—Carlo Varzi —dijo en voz alta—. Proxeneta, dueños de burdeles y garitos, y cuchillero de profesión.
Lanzó una risotada hueca y se dejó caer en el diván. Intentó buscar excusas. Todo lo había hecho por Gioacchina; por ella había asumido un destino vacío, carente de sentimientos verdaderos, lleno de mentiras y bajezas. Se había creído capaz de soportar lo más denigrante si lograba salvarla y redimirla. Y ahora, Gioacchina se encontraba prácticamente arruinada, con el corazón destrozado, lo mismo que él. Había inmolado su vida en vano. El dinero y el poder, conseguidos a fuerza de sacrificar creencias y principios, ya perdidos y olvidados, se esfumaban y no servían de nada frente a la realidad. El presente lo abrumaba y le hacía perder el rumbo.
—Marlene...—susurró—. ¡Maldita Marlene! —gritó después—. ¡Maldita!
Esa noche, aunque quebrada y humillada, lo había mirado con dignidad. Sus ojos llorosos y su gesto doliente no habían bastado para ocultar el odio que le profesaba. Se preguntó cómo haría esa mujer para dominar cada situación por más compleja o burda que fuera. No recordaba una vez que no se hubiese sentido derrotado frente a ella. Y por más que
la divina Four
cantara tangos en un burdel, no parecía mancillarse, es más, parecía enaltecerse.
—¡Mierda!—explotó.
Se levantó y se sirvió una ginebra que tomó de un trago. Alguien llamó a la puerta. Era Mabel. La miró de arriba abajo con una mezcla de displicencia y curiosidad. La joven sonreía, nerviosa. Le habían hablado tanto de ese hombre y sus cualidades en la cama que no iba a dejar pasar la oportunidad; después de haber bailado el tango con él, se disponía a recoger el premio.
—Entra —dijo Carlo, y cerró de un portazo.
La mansión Urtiaga Four deslumbraba la noche de la fiesta. Se había organizado todo con buen gusto. Desde el portón de hierro hasta el salón de baile, cada detalle se destacaba sin ostentación, pero con elegancia. Una vez más, Otilia había dado muestras de excelente anfitrióna.
Automóviles y coches de caballos comenzaron a llegar. El mayordomo y sus asistentes recibían a los invitados y los desembarazaban de guantes, estolas, paletós, bastones y chisteras. Personalidades de alcurnia, altos funcionarios de gobierno y extranjeros destacados, sólo ellos accedían a la gran velada donde escucharían cantar por primera vez en el país a
la divina Four.
Micaela, un poco nerviosa, llamó a la puerta de la habitación de su padre; necesitaba consultarlo acerca de un invitado.
—Pasa, querida —invitó su padre, mientras luchaba con el cuello
flèche
y el botón de quita y pon—. ¡Ay, caraj...!—insultó, cuando el botón se le escapó de la mano y rodó bajo la cama—. ¡Perdóname, Micaela! Este cuello me está sacando canas verdes. Rubén siempre me ayuda, pero ahora está ocupado con la fiesta.
Micaela se acercó, tomó otro de los botones del
dressoir
y arregló el cuello de su padre. Rafael, incómodo al principio, se relajó después.
—No has cambiado en nada —dijo—. Siempre tranquila e impertérrita. No sé de quién lo heredaste. —Micaela no respondió y continuó con el lazo—. Cuando eras chica, tu parsimonia de adulto me daba miedo. Tenías en la mirada la tristeza de una mujer de cuarenta años.
—Sí, pero sólo tenía ocho —agregó ella, sin levantar la vista.
—Sí, ocho —coincidió su padre, y se quedó un rato callado—. ¿Alguna vez te dije que sos igual a tu madre?
Micaela buscó el saco del frac y lo ayudó a ponérselo.
—Igual —repitió—. Igual de hermosa e igual de triste.
—Aún la ama, ¿verdad?
—Con todo mi corazón, hija. Y no pasa un día que no piense en ella.
Una lágrima rodó por la mejilla de Rafael y Micaela la limpió con la mano. Besó a su padre en la mejilla y salió del dormitorio, sin recordar la consulta que quería hacerle.
—Gracias— dijo Rafael, antes de que la muchacha cruzara la puerta—. Por ayudarme con el cuello —agregó.
Se sirvió la cena. Micaela apenas probó bocado; necesitaba estar ligera para la próxima etapa de la fiesta, su presentación como soprano. Se excusó con su madrastra antes del postre y dejó el comedor. Seguida por Cheia y Moreschi, compareció en el salón de baile, donde la pequeña orquesta templaba los instrumentos.
Moreschi y Mancinelli se apartaron para resolver ciertas cuestiones, Cheia controló que en cada silla hubiera un programa con el detalle de lo que se cantaría, y Micaela intercambió algunas palabras con la mezzosoprano que interpretaría a
Malika
y con el barítono que haría de
Nilakantha,
dos personajes de
Lakmé.
Al rato, las puertas del salón se abrieron de par en par y los invitados entraron, con Otilia a la cabeza, del brazo de su sobrino. Micaela le echó un vistazo a Eloy; lucía muy apuesto, su altura y constitución lo distinguían fácilmente del resto. Cabellos rubios, ojos celestes, piel blanca. "La antítesis de Carlo Varzi", pensó. Cáceres se le acercó y la obligó a componerse rápidamente.
—Luce bellísima esta noche, señorita.
Micaela sonrió e inclinó la cabeza.
—¡Qué lástima que el señor Harvey no haya podido venir! —se lamentó ella.
—Sí, una lástima. ¿Qué cantará?
Micaela se acercó a una silla, tomó un programa y se lo entregó. Eloy miró con sorpresa la primera carilla.
–"A la memoria de mi madre, Isabel Dallarizza" —leyó—. Tengo entendido que su madre era actriz.
—Y de las mejores, señor.
Mancinelli los interrumpió con el anuncio del inminente comienzo de la presentación. Micaela comprobó que los espectadores se demoraban en la primera carilla del programa y la comentaban con la persona de al lado. Buscó a Otilia y no pudo evitar una sonrisa al encontrarla muy enojada.
Mancinelli oficio de maestro de ceremonias y anunció la próxima temporada de
la divina Four
en el Colón. Prosiguió con el comentario resumido de la primera aria, mientras el auditorio escuchaba con la vista en el programa.
Micaela cantó por más de una hora. La selección resultó un acierto y la concurrencia pasó un momento magnífico. La consagración llegó con las dos últimas piezas. Mancinelli explicó que correspondían a la ópera en que Micaela participaría próximamente en el teatro y que, por ser la primera vez que la soprano las interpretaba, constituían un hito en su carrera. Un murmullo invadió la sala y el público se ufanó con la distinción.
La mezzosoprano y, en especial, Micaela lograron, según los críticos presentes, una interpretación acabada y perfecta del dueto
Viens, Malika.
La dulzura y el brillo de su canto fascinaron a los invitados, y el asombro los embargó cuando Micaela, en la parte final del "aria de las campanitas", con su voz poderosa y extensa, llegó, sin esfuerzos, a la nota más aguda. De pie, la ovacionaron largamente. Rafael, muy emocionado, se le acercó, le besó las manos y le susurró, con voz estrangulada, que su madre se habría sentido muy orgullosa.
Luego vino el baile. Los sirvientes recogieron las sillas, los músicos iniciaron con un vals y las parejas no demoraron en colmar el salón. Micaela recibía sin tregua los saludos de sus admiradores. El director del Colón y los miembros de la Junta Directiva no cesaban de alabarla. Algunos periodistas, invitados por Otilia, querían entrevistarla. Agotada por el asedio, se escabulló al jardín de invierno. Abrió la puertaventana y una ventisca fría la reanimó. Le gustó el perfume fresco del sereno y el cielo estrellado. Se quedó mirándolo, absorta.
—
Miss Urtiaga Tour
—llamó alguien, provocándole un sobresalto.
Era el sirviente de Eloy, del cual no recordaba el nombre.
—¡Señor! —se enojó—. ¡Me asustó terriblemente!
El hombre se aproximó con la actitud servil de un esclavo, y Micaela recordó la noche en La Boca cuando le había parecido verlo en el Daimler–Benz de Eloy. Se disculpó con ella y le indicó que su español era muy pobre; le pidió que le hablara en inglés.
Micaela le preguntó qué necesitaba. El sirviente le indicó que el señor Cáceres la esperaba en el escritorio de su padre e, intrigada, lo siguió sin cuestionar. Eloy se puso de pie al verla entrar y salió a recibirla. Le habló al sirviente en hindi antes de cerrar la puerta tras de él. Imperturbable como siempre, la invitó a sentarse.
—Señorita Urtiaga Tour —empezó, y le tomó las manos—. Está usted bellísima esta noche y ha cantado como un ángel. Su voz es el don más extraordinario del que he sido testigo. Su interpretación de la última aria ha sido un canto en el cual, parafraseando a Dante, han puesto mano el Cielo y la Tierra...—así continuó, sin soltarla.
—Por favor, señor Cáceres, no me lisonjee —dijo Micaela, y se liberó.
—Discúlpeme si la he incomodado.
—¿Usted quería hablar conmigo? Su asistente me dijo que quería verme.
—Sí, claro. Presumo que habrá escuchado lo que se comenta entre los invitados.
—Conversé con tantas personas hoy que sinceramente... —se justificó Micaela.
—Siendo usted
La Reina de la noche,
vanidosa presunción la mía pensar que haya llegado a sus oídos lo que se comenta de mí.
—¿Le sucede algo grave, señor Cáceres? Me preocupa.
—¡No, no, nada grave! En realidad, me alegro de que no haya escuchado nada y de que sea yo el que le dé una noticia que me alegra mucho. En las altas esferas del gobierno se baraja mi nombre para posible Ministro de Relaciones Exteriores.
El comentario inesperado y la desconcertante actitud del señor Cáceres la asombraron. Eloy la miró esperando una respuesta que nunca llegó.
—Quizá —retomó al cabo—, las ansias por progresar en mi carrera me lleven a sobrestimar esta noticia. Entiendo que para usted no signifique lo mismo.
—¡Oh, no, por favor! —Micaela se reprochó la falta de tacto e intentó repararla—. La noticia es importantísima. Sucede que me tomó por sorpresa y no supe qué decir. Por todo lo que hemos conversado, sé las expectativas que tiene puestas en su carrera y conozco los esfuerzos que usted hace. Sucede que nunca pensé que una oportunidad así llegaría tan pronto.
—En gran parte, se lo debo a su padre. Sus conexiones han permitido que mi nombre haya entrado entre los posibles candidatos.
—Estoy convencida, señor Cáceres, de que mi padre ha puesto sus esperanzas en el mejor. Sepa que él jamás lo ayudaría si usted no lo mereciera.
Eloy se mostró complacido y la cara se le iluminó con una sonrisa. Conversaron un rato más y Cáceres aprovechó para contarle que al día siguiente, muy temprano, partiría rumbo al Brasil en misión diplomática.
—Del éxito de esta misión depende, en parte, lo otro —explicó.
Micaela le deseó suerte y le preguntó si regresaría para el estreno de
Lakmé.
—Por nada del mundo me lo perdería —aseguró.
Se despidieron, Eloy tenía que regresar a su casa y Micaela a la fiesta. Salió desconcertada del estudio de su padre: si bien había trabado amistad con el señor Cáceres, nunca esperó esa deferencia. Cierto que últimamente lo notaba más caballeresco y atento, y, aunque en ocasiones lo había descubierto mirándola con insistencia, en Eloy encontraba al hermano responsable y preocupado que no tenía.
Lo escuchó hablar con su sirviente en el vestíbulo y se escondió para ver qué hacían. A poco, Ralikhanta volvió con sus guantes, su paletó y su galera, le ayudó a ponérselos y juntos salieron por la puerta principal. Regresó sin ganas al salón de baile. En la entrada, la interceptó Otilia.
—¿Viste a mi sobrino?—preguntó.
—Acaba de irse.
—¡Cómo que acaba de irse! ¿Sin despedirse? ¿Qué le habrá pasado? ¡Y yo que quería contarle lo que se comenta!
—¿Qué se comenta? —sonsacó Micaela.
—Que va a ser el próximo Ministro de Relaciones Exteriores. ¡El próximo canciller!
—¡Oh! —simuló la joven.
Escuchó con estoicismo a su madrastra durante un momento y volvió a la fiesta. Moreschi y Mancinelli le salieron al encuentro y se pusieron a conversar.
—La mujer más linda de la noche no va a rechazarme para este vals, ¿verdad?
Micaela se dio vuelta y se encontró con su tío Raúl Miguens. El hombre esperaba la respuesta.
—Le agradezco, tío, pero estoy un poco cansada. —Y le dio la espalda para continuar con la charla.
—¡Ah, no! —dijo Miguens, divertido—. No voy a aceptar una negativa.
Moreschi y Mancinelli, ajenos a la aversión de Micaela hacia ese hombre, la instaron y tuvo que ceder. Durante la comida, sentada junto a él, había soportado su discurso acerca de la moral y el bien común, endilgado con el histrionismo de un político barato. Su mujer, la tía Luisa, lo miraba extasiada mientras Miguens disertaba. "Se merecen", pensó.
—Supongo que estarás cansada de recibir felicitaciones esta noche —barruntó Miguens, y como ella no agregó nada, el hombre siguió—: Ahora es mi turno para decirte que estuviste maravillosa. Nunca me gustó la ópera, pero de ahora en más me va a encantar; eso sí, solamente las veces que vos cantes.
Micaela ocultó un resoplido y miró hacia otro lado. Pasó un rato en silencio, y creyó que, por fin, su tío se había dado cuenta de que no quería volver a escucharlo. Sus esperanzas se deshicieron cuando Miguens retomó.
—Si no estuviera casado con tu tía —dijo, seriamente—, me casaría con vos.
Micaela se paró en seco y se libró de su abrazo incestuoso.
—Pero yo —aclaró—, ni en un millón de años lo aceptaría. —Dio media vuelta y se fue.
Varzi abrió la ventana de su oficina y volvió al escritorio. Cabecita entró sin llamar, y Mudo aguardó en la puerta hasta que Varzi le indicó que pasara.
—¿Qué hay? —preguntó Carlo.
—Venimos de lo de Marlene —respondió Cabecita—. ¡
Mamma
mia,
la
garufa
que hay esta noche en esa casa! ¡Un fiestón de la puta madre! ¡Y qué digo casa! ¡Palacio, mejor! ¡Esa
mina
tiene más
guita
que los
chorros,
Napo!
—¿Qué más averiguaron?
—Le tiramos unas
viyuyas
a un sirviente y nos
chamuyó
que la fiesta era para que Marlene cantara eso que canta ella.
Carlo miró a Mudo, y el hombre asintió.
—Está bien —dijo Varzi—. Vayan abajo que yo ya voy.
Antes de irse, Cabecita comentó que no había muchos clientes esa noche.
—Cuando no canta Marlene, viene la mitad de gente. —Y salió con Mudo por detrás.