Más Allá de las Sombras (71 page)

BOOK: Más Allá de las Sombras
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Capítulo 96

Kylar y Durzo se aproximaron juntos al Salón de los Vientos, desenvainando sus espadas como un solo hombre. Los dos iban generosamente salpicados de sangre. Hicieron una pausa ante una puerta lateral de palisandro.

—¿Listo? —preguntó Kylar.

—Odio esta parte —dijo Durzo.

—Cálmate, yo maté una vez a cuatro vürdmeisters, ¿o no? —preguntó Kylar, con una aviesa sonrisa.

—Ahí dentro hay doscientos.

—También es verdad —reconoció Kylar.

—De acuerdo, liquidamos a los montañeses que defienden la puerta en no más de cinco segundos. Después tú atraes la atención de los vürdmeisters y yo voy a por Neph Dada —dijo Durzo. Se encogió de hombros—. Podría funcionar.

—Me extrañaría. —Kylar dio a Durzo una palmadita en la espalda.

Una luz tenue subió hasta la punta de Curoch. Kylar abrió la puerta de golpe y Durzo se lanzó al interior.

Los cuatro montañeses que custodiaban aquella entrada lateral estaban de espaldas a ellos. En menos de dos segundos, los cuatro agonizaban. Solo después de despachar a los dos que le tocaban Durzo se permitió observar lo que miraban fijamente todos los demás.

El Salón de los Vientos era un círculo descomunal rematado por una elevada cúpula sin ningún soporte interior. El panorama entero del techo y las paredes mismas estaba imbuido de magia. Mirando al este, era como si los muros no estuvieran: podía ver a los hombres de Logan batallando contra un ferali. La presentación de lo que sucedía en el exterior proseguía a medida que miraba hacia el sur, pero terminaba de improviso en una grieta que se había abierto desde lo más alto de la cúpula. De sur a oeste, la escena plasmada era un amanecer sobre la bulliciosa ciudad de antaño. Era un día de verano y el río estaba lleno de barcos. Los bancales de los montes formaban un tapiz de jardines que albergaban mil tipos distintos de flores, y la ciudad era tan inmensa que escapaba a la comprensión. Más allá de la grieta siguiente estaba el cielo nocturno, con una media luna que daba luz suficiente para proyectar sombras. Después de ella había un estrecho panel con una tormenta, en el que resplandecían los relámpagos y la lluvia caía a raudales. Otros paneles estaban oscuros, porque la magia había desaparecido y dejado solo piedra lisa.

Sin embargo, no era ninguna de esas maravillas lo que monopolizaba la atención de los montañeses y los vürdmeisters.

En el centro de la sala abovedada, los vürdmeisters formaban círculos concéntricos alrededor de Neph Dada, que sostenía un grueso cetro. A sus pies, asido a un arrugado fetiche de cuero, estaba un gimoteante Tenser Ursuul. Todos y cada uno de los vürdmeisters sostenían el vir, y todos y cada uno de ellos estaban conectados a Neph Dada, que ocupaba el centro de una colosal red de magia. Gruesas cintas de todos los colores desaparecían en el suelo y la misma tierra, y Neph Dada manipulaba el peso del vir de doscientos vürdmeisters, ampliando esa red. Iures cambiaba de forma en sus manos más deprisa de lo que el ojo podía apreciar, ajustando la red, ampliando partes de ella, uniendo sectores.

Ninguno de los dos espadachines vaciló. Kylar arrancó a correr por el exterior del círculo, con su espada a ras de cuello como un niño que pasara un palo por una valla de listones, solo que ese palo cortaba gargantas y dejó veinte hombres muertos. Entonces, justo cuando empezaban a elevarse los primeros chillidos, saltó tres metros en el aire y emitió una explosión de luz.

Durzo corrió directamente hacia Neph Dada por uno de los pasillos, por entre docenas de vürdmeisters entregados a sus cánticos. Estaba a cinco pasos del brujo cuando Neph alzó una mano. Durzo se detuvo al instante. Ni siquiera podía rebotar hacia atrás. Estaba envuelto en magia por todos lados.

Neph volvió a extender la mano y el aire se condensó formando un muro, que aisló a Kylar y otra docena de vürdmeisters del resto del salón. Kylar arremetió contra ellos, que no pudieron hacer nada con su vir todavía conectado a Neph. En cuestión de segundos estuvieron todos muertos. Neph proyectó su magia para agarrar a Kylar, pero el ejecutor se movía demasiado deprisa. Al cabo de unos segundos, finalmente el brujo se dio por vencido. Erigió tres muros más para formar una amplia jaula, y luego se desentendió de él.

Devuelta su atención a Iures, que sostenía en la mano izquierda, Neph empezó a recitar una vez más. Iures volvió a adoptar la forma de Sentencia. Neph enroscó sus dedos moteados de manchas hepáticas en el pelo de Tenser y le rajó la garganta. La sangre se derramó sobre el fetiche de cuero que la víctima tenía entre las manos, donde siseó y chisporroteó como si estuviera al rojo vivo. Tenser se derrumbó agonizando mientras la magia se liberaba.

Un segundo suspiro recorrió la tierra.

—Ha terminado —declaró Neph Dada—. Todas las obras de Jorsin han caído. Khali llega. —Dejó libre el vir para que volviese a los doscientos vürdmeisters de la sala. Tuvo un acceso de tos, y cuando se le pasó se volvió hacia Durzo. Con un gesto, las ataduras que lo inmovilizaban desaparecieron—. Tú debes de ser Durzo Blint. ¿O debería decir el príncipe Acaelus Thorne? ¿Cómo, sorprendido? La Sociedad del Segundo Amanecer ha descuidado un tanto sus criterios de admisión, me temo. Lo sé todo sobre ti, Durzo Blint, hasta que renunciaste al ka’kari negro. Mala elección.

—Pareció buena en su día —dijo Durzo, que en ningún momento abandonó su posición de combate—. ¿Hacemos esto o no?

—No —respondió Neph. Se volvió hacia Kylar e hizo una pequeña reverencia burlona—. Bienvenido, Kylar Stern, matadioses, ka’karifer. No estás usando el ka’kari negro. ¿Por qué?

—Lo perdí en una partida de cartas —respondió Kylar.

—No eres buen mentiroso, ¿eh? Cuando se cede un ka’kari de forma voluntaria, debe servir a su nuevo amo. Pueden domarse, pero hace falta tiempo. Soy un anciano. Me gustaría enlazar el negro lo antes posible, pero puedo recogerlo de tu cadáver si hace falta. Si no me lo das, mataré a tu maestro. Si la Sociedad está en lo cierto, esta vez no volverá.

A Kylar le cambió la cara.

—Mi maestro entiende de sacrificios necesarios.

Neph se volvió hacia Durzo.

—Como quieras —dijo.

Una punta de magia asomó del pecho de Durzo. Neph lo había apuñalado por la espalda. La magia se desvaneció y Durzo quedó en pie, tambaleándose.

—Deshonroso —dijo Durzo. Le fallaron las piernas.

—¿Qué es el honor? ¿Un viejo de noventa años peleando contra ti con una espada?

Sin embargo, Durzo no respondió. Ya estaba muerto. Kylar emitió un sonido incoherente de protesta, contemplando el cadáver con incredulidad. Era como ver ponerse el sol a mediodía. Ya sabía que Durzo moriría algún día, pero no tan pronto, no tan fácilmente. No sin pelear.

Neph se dirigió a Kylar de nuevo.

—Una oportunidad más. Dame el ka’kari negro. Es todo lo que quiero. Te dejaré en manos de Khali. Puede que hasta te salves.

Kylar se irguió en toda su altura y movió los hombros, relajando los músculos para la acción.

—Parece un trato estupendo, pero hay tres problemas —dijo Kylar, y sonrió—. Primero, no soy Kylar. —Se rió, y su cara se metamorfoseó en otra más delgada, con marcas y una rala barbita rubia. Era Durzo Blint—. Segundo, ese cadáver no es Durzo.

—¿Qué?

—Tercero —prosiguió él—, si alguien moviese el culo... —Carraspeó.

Neph se volvió demasiado tarde. Con un movimiento fluido, el cadáver se puso en pie, y era Kylar. Una tormenta de escudos brotó en torno al vürdmeister.

Con la piel enfundada en metal negro, la cara cubierta por la máscara del juicio y Curoch saliéndole de los puños en forma de garras al rojo vivo, Kylar atacó. Los escudos de Neph reventaron como pompas de jabón. Las garras de Curoch atravesaron al vürdmeister, cada una a un lado de la columna, y ocho puntas ensangrentadas asomaron por su espalda.

—Tercero, no estoy muerto —dijo Kylar, levantando a Neph del suelo—. Y esto es Curoch.

—Mierda, son cuatro cosas, ¿no? —dijo Durzo.

Neph Dada chilló y agitó los brazos espasmódicamente. El vir saltó a la superficie de todos los centímetros de su piel. Neph gritó y gritó mientras una luz blanca despedazaba hasta la última vena de vir. Kylar rugió e hizo fuerza con las garras en direcciones opuestas, hasta partir al vürdmeister por la mitad.

Las paredes que rodeaban a Durzo se evaporaron y se hizo el silencio en el Salón de los Vientos. Kylar enfundó a Curoch a su espalda y recogió con cuidado a Iures. Se lo lanzó a Durzo.

—Podrías haberme dado unos segundos más —dijo—. Acabas de enseñarme la curación rápida hace diez minutos. ¿Y si no me hubiese salido bien a la primera?

Durzo sonrió. Qué cabrón.

Un terremoto sacudió el suelo.

Kylar miró la cúpula, a muchas decenas de metros de altura; se tambaleaba desacompasada con el suelo. A sus pies, vio el foco a través del cual Neph había estado atrayendo todo el poder que manipulaba con Iures. Era un fardo de cuero, antiguo, agrietado y amarillento, con gemas cosidas y una calavera horripilante, reseca y sin pelos ni huesos, que sonreía amorfa desde la parte frontal. Solo podía tratarse de una cosa. Aquel horror era Khali.

Alzó a Curoch y hundió su punta en el fetiche.

Una docena de vürdmeisters prorrumpieron en gritos, pero no pasó nada. Se oyó un siseo de aire y la sección de suelo que había debajo del fetiche y de Curoch se hundió.

Kylar retrocedió y el suelo se abrió como la tapa de un ataúd. Dentro había una mujer. Tenía el pelo largo y rubio, peinado con primor en trencitas y tirabuzones. Tenía los ojos de largas pestañas cerrados, las mejillas encarnadas, los labios sensuales y rosas y la piel de un alabastro inmaculado. Por algún motivo, a ojos de Kylar, la chica era un conjunto de detalles que se negaban a converger en una mujer: un hoyuelo familiar por aquí, la curva del cuello... El vestido era de seda blanca, ajustado a su talle, con la espalda al aire, más atrevido o escandaloso que nada que Elene se hubiese puesto nunca. Elene. Kylar trastabilló hacia atrás.

—¡Elene!

Los labios de la chica se curvaron en una sonrisa. Respiró. Se abrieron unos encantadores ojos castaños. A Kylar le flojearon las rodillas. Elene tendió una mano regia y, cuando Kylar la asió, ella se puso en pie casi como por arte de magia. Todos sus movimientos destilaban una elegancia perfecta.

—No... no tienes cicatrices —dijo Kylar.

—No soporto la fealdad. Quiero estar guapa para ti —dijo Elene, que sonrió, y hasta la última parte de su ser era belleza—. Kylar —dijo con dulzura—, necesito a Curoch.

Kylar miró su rostro sonriente y se perdió. A través del ka’kari, Elene parecía un archimago. La rodeaba un grueso remolino de magia. Elene no tenía Talento, pero aquella era Elene.

Se le congeló el corazón.

Lejos, oyó que un golpe abría las puertas principales del salón. Cayó de rodillas al suelo.

—¡Kylar! ¡No! —gritó Vi.

Embotado, Kylar miró cómo se abrían de par en par las puertas. Detrás de Vi entraron Logan, con un brazo brillando de color verde, Solon, el viejo asesor de Logan, tocado con una corona, el ciclópeo Feir Cousat, cuatro magas, todas de un gran Talento, Dorian el profeta, el general supremo Brant Agon y la capitana Kaldrosa Wyn con cincuenta de los Perros de Agon.

El aroma de Elene le llenó el olfato cuando se le acercó un poco. ¿Qué había hecho?

Los ojos se le desorbitaron cuando Elene le arrancó Curoch de los dedos insensibles. La expresión de Elene era extraña. Parecía embriagada al contemplar la espada. Se rió y dio un giro sobre sí misma.

—Trace, ya basta —dijo Durzo de repente.

Elene paró de golpe y miró a Durzo fijamente con cara de incredulidad.

—¿Acaelus? No, no puede ser.

—Suéltala, Trace. Y el ka’kari blanco también. Libera el cuerpo de esa chica.

Elene entrecerró los ojos.

—Eres tú.

—¿Qué te pasó, Trace? Eras una de los campeones. Jorsin confiaba en ti. Todos confiábamos en ti. ¿En qué te has convertido? —preguntó Durzo.

—Soy Khali. —Al oír el nombre, los vürdmeisters se postraron. Ella volvió a reír—. Mira a mis mascotas, qué humildes, y eso que todos andan tramando algo incluso ahora. —Paseó la mirada por el Salón de los Vientos. Hizo un gesto con Curoch y todas las grietas de las paredes se sellaron, hasta unificar la imagen: un día de primavera, montañas púrpuras en la distancia, flores por todas partes—. ¿Te acuerdas de esto, Acaelus? Se suponía que nos íbamos a casar aquí.

Su vestido blanco rieló como si fuese de metal líquido y se transformó en un traje de novia verde de cuello alto y con miles de cristales incrustados.

—Eras preciosa.

—¡Era un adefesio! —replicó ella—. Dientes descolocados, la piel fea, la espalda torcida. Entonces Ezra me dio el ka’kari blanco. Te oí pelearte con él. Tú me traicionaste el primero, Acaelus. Me dejaste aquí tirada con mi traje de boda, me avergonzaste delante de todos. Esperé durante horas. Por fin era guapa, y lo único que tenías eran celos.

Durzo había torcido el gesto, y muchos fragmentos sueltos que Kylar había oído a lo largo de los años por fin encajaron. Para salvar el ka’kari negro y mantener en secreto su increíble poder, Jorsin se lo había entregado a Acaelus
el Traidor
. Este ni siquiera había podido contarle a su prometida que lo tenía y, sabedor de que pronto tendría que hacerse pasar por traidor, había preferido huir que casarse. Todo sin una sola palabra de explicación. Recordó la advertencia de Durzo cuando era pequeño:
No te permitiré que te eches a perder por una chica
. Mama K había dicho que las mujeres siempre habían sido la ruina de Durzo. El Lobo había dicho que Durzo una vez había hecho algo peor que aceptar dinero por morir. Kylar había supuesto que se refería al suicidio, pero era peor que eso. Sabedor de que el precio de la inmortalidad era que alguien a quien amaba muriese en su lugar, Durzo se había quitado la vida con la esperanza de matar a Trace.

Esta, sin embargo, que era a su vez archimaga y la más lista de los Campeones, había ideado una manera de sortear la condena a muerte del ka’kari negro.

—Acaelus y yo siempre supimos que había gato encerrado en su muerte. Sabíamos que había luchado contra la magia durante meses, pero luego su cuerpo murió. Procuramos no pensar nunca más en ella.

—¿Celos? —dijo Durzo—. Yo tenía el ka’kari negro, el más poderoso de todos. Ezra y yo nos peleamos porque él te dio un ka’kari que confirmaba una mentira en la que creías. No eras fea entonces, Trace; eres fea ahora. Mira lo que has hecho. Durante siete siglos el norte ha sufrido bajo tu oscuridad. ¿A esto consagró su cabeza Trace Arvagulania? ¿Esto es lo que creaste? ¿Por qué?

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