaba la de la película
Mad Max: más allá de la cúpula del trueno.
«Dos hombres entran y sólo uno sale», cabe recordar. Me imaginé que aquello sería el equivalente en el mundo de los lobos. Quinn abrió la puerta y los dos lobos avanzaron sigilosamente dispuestos a hacer su entrada, lanzando miradas a ambos lados para evaluar el número de seguidores que tenían. Al menos, supuse que lo hacían por eso.

Quinn se volvió y me llamó con señas.

Ay, ay. Puse mala cara. Su mirada marrón púrpura era intensa. Aquel hombre iba en serio. Fui hacia él a regañadientes.

—Lee de nuevo su mente —me dijo. Posó la mano en mi hombro. Me obligó a situarme de cara a él (bueno, es un decir), o más bien de cara a sus oscuros pezones. Desconcertada, levanté la vista—. Escucha, rubia, lo único que tienes que hacer es entrar ahí y hacer lo que ya sabes —me explicó para tranquilizarme.

¿Y no podía habérsele ocurrido eso con los lobos fuera de la jaula? ¿Y si cerraba la puerta conmigo dentro? Miré a Claudine por encima del hombro; movía enérgicamente la cabeza de un lado a otro.

—¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Para qué servirá? —pregunté, pues no era tonta del todo.

—Para saber si piensa volver a hacer trampas —me dijo Quinn en un tono de voz tan bajo que nadie más pudo oírlo—. ¿Tiene Fuman alguna forma de hacer trampas que yo no pueda ver?

—¿Garantizas mi seguridad?

Me miró a los ojos.

—Sí —respondió sin dudarlo un instante. Abrió la puerta de la jaula. Me siguió, viéndose obligado a agacharse para poder entrar.

Los dos lobos se acercaron a mí con cautela. Olían fuerte; como a perro, pero con un matiz más almizclado, más salvaje. Nerviosa, posé la mano sobre la cabeza de Patrick Furnan. Estudié su cabeza lo mejor que pude y lo único que fui capaz de discernir fue la rabia que sentía hacia mí por haberle fastidiado su victoria en la prueba de resistencia. Su determinación para ganar la pelea con crueldad era como un carbón encendido.

Suspiré, negué con la cabeza y retiré la mano. Para ser ecuánime, posé la mano sobre la espalda de Jackson, tan alta que me sorprendió. El lobo vibraba, literalmente, un débil temblor que hacía que su pelaje se estremeciera bajo mi mano. Estaba decidido a desgarrar a su rival miembro a miembro. Pero Jackson tenía miedo del lobo más joven.

—Luz verde —dije, y Quinn se volvió para abrir la puerta. Se agachó para salir y yo estaba a punto de seguirle cuando la chica del vestido ceñido de color granate gritó. Moviéndose con más rapidez de la que cabía imaginar en un hombre de su tamaño, Quinn se incorporó, me agarró por el brazo con una mano y tiró de mí con toda su fuerza. Con la otra mano cerró la puerta, y oí algo que chocaba contra ella.

Los ruidos que se escuchaban detrás de mí anunciaban que, mientras yo me encontraba clavada contra una extensión enorme de piel suave y bronceada, la batalla había empezado ya.

Con la oreja pegada al pecho de Quinn, oí un retumbar tanto dentro como fuera cuando me preguntó:

—¿Te ha alcanzado?

Ahora me correspondía a mí sufrir temblores y estremecimientos. Noté la pierna mojada y vi que tenía las medias rotas: un rasguño en el lateral de mi muslo derecho que sangraba. ¿Me habría rozado la pierna con la puerta cuando Quinn la cerró con tanta rapidez, o me habría mordido alguno de los lobos? Dios mío, si me habían mordido...

El público se había congregado junto a la jaula y observaba a los lobos, que gruñían y se retorcían. La saliva y la sangre rociaban a los espectadores. Miré hacia atrás y vi a Jackson agarrado al cuarto trasero rasgado de Patrick y a Patrick echarse hacia atrás para morder el hocico de Jackson. Vi de reojo el rostro de Alcide, absorto y angustiado.

No quería ver aquello. Prefería permanecer refugiada en aquel desconocido antes que ver a los dos hombres matándose.

—Estoy sangrando —le dije a Quinn—. Es poca cosa.

Un ladrido agudo procedente de la jaula sugería que uno de los lobos acababa de dar un buen golpe. Me encogí de miedo.

El hombretón me condujo junto a la pared. Quedaba así más alejada de la pelea. Me ayudó a volverme y a sentarme en el suelo.

Quinn descendió también hasta el suelo. Era tan ágil para tratarse de alguien de su tamaño que observar sus movimientos me dejaba absorta. Se arrodilló a mi lado para quitarme los zapatos y después las medias, que estaban destrozadas y manchadas de sangre. Me quedé en silencio y temblando cuando vi que se tumbaba boca abajo. Con sus enormes manos, me agarró de la rodilla y el tobillo levantando mi pierna como si fuese una baqueta. Sin decir palabra, Quinn empezó a lamer la sangre de mi pantorrilla. Tenía miedo de que aquello no fuera más que un preparativo para darme un mordisco, pero entonces apareció la doctora Ludwig, observó la escena y dio su aprobación con un gesto de asentimiento.

—Te pondrás bien —dijo, sin darle importancia. Después de darme unas palmaditas en la cabeza, como si yo fuese un perro herido, la diminuta doctora volvió con sus ayudantes.

Mientras tanto, aunque nunca hubiera pensado que pudiera estar otra cosa que nerviosa e inquieta por aquella situación de suspense, lo de los lametones en la pierna se convirtió en una diversión inesperada. Me agité desasosegada y tuve que reprimir un gemido. ¿Debería retirar la pierna? Observar la brillante cabeza rasurada moviéndose arriba y abajo al ritmo de los lametones me transportaba a años luz de la batalla a vida o muerte que tenía lugar en el otro extremo de la sala. Quinn trabajaba cada vez más lentamente, su lengua era cálida y algo áspera. Pese a que su cerebro era el más opaco entre los de cambiante que había encontrado en mi vida, comprendí que estaba experimentando una reacción muy similar a la mía.

Cuando terminó, dejó reposar la cabeza sobre mi muslo. Respiraba con dificultad y yo intenté no hacer lo mismo. Sus manos soltaron mi pierna, pero empezaron entonces a acariciarme. Me miró. Sus ojos habían cambiado. Eran dorados, oro puro. Estaban llenos de color. Caray.

Me imagino que por mi expresión adivinó que yo no sabía qué pensar, por no decir algo peor, de nuestro pequeño interludio.

—No es nuestro momento ni nuestro lugar, pequeña —dijo—. Dios, ha sido... estupendo. —Se desperezó, pero no estirando los brazos y las piernas, como hacen los seres humanos. Quinn se arqueó desde la base de la columna vertebral hasta los hombros. Fue una de las cosas más raras que he visto en mi vida, y eso que llevo unas cuantas—. ¿Sabes quién soy? —me preguntó.

Moví afirmativamente la cabeza.

—¿Quinn? —dije, y noté que me subían los colores.

—He oído que te llaman Sookie —dijo, arrodillándose.

—Sookie Stackhouse —dije.

Me cogió la barbilla para que lo mirara. Lo miré intensamente a los ojos. No pestañeó.

—Me pregunto qué estarás viendo —dijo por fin, y me soltó.

Me miré la pierna. La señal que había quedado, limpia ahora de sangre, era casi con toda seguridad una herida provocada por el metal de la puerta.

—No es un mordisco —dije, y mi voz vaciló al pronunciar la última palabra. La tensión desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—No. No serás mujer lobo en un futuro —dijo, y se incorporó. Extendió la mano, se la cogí y en un segundo estuve también en pie. Un ladrido desgarrador procedente de la jaula me devolvió al presente.

—Dime una cosa. ¿Por qué demonios no pueden solucionar el tema con una votación? —le pregunté.

Los ojos redondos de Quinn, una vez recuperado su tono marrón púrpura y ya rodeados de su blanco natural, se arrugaron por los extremos; la pregunta le había hecho gracia.

—No es el estilo de los cambiantes, pequeña. Nos vemos después —prometió Quinn. Sin decir nada más, se dirigió a la jaula y mi pequeña excursión concluyó. Tenía que volcar de nuevo mi atención al suceso verdaderamente importante que tenía lugar en la sala.

Cuando di con ellos, vi que Claudine y Claude miraban con ansiedad por encima del hombro. Me dejaron un pequeño espacio entre ellos y me rodearon con el brazo en cuanto estuve allí instalada. Parecían muy preocupados y noté que un par de lágrimas rodaba por las mejillas de Claudine. Cuando vi lo que ocurría en la jaula, comprendí por qué.

El lobo de pelaje más claro estaba venciendo. El lobo negro tenía el pelaje ensangrentado. Seguía en pie, seguía gruñendo, pero una de sus patas traseras cedía de vez en cuando bajo el peso de su cuerpo. Consiguió retroceder dos veces pero, a la tercera, la pata se doblegó y el lobo más joven se abalanzó sobre él. Empezaron entonces a dar vueltas convertidos en un aterrador amasijo de dientes, carne y pelo.

Olvidándose por completo de la ley del silencio, los demás lobos gritaban y aullaban dando su apoyo a uno u otro de los contrincantes. Finalmente localicé a Alcide; aporreaba el metal, agitado y sin poder hacer nada. Jamás en mi vida había sentido tanta lástima por alguien. Me pregunté si intentaría entrar en la jaula del combate. Pero otra mirada me informó de que, aunque Alcide perdiera el respeto por las reglas de la manada e intentara correr en ayuda de su padre, Quinn le bloquearía la entrada. Ese era el motivo por el cual la manada había elegido un árbitro externo, naturalmente.

La pelea terminó de repente. El lobo de pelaje más claro había cogido al otro por la garganta. Lo sujetaba, pero no lo mordía. Tal vez Jackson habría continuado con la pelea de no haber estado tan gravemente herido, pero se le habían agotado las fuerzas. Estaba tendido en el suelo gimoteando, incapaz de defenderse, incapacitado. La sala se quedó en completo silencio.

—Patrick Furnan queda declarado vencedor —dijo Quinn con un tono de voz neutral.

Y entonces Patrick Furnan mordió la garganta de Jackson Herveaux y lo mató

16

Quinn se responsabilizó de la limpieza con la autoridad y la seguridad de quien ya ha supervisado antes ese tipo de cosas. Pese a que la conmoción me había dejado apagada y embotada, me di cuenta de que daba indicaciones claras y concisas para la eliminación del material relacionado con las pruebas. Los miembros de la manada desmantelaron la jaula en secciones y desmontaron la zona de la prueba de agilidad con rápida eficiencia. Una cuadrilla de limpieza se encargó de eliminar la sangre y otros desechos.

El edificio quedó enseguida vacío, salvo por la gente. Patrick Fuman había recuperado su forma humana y la doctora Ludwig se ocupaba de sus múltiples heridas. Me alegré de cada una de ellas. Pero la manada había aceptado la elección de Fuman. Si ellos no protestaban por aquella brutalidad innecesaria, tampoco podía hacerlo yo.

María Estrella Cooper, una joven mujer lobo a quien conocía someramente, estaba consolando a Alcide.

María Estrella lo abrazaba y le acariciaba la espalda, mostrándole su apoyo como muestra de cercanía. No hizo falta que Alcide me dijera que, para esta ocasión, prefería el apoyo de uno de los suyos al mío. Había ido a abrazarlo, pero cuando me acerqué a él y nuestras miradas se cruzaron, me di cuenta de ello. Dolía, y dolía mucho; pero hoy no era día para pensar en mí y mis sentimientos.

Claudine lloraba en brazos de su hermano.

BOOK: Más muerto que nunca
13.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Red Knife by William Kent Krueger
Theirs: Series I by Arabella Kingsley
Summer of the Gypsy Moths by Sara Pennypacker
The Ruining by Collomore, Anna
French Provincial Cooking by Elizabeth David
Reign of Beasts by Tansy Rayner Roberts
The Demon You Know by Christine Warren
My Shadow Warrior by Jen Holling


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024