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Authors: Charlaine Harris

Más muerto que nunca (20 page)

BOOK: Más muerto que nunca
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Miré a Delia. Delia me miró. No nos parecíamos en nada, pero por un momento nuestros pensamientos fueron uno.

—¿Qué piensas, Delia? —le pregunté—. ¿Para cuánto tiempo tendremos?

—Refunfuñará y resoplará —dijo. Tenía el pelo más claro que el mío, gracias a la peluquería, e iba muy maquillada, pero vestía con elegancia unos pantalones de algodón con pinzas y un polo con la inscripción «SHURTLIFF CONS- TRUCTION» bordada encima del pecho izquierdo—. Pero está a punto de terminar una casa en Robin Egg. Podrá ponerse a trabajar en tu cocina antes de que empiece otra casa en Clarice. De modo que en tres o cuatro meses tendrás cocina nueva.

—Gracias, Delia. ¿Tengo que firmar alguna cosa?

—Te prepararemos un presupuesto. Te lo llevaré al bar para que lo estudies. Incluiremos los electrodomésticos nuevos, ya que podemos obtener un descuento por mayoristas. De todas formas, ahora mismo puedo darte una estimación aproximada.

Me enseñó el presupuesto de la renovación de una cocina que habían llevado a cabo el mes anterior.

—Ya veo —dije, aunque en mi interior creo que lancé un buen grito. Incluso contando con el dinero del seguro, me tocaría gastar una buena cantidad de lo que tenía guardado en el banco.

Debía sentirme agradecida, me acordé, de que Eric me hubiera pagado aquel dinero, de tenerlo para poder gastarlo. Gracias a él no me vería obligada a tener que pedir un préstamo al banco, ni a vender tierras, ni a dar ningún paso drástico. Tendría que acostumbrarme a pensar que aquel dinero había pasado por mi cuenta, pero que no se había asentado en ella. Que no era ni siquiera su propietaria, sino que lo había tenido en custodia durante un breve tiempo.

—¿Sois buenos amigos, Alcide y tú? —preguntó Delia, terminados los temas de negocios.

Reflexioné mi respuesta.

—De vez en cuando —respondí con sinceridad.

Rió, soltando una carcajada áspera pero sexy, de todos modos. Los hombres se volvieron hacia nosotras, Randall sonriendo, Alcide perplejo. Estaban demasiado lejos para oír lo que estábamos comentando.

—Te contaré una cosa —me dijo Delia Shurtliff en voz baja—. Sólo entre tú, yo y esta valla. La secretaria de Jackson Herveaux, Connie Babcock..., ¿la conoces?

Moví afirmativamente la cabeza. La había visto y había hablado con ella cuando había pasado por la oficina de Alcide en Shreveport.

—Esta mañana la han arrestado por robar a Herveaux and Son.

—¿Qué se ha llevado? —Era toda oídos.

—Eso es lo que no entiendo. La sorprendieron llevándose unos documentos del despacho de Jackson Herveaux. Pero no eran documentos relacionados con el negocio, sino personales, por lo que me dijeron. Afirmó que le habían pagado por hacerlo.

—¿Quién?

—Un tipo que es concesionario de motos. ¿Le ves tú el sentido?

Tenía sentido si sabías que Connie Babcock había estado acostándose con Jackson Herveaux, además de trabajar en su oficina. Lo tenía si de repente te dabas cuenta de que Jackson había asistido al funeral del coronel Flood acompañado por Christine Larrabee, una influyente mujer lobo de pura sangre, en lugar de ir con la débil humana Connie Babcock.

Mientras Delia explicaba los detalles de la historia, yo permanecí perdida en mis pensamientos. Jackson Herveaux era, sin duda alguna, un hombre de negocios inteligente, pero estaba demostrando ser un tonto como político. Hacer arrestar a Connie era una estupidez. Llamaría la atención sobre los hombres lobo, exponiéndolos potencialmente a la luz pública. Una población tan amante del secretismo no valoraría bien a un líder incapaz de gestionar sus problemas con mayor discreción.

De hecho, y viendo que Alcide y Randall seguían discutiendo la reconstrucción de mi casa entre ellos y no conmigo, esta falta de delicadeza parecía ser característica de la familia Herveaux.

Puse mala cara. Se me acababa de ocurrir que Patrick Furnan, sabiendo que Jackson reaccionaría fogosamente, debía de ser lo bastante astuto y listo como para haberlo planeado todo: sobornar a la despechada Connie para que robara los documentos y luego asegurarse de que era sorprendida en el acto. Patrick Furnan debía de ser mucho más listo de lo que parecía, y Jackson Herveaux mucho más estúpido, al menos en los rasgos importantes para ser jefe de la manada. Intenté olvidar mis especulaciones. Alcide no había mencionado ni una palabra sobre el arresto de Connie, por lo que tuve que concluir que no lo consideraba asunto mío. O tal vez pensaba que ya tenía bastante con mis propios problemas, lo que era cierto. Volví a situarme en el presente.

—¿Crees que se darían cuenta si nos marcháramos? —le pregunté a Delia.

—Sí, seguro —respondió confiada Delia—. Randall tal vez tardara un momento, pero empezaría a buscarme enseguida. Se sentiría perdido sin mí.

Delia era una mujer que conocía su valía. Suspiré y pensé en subir al coche y largarme. Alcide, viendo de reojo mi expresión, interrumpió la discusión con el albañil y me miró con cara de culpabilidad.

—Lo siento —dijo—. Es la costumbre.

Randall se acercó al lugar donde estábamos un poco más deprisa que cuando se había alejado.

—Lo siento —dijo disculpándose—. Estábamos hablando de trabajo. ¿Qué tenías pensado para todo esto, Sookie?

—Quiero una cocina con las mismas dimensiones que tenía la antigua —propuse, después de descartar la idea de una cocina más grande al ver el presupuesto—. Y me gustaría que el nuevo porche tuviese la misma anchura de la cocina y que fuera cerrado.

Randall sacó un bloc y trazó un boceto de lo que yo quería.

—¿Quieres los fregaderos donde estaban? ¿Quieres todos los electrodomésticos donde estaban?

Después de discutirlo un rato, expliqué todo lo que quería y Randall dijo que me llamaría cuando fuera el momento de elegir los armarios, los fregaderos y todos los demás detalles.

—Una cosa que sí necesito que me hagas hoy o mañana es arreglar la puerta que comunica el pasillo con la cocina —dije—. Quiero poder cerrar la casa con llave.

Randall estuvo un momento hurgando por el interior de su camioneta y apareció con un pomo con cerradura completamente nuevo, aún en su embalaje original.

—No servirá para desanimar a quien esté realmente interesado en entrar —dijo, sintiéndose todavía culpable—, pero será mejor que nada. —Lo instaló en quince minutos, y así pude separar la parte en buen estado de la casa de la zona quemada. Aun sabiendo que aquella cerradura no servía para gran cosa, me sentía mucho mejor. Ya pondría después un cerrojo en el interior de la puerta para que quedara más seguro todo. Me pregunté si podría hacerlo yo misma, pero recordé enseguida que necesitaría cortar parte del marco de la puerta, un trabajo que sólo podía realizar un carpintero. Ya encontraría a alguien que me ayudara con ello.

Randall y Delia se marcharon después de garantizarme que yo sería la siguiente en su lista y Terry continuó trabajando.

—Nunca te encuentro sola —dijo Alcide, empleando un tono tal vez algo exasperado.

—¿De qué querías hablar? Terry no puede escucharnos desde donde está. —Caminé hasta el árbol bajo el cual había instalado mi silla de aluminio. Su gemela estaba apoyada en el tronco del roble y Alcide la desplegó. Crujió un poco bajo su peso cuando se sentó en ella. Supuse que iba a contarme lo del arresto de Connie Babcock.

—La última vez que hablé contigo te di un disgusto —dijo directamente.

Me vi obligada a cambiar de mentalidad ante aquella apertura inesperada. De acuerdo, me gustan los hombres que saben pedir perdón.

—Sí, tienes razón.

—¿Preferías que no te dijera que sabía lo de Debbie?

—Odio que pasara todo aquello. Odio que su familia esté detrás de eso. Odio que no sepan nada sobre Debbie, que sufran. Pero me alegro de seguir con vida y no pienso ir a la cárcel por haber actuado en defensa propia.

—Si te hace sentir mejor, te diré que Debbie no estaba muy apegada a su familia. Sus padres siempre prefirieron a su hermana menor, pese a que no heredó rasgos cambiantes. Sandra es la niña de sus ojos y el único motivo por el que están detrás de esto con tanto afán es porque ella quiere averiguar lo sucedido.

—¿Piensas que acabarán dejándolo correr?

—Ellos creen que lo hice yo —dijo Alcide—. Los Pelt piensan que maté a Debbie porque se comprometió con otro hombre. Recibí un mensaje de correo electrónico de Sandra en respuesta al que yo le envié hablándole de los detectives.

Me quedé boquiabierta mirándolo. Tuve una horrorosa visión del futuro en la que me veía yendo a la comisaría para confesar mi crimen con el único fin de salvar a Alcide de una condena segura. Resultaba terrible ser sospechoso de un asesinato que no había cometido y no podía permitirlo. No se me había ocurrido la posibilidad de que otro se viera inculpado por lo que yo había hecho.

—Pero —continuó Alcide— puedo probar que no lo hice. Cuatro miembros de la manada han jurado que yo estaba en casa de Pam después de que Debbie se marchara de allí y una hembra jurará que pasé la noche con ella.

Era verdad que él había estado con los miembros de la manada, aunque en otro sitio. Respiré aliviada. No pensaba ponerme celosa por lo de la hembra. No la habría llamado así de haberse acostado realmente con ella.

—De manera que los Pelt tienen que encontrar a otro sospechoso. De todos modos, no era de eso de lo que quería hablar contigo.

Alcide me cogió la mano. La suya era grande, dura y abarcaba la mía como si estuviera sujetando algo libre y salvaje capaz de salir volando si lo soltaba.

—Me gustaría que pensaras si te apetece verme regularmente —dijo Alcide—. Cada día.

Una vez más, tenía la sensación de que el mundo volvía a cambiar a mi alrededor.

—¿Qué? —dije.

—Me gustas mucho —dijo—. Creo que yo también te gusto. Nos queremos. —Se inclinó para besarme en la mejilla y entonces, al ver que no me movía, me besó en la boca. Me sentía demasiado sorprendida como para responder y poco segura de si deseaba hacerlo. No es frecuente pillar por sorpresa a una persona capaz de leer la mente de los demás, pero Alcide acababa de conseguirlo.

Respiró hondo y continuó.

—Nos gusta nuestra mutua compañía. Tengo tantas ganas de tenerte en mi cama que la sensación llega a producirme dolor. No te habría comentado nunca esto tan pronto, sin llevar juntos más tiempo, pero en estos momentos sé que necesitas un lugar donde vivir. Tengo un piso en Shreveport. Quiero que te plantees venir a vivir conmigo.

Me había pillado totalmente desprevenida. En lugar de esforzarme por mantenerme alejada de la cabeza de los demás, tendría que empezar a pensar en volver a meterme en ellas. Inicié mentalmente varias frases, pero las descarté todas. Tenía que combatir el calor que desprendía Alcide, la atracción de su cuerpo, para poner en orden mis pensamientos.

—Alcide —empecé a decir por fin, hablando por encima del ruido de fondo del mazo de Terry, que seguía partiendo los tablones de mi cocina incendiada—, tienes razón en lo de que me gustas. De hecho, es algo más que simplemente gustarme. —Ni siquiera podía mirarlo a la cara. Decidí centrarme en sus enormes manos, cubiertas en el dorso por un vello oscuro. Si miraba más allá, veía sus musculosos muslos y su... Bien, mejor volver a las manos—. Pero no me parece el momento oportuno. Creo que necesitas más tiempo para superar tu relación con Debbie, pues te tenía prácticamente esclavizado. Tal vez pienses que por haber pronunciado la frase «abjuro de ti» te has librado de todos los sentimientos que albergabas hacia Debbie, pero yo no estoy tan convencida de ello.

—Es un ritual muy poderoso para los nuestros —dijo muy serio Alcide, y me arriesgué a echar un rápido vistazo a su cara.

—Ya me di cuenta de que era un ritual poderoso —le aseguré— y de que todos los presentes se quedaron impresionados. Pero me cuesta creer que, de golpe y porrazo, todos los sentimientos que albergabas hacia Debbie desaparecieran por haber pronunciado aquellas palabras. Las personas no funcionamos así.

—Pero los hombres lobo sí. —Era testarudo. Y había tomado una decisión.

Me esforcé en pensar lo que quería decir a continuación.

—Me encantaría que apareciera alguien que solucionara todos mis problemas —dije—. Pero no quiero aceptar tu oferta por el simple hecho de que ahora necesite un lugar donde vivir y nos atraigamos físicamente. Si para cuando mi casa esté reconstruida sigues sintiendo lo mismo, podemos volver a hablarlo.

—Ahora es cuando más me necesitas —dijo, saliendo las palabras a toda velocidad de su boca en un apresurado intento de convencerme—. Tú me necesitas ahora. Yo te necesito ahora. Nos llevamos bien. Lo sabes.

—No, no lo sé. Sé que en este momento te preocupan muchas cosas. Independientemente de cómo sucediera, has perdido a tu amante. No creo que hayas comprendido de verdad que nunca más volverás a verla.

Se estremeció.

—Yo le disparé, Alcide. Con un rifle.

Su rostro se tensó.

—¿Lo ves? Alcide, te he visto arrancarle la carne a un ser humano cuando estás transformado en lobo. Y no te tengo miedo por ello. Porque estoy de tu lado. Pero tú amabas a Debbie, o como mínimo la amaste durante un tiempo. Si ahora iniciamos una relación, llegará un momento en el que dirás: «Esta es la que terminó con su vida».

Alcide abrió la boca dispuesto a protestar, pero yo levanté la mano. Quería terminar.

—Además, Alcide, tu padre está metido en esta lucha por la sucesión. Quiere ganar las elecciones. Tal vez el hecho de que tengas una relación estable favorecería sus ambiciones. No lo sé. Pero no quiero formar parte de los asuntos políticos de los hombres lobo. No me gustó que la semana pasada me arrastraras a ese funeral. Tendrías que haber dejado que fuera yo quien tomara esa decisión.

—Quería que se acostumbraran a verte a mi lado —dijo Alcide, con el rostro ofendido—. Era un honor para ti.

—Tal vez habría apreciado más ese honor de haber sabido de qué iba —le espeté. Fue un alivio oír que se acercaba un coche y ver a Andy Bellefleur salir de su Ford y observar a su primo trabajando en mi cocina. Por primera vez en muchos meses, me alegraba de ver a Andy.

Presenté a Andy a Alcide, claro está, y me fijé en cómo se examinaban mutuamente. Me gustan los hombres en general, y algunos hombres en concreto, pero cuando los vi prácticamente dándose vueltas el uno al otro, como si estuvieran olisqueándose el culo —perdón, intercambiándose el saludo—, no pude más que mover la cabeza de un lado a otro. Alcide era más alto, sobrepasaba a Andy Bellefleur por más de diez centímetros, pero Andy había formado parte del equipo de lucha libre de su universidad y seguía siendo un bloque de músculos. Eran más o menos de la misma edad. Apostaría la misma cantidad de dinero por ambos si se pelearan, siempre y cuando Alcide conservara su forma humana.

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