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Authors: Charlaine Harris

Más muerto que nunca (19 page)

BOOK: Más muerto que nunca
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—Pregúntaselo tú misma. Está ahí fuera —dijo Bill en un tono de voz que sólo podía calificarse de malhumorado. Era evidente que su imaginación había elucubrado un escenario completamente distinto para la noche. Y que la forma en que estaban desarrollándose los acontecimientos no estaba haciéndole precisamente feliz.

Sam estaba tan dolorido (veía el dolor como un resplandor rojo que empezaba a cernirse sobre él) que pensé que lo mejor que podía hacer era largarme de allí antes de que sucumbiera.

—Nos vemos mañana, Sam —dije, y le di un beso en la mejilla.

Intentó sonreírme. No me atreví a ofrecerle mi ayuda para acompañarlo a su casa prefabricada mientras el vampiro estuviera presente, pues sabía que el orgullo de Sam lo acusaría. En aquel momento, eso era para él más importante que el estado de su pierna herida.

Charles ya había empezado a trabajar detrás de la barra. Cuando Bill se ofreció a hospedarlo para un segundo día, Charles prefirió su oferta a mi escondite, cuyo estado real aún desconocíamos.

—Tenemos que verificar el escondite, Sookie, porque es posible que el incendio haya producido grietas —dijo Charles, muy serio.

Me pareció lógico y, sin dirigir palabra a Bill, entré en el coche prestado y volví a mi casa. Habíamos dejado las ventanas abiertas todo el día y el olor se había disipado mucho. Me alegré de ello. Gracias a la estrategia de los bomberos y a la inexperiencia del pirómano al encender el fuego, el grueso de mi casa sería habitable muy pronto. Aquella tarde, desde el bar, había llamado a un albañil, Randall Shurtliff y habíamos quedado en que se pasaría al día siguiente al mediodía. Terry Bellefleur había prometido empezar a retirar los escombros de la cocina a primera hora del día siguiente. Yo tendría que estar presente para ir separando todo lo que pudiera salvarse. Me empezaba a invadir la sensación de estar pluriempleada.

De pronto me sentí completamente agotada, me dolían los brazos. Al día siguiente amanecería llena de moratones. Empezaba a hacer calor y la manga larga apenas era ya justificable, pero no me quedaría otro remedio que utilizarla. Armada con una linterna que encontré en la guantera del coche de Tara, cogí los productos de maquillaje y un poco más de ropa de mi habitación y lo metí todo en una bolsa de deporte que había ganado en la rifa de Relay for Life. Me llevé también un par de libros de bolsillo que aún no había leído, libros que había conseguido de intercambio. Y con ello desperté otra línea de pensamiento. ¿Tenía alguna película pendiente de devolver al videoclub? No. ¿Libros de la biblioteca? Sí, tenía algunos, pero antes debía ventilarlos un poco. ¿Cualquier otra cosa que perteneciera a otra persona? Gracias a Dios que había dejado ya el traje de chaqueta de Tara en la tintorería.

Cerrar la puerta y las ventanas no tenía sentido, pues cualquiera podía acceder a la casa por lo que quedaba de cocina, de modo que lo dejé todo abierto para que fuera marchándose el olor. Aun así, cuando salí por la puerta principal, la cerré con llave. Estaba ya en Hummingbird Road cuando caí en la cuenta de la tontería que había hecho, y mientras conducía hacia casa de Jason, me descubrí sonriendo por primera vez en muchas, muchísimas horas.

10

Mi melancólico hermano se alegró de verme. El hecho de que su «nueva familia» no confiara en él había estado consumiendo a Jason durante todo el día. Incluso su novia pantera, Crystal, se sentía nerviosa debido al halo de sospecha que lo rodeaba. Aquella tarde él se había presentado en su casa para visitarla y ella lo había echado de allí. Cuando me enteré de que se había desplazado hasta Hotshot, exploté. Le dije muy claramente a mi hermano que parecía que estuviese deseando la muerte y que iba a sentirme responsable si algo le sucedía. Me respondió diciéndome que yo nunca había sido responsable de nada que pudiera sucederle y que, por lo tanto, no entendía por qué iba a empezar a serlo ahora.

La discusión se prolongó un rato.

Cuando a regañadientes accedió por fin a mantenerse alejado de sus colegas cambiantes, cogí la bolsa y recorrí el pequeño pasillo hasta la habitación de invitados. Allí es donde Jason tenía el ordenador, sus antiguos trofeos del equipo de béisbol y de fútbol americano del instituto y un viejo colchón plegable que utilizaba principalmente para las visitas que bebían demasiado y no podían regresar a su casa en coche. Ni siquiera me molesté en desplegarlo, sino que me limité a extender una colcha antigua sobre su piel artificial y me eché otra encima.

Recé mis oraciones y repasé la jornada. Había estado tan llena de incidentes que me cansé incluso tratando de recordarlo todo. En menos de tres minutos, me apagué como una luz. Aquella noche soñé con animales salvajes: había niebla y estaba rodeada; tenía miedo. Oía a Jason gritar entre la neblina, pero no lograba encontrarlo y salir en su defensa.

A veces no es necesario un psiquiatra para interpretar los sueños, ¿verdad?

Me desvelé cuando Jason se marchó a trabajar a primera hora de la mañana y cerró dando un portazo. Volví a dormitar durante otra hora, pero después me desperté por completo. Terry iría a mi casa para empezar a retirar los escombros de la cocina y yo tenía que ver si podía salvar alguna cosa.

Se suponía que sería un trabajo sucio, de modo que le cogí prestado a Jason el mono azul que utilizaba para reparar el coche. Miré en su armario y me llevé también una vieja chaqueta de cuero que él solía utilizar cuando tenía que ensuciarse. Tomé también una caja de bolsas de basura. Cuando puse en marcha el coche de Tara me pregunté cómo podría devolverle aquel gran favor. Recordé entonces que tenía que ir a recoger su traje de chaqueta y realicé un pequeño rodeo para pasar por la tintorería.

Para mi consuelo, Terry estaba hoy de un humor estable. Me saludó con una sonrisa mientras partía con un mazo los tablones chamuscados del porche trasero. Aunque hacía bastante frío, Terry iba vestido con pantalones vaqueros y una camiseta sin mangas que cubría la mayoría de sus terribles cicatrices. Después de saludarlo y tomar nota de que no le apetecía hablar, entré en la casa por la puerta principal. Y, sin quererlo, me sentí arrastrada por el pasillo hacia la cocina para observar de nuevo los daños.

Los bomberos habían dicho que el suelo estaba en buen estado. Me ponía nerviosa pisar el linóleo abrasado, pero al cabo de poco tiempo empecé a sentirme mejor. Me puse unos guantes y empecé a repasar armarios y cajones. Había cosas fundidas y retorcidas por el calor. Había objetos tan distorsionados, como la escurridora de plástico, que necesitaba un par de segundos para identificarlos.

Las cosas que no servían las tiraba directamente por la ventana sur de la cocina, al otro lado de donde estaba Terry.

No me fiaba de la comida almacenada en los armarios adosados a la pared exterior. La harina, el arroz, el azúcar..., lo tenía todo guardado en recipientes Tupperware y, pese a que se habían mantenido herméticamente cerrados, prefería no utilizar el contenido. Lo mismo sucedía con la comida enlatada; por idéntico motivo, no me sentiría cómoda utilizando comida que había estado expuesta a tanto calor.

Por suerte, mi vajilla de gres de diario y la de porcelana que había pertenecido a mi tatarabuela habían sobrevivido, pues estaban en el armario más alejado de las llamas. Su cubertería de plata estaba también en buen estado. La de acero inoxidable, sin embargo, mucho más útil para mí, estaba completamente retorcida. Algunas cacerolas y sartenes seguirían sirviendo.

Trabajé un par de horas o tres, sumando cosas a la pila cada vez más alta que había debajo de la ventana o guardándolas en bolsas de basura para su futuro uso en la nueva cocina. Terry también estaba trabajando duro, tomándose un respiro de vez en cuando para beber agua embotellada mientras reposaba sentado en el maletero de su camioneta. La temperatura había subido hasta situarse cerca de los veinte grados.

Tendríamos aún alguna que otra helada, y siempre había la posibilidad de que nevara, pero se notaba que la primavera empezaba a acercarse.

No fue una mala mañana. Tenía la sensación de estar dando un paso hacia la recuperación de mi casa. Terry era un compañero poco exigente, ya que no le gustaba hablar, y el trabajo duro le servía para exorcizar sus propios demonios. Estaba a punto de cumplir los sesenta. Parte del vello que asomaba por la parte superior de su camiseta era ya gris. El pelo de su cabeza, castaño en su día, clareaba con la edad. Pero era un hombre fuerte que manejaba el mazo con vigor e iba cargando tablas en el maletero de su furgón sin mostrar signo alguno de cansancio.

Terry se marchó para depositar una carga en el vertedero municipal. Aprovechando su ausencia, fui al dormitorio e hice la cama... Una acción extraña y tonta, lo sé. Tendría que quitar las sábanas y lavarlas; de hecho, había lavado ya prácticamente todos los elementos textiles de mi casa para desechar por completo el olor a quemado. Había fregado incluso las paredes y repintado el pasillo; la pintura del resto de la casa estaba en bastante buen estado.

Estaba descansando un poco en el jardín cuando oí que se acercaba un vehículo, que apareció poco después entre los árboles que rodeaban el camino de acceso a la casa. Reconocí, asombrada, la camioneta de Alcide, y sentí una punzada de consternación. Le había dicho que se mantuviera alejado de mí.

Cuando salió del vehículo parecía molesto. Yo estaba sentada en una de mis sillas de jardín de aluminio, preguntándome qué hora sería y cuándo llegaría el albañil. Después de la incómoda noche que había pasado en casa de Jason, estaba pensando también en encontrar un lugar donde instalarme mientras reconstruían la cocina. No me imaginaba que el resto de la casa estuviera habitable hasta que hubieran terminado las obras, y para eso faltaban meses. Jason no me querría tanto tiempo en su casa, de eso estaba segura. Se sentiría obligado a alojarme de querer yo quedarme allí —era mi hermano, al fin y al cabo—, pero no quería explotar en exceso su espíritu fraternal. Pensándolo bien, no había nadie con quien quisiera instalarme un par de meses.

—¿Por qué no me lo contaste? —vociferó Alcide en cuanto sus pies rozaron el suelo.

Suspiré. Otro hombre enfadado.

—Pensé que en estos momentos no éramos grandes amigos —le recordé—. Pero te lo habría dicho. Ha sido sólo hace un par de días.

—Tendrías que haberme llamado inmediatamente —me dijo, empezando a rodear la casa para inspeccionar los daños. Se detuvo justo delante de mí—. Podrías haber muerto —añadió, como si eso fuera una gran noticia.

—Sí —repliqué—. De eso ya me he dado cuenta.

—Y tuvo que salvarte un vampiro. —Su voz sonaba resentida. Los vampiros y los hombres lobo no se llevaban bien.

—Sí —concedí, aunque mi verdadera salvadora había sido Claudine. Charles, sin embargo, había sido quien había matado al pirómano—. ¿Preferirías que hubiera muerto quemada?

—¡No! por supuesto que… —Se volvió para observar lo que quedaba de porche—. ¿Tienes a alguien trabajando ya para retirar los escombros de la parte dañada?

—Sí.

—Podía haberte traído a una cuadrilla entera.

—Terry se prestó voluntario.

—Puedo hacerte un buen precio para la reconstrucción.

—Ya he contactado con un albañil.

—Puedo prestarte el dinero que necesites para la obra.

—Tengo dinero, muchas gracias.

Eso le dejó sorprendido.

—¿Tienes? ¿De dónde has...? —Se interrumpió antes de decir algo imperdonable—Pensaba que tu abuela no tenía mucho que dejarte en herencia—dijo, una frase que sonó casi tan mal como la que podría haber llegado a decir antes.

—Es un dinero que gané.

—¿Ganaste dinero con Eric? —supuso, acertando por completo. La verde mirada de Alcide echaba chispas. Pensé que iba a zarandearme.

—Cálmate, Alcide Herveaux —dije en un tono cortante—. Cómo me haya ganado yo ese dinero debería traerte sin cuidado. Me alegro de tenerlo. Y si decides bajarte de tu caballo, te diré que me alegro de que te preocupes por mí y que agradezco que me ofrezcas tu ayuda. Pero no me trates como si fuera una niña de primaria o de escuela especial.

Alcide se quedó mirándome mientras mi discurso iba calando.

—Lo siento. Pensaba que..., pensaba que éramos lo bastante amigos como para que me hubieses llamado aquella misma noche. Pensaba... que quizá necesitarías ayuda.

Estaba jugando la carta de «has herido mis sentimientos».

—No me importa pedir ayuda cuando la necesito. No soy tan orgullosa —dije—. Y me alegro de verte. —Lo que no era del todo cierto—. Pero no actúo como si no pudiera hacer nada por mí misma, porque puedo, como ves.

—¿Te pagaron los vampiros por alojar a Eric cuando lo de los brujos de Shreveport?

—Sí —dije—. Fue idea de mi hermano. Yo no me sentía bien por ello. Pero ahora agradezco tener ese dinero. Así no tengo que pedírselo prestado a nadie para reformar la casa.

Terry Bellefleur acababa de regresar con su camioneta e hice las debidas presentaciones. Terry no se quedó en absoluto impresionado por conocer a Alcide. De hecho, después de darle el apretón de manos de rigor, se fue directo a continuar con su trabajo. Alcide lo miró con expresión dubitativa.

—¿Dónde te has instalado? —Por suerte, Alcide había decidido no formular preguntas sobre las cicatrices de Terry.

—Estoy en casa de Jason —dije enseguida, prescindiendo del hecho de que esperaba que fuese una solución temporal.

—¿Cuánto tiempo te llevará la obra?

—Pues mira, aquí está precisamente el hombre que me lo dirá —dije agradecida. Randall Shurtliff llegaba también en una camioneta, acompañado por su esposa y socia. Delia Shurtliff era más joven que Randall, bella como un cuadro y dura como una piedra. Era su segunda esposa. Cuando se divorció de «la del principio», la que le dio tres hijos y le limpió la casa durante doce años, Delia ya trabajaba para Randall y, poco a poco, empezó a dirigir el negocio mucho mejor que él. Con el dinero que su segunda mujer le hacía ganar podía darles a su primera esposa y a sus hijos más ventajas de las que habrían tenido de haberse casado él con otra persona. Era de dominio público (lo que significaba que yo no era la única que lo sabía) que Delia estaría encantada de que Mary Helen volviera a casarse y de que los tres hijos de Shurtliff se graduaran por fin en el instituto.

Aparté de mi cabeza los pensamientos de Delia con la firme resolución de levantar mis escudos de protección. Randall estuvo encantado de que le presentase a Alcide, a quien conocía de vista, y se mostró más dispuesto si cabe a ocuparse de la reconstrucción de mi cocina cuando supo que yo era amiga de Alcide. La familia Herveaux tenía mucho peso en el sector de la construcción, tanto a nivel personal como económico. Y, para mi fastidio, Randall empezó a dirigir todos sus comentarios a Alcide en lugar de a mí. Él lo aceptó con naturalidad.

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