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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (57 page)

Ahmed, luego de colocar sus cosas donde le había indicado el griego, se desnudó hasta la cintura y tras largas abluciones en la jofaina, se secó con una áspera tela que colgaba de una barra. Manipoulos hizo lo propio y, cuando ya ambos estuvieron listos, se dispusieron a bajar al figón.

El griego colocó en su escarcela todo cuanto tenía de valor y tras cerrar la puerta con dos vueltas de llave, realizó una extraña maniobra. Con cuidado se arrancó dos pelos de la barba; luego pidió a Ahmed que le derramara en el dedo un par de gotas de la amarillenta cera de las velas, rápidamente extendió el brazo y tan alto como pudo pringó el borde de la puerta y del marco con el untuoso producto, y cuando ya se estaba solidificando, le incrustó los pelos de su barba.

La voz de Ahmed sonó en un susurro:

—¿Por qué hacéis eso, Basilis?

—Quiero saber si alguien tiene interés en nuestras cosas. El patrón es moro, y aquí, en esta costa, todos pueden ser espías de Naguib. Quiero ver si alguien ha buscado beneficio en hurgar nuestro equipaje.

—¿Entonces?

—La gente sólo mira a la altura de sus ojos, nadie observa lo que hay más arriba; si a nuestra vuelta los dos pelos no están, o están rotos, es que alguien ha entrado y ese alguien únicamente puede ser el mesonero.

—¿Dónde aprendisteis eso?

—Andando por el mundo, hijo mío, eso y otras muchas cosas que tú irás aprendiendo y que en alguna ocasión te harán buen servicio.

Ambos hombres descendieron hasta el amplio recibidor y se dirigieron a la puerta que comunicaba con la taberna. La estancia era muy grande. El techo era abovedado, soportado por columnas; el lugar estaba iluminado por varios hachones de olor maloliente; a lo largo de las paredes había bancos de madera colocados unos frente a otros y en medio de ellos, mesas alargadas. El barullo al entrar era notable: gentes de mil razas hablaban a voces a la vez. Ahmed y el griego se quedaron un instante junto a la puerta observándolo todo. Luego, a iniciativa de Basilis, se dirigieron a un banco junto a una columna.

Ambos se despojaron de sus capas. Luego llamaron al mesonero, que acudió presto a tomar el encargo de aquellos dos parroquianos que habían entrado por la puerta que daba a la posada.

Frente a las correspondientes bebidas, ambos hombres se dedicaron a observar la clientela del lugar.

El humo de los hachones enturbiaba el ambiente. Ahmed observaba el entorno con ojos curiosos. Unas cuantas mujeres se paseaban entre las mesas y alguna se sentaba a ellas y dejaba que alguno metiera las manos bajo sus sayas, entre grandes risotadas. Hacía ya un rato que Basilis había pegado la hebra con el parroquiano de al lado, con el que intercambiaba noticias y se informaba de los accidentes de aquellas costas cuando Ahmed observó una escena de una violencia inusitada. Un hombre, corpulento y de catadura siniestra —luenga barba, nariz aguileña, la cabeza cubierta con una especie de turbante y al cinto una daga curva—, manoseaba los senos de una mujer menuda de piel muy blanca, ojos garzos, cabello rubio recogido en un moño, vestida con una saya, que parecía resignada a la torpe caricia. Súbitamente la expresión de los ojos del hombre varió. Sus manos habían tropezado con una fina cadena de la que colgaba una pequeña cruz. El individuo, con un gesto airado, arrancó del cuello de la mujer el símbolo de los cristianos y lo lanzó al suelo en tanto con una mano la cogía del pescuezo y con la otra, amenazaba con abofetearla. La escena entre el barullo de la gente pasó inadvertida para casi todos; Ahmed pensó que aquello debía de ser moneda común de todas las noches. Manipoulos seguía de espaldas hablando con el vecino. Ahmed reaccionó al instante, a su mente llegaron imágenes que su imaginación había ido construyendo tras la muerte de Zahira. Desde aquella triste jornada, no soportaba ningún maltrato ni abuso de fuerza contra una mujer desvalida. En esta circunstancia, no lo pensó dos veces y rápidamente se precipitó hacia donde se desarrollaba la escena, tomó del suelo la pequeña cruz, se interpuso con un poderoso empujón entre la pareja y mirando fijamente a los ojos del hombretón, dijo en voz bien alta:

—Señora, parece ser que se os ha caído esto. —Y le entregó la cruz.

Por el momento, la sorpresa detuvo al hombre, pero poco después, con una torcida sonrisa, echó mano a la empuñadura de la daga que colgaba en su cintura, y mientras desenvainaba, profirió un amenazador reto.

—Por lo visto os gusta meteros en lances que no son de vuestra incumbencia y donde nadie os llama.

—Lo que no me agrada es que un grandullón como vos abuse de su fuerza con una criatura desamparada.

Hubo una pausa tensa.

El otro ya tiraba de puñal cuando la expresión de sus ojos cambió visiblemente.

Ahmed observó que justo detrás de su oponente se hallaba Basilis y a pesar del ruido pudo sentir la ronca voz del griego susurrante.

—No os iréis ahora a meter en un mal paso, ¿verdad, señor? Si termináis de desenfundar vuestra daga, no tendré más remedio que enfundar la mía en vuestras costillas.

El otro dudó un momento.

El hombretón se medio giró hacia el griego, retiró la mano de la empuñadura de su daga, y educadamente respondió:

—Desde luego, señor, no tengo intención de disputar por una basura. Hay demasiadas hembras mejor dotadas para que provoquemos un estúpido incidente. Os la cedo.

Y tras decir esto, el individuo se dirigió a la otra punta de la sala.

Quedaron frente a frente Basilis, Ahmed y la mujer.

El griego imaginó que la edad de Ahmed tiraba de su naturaleza tras tantos días de ayuno y conociendo su desgracia y pensando que a lo mejor aquel encuentro fortuito le distraía de sus males, le dijo:

—Ahmed, ¿por qué no acompañas a esta dama hasta su casa? Así evitas que ese malandrín la importune. Yo departiré un rato con nuestro vecino de mesa y luego me iré a dormir.

La mujer no salía de su asombro.

—Si ella quiere, lo haré sin duda. —Luego, dirigiéndose a la mujer, añadió—: ¿Me permitís que os acompañe?

La mujer, todavía asustada y llevándose la mano al cuello, asintió con la cabeza.

—Me hacéis un favor, tengo mucho miedo.

El griego cruzó una inteligente mirada con el muchacho.

—Tómate el tiempo oportuno, yo ya estoy viejo para estos lances, sé prudente y no olvides que las ratas salen por la noche.

Ahmed, ante la mujer, no consideró oportuno responder a Basilis y dirigiéndose a ella, se ofreció:

—Cuando queráis, tened la bondad de indicarme el camino.

La mujer se dio media vuelta y tomando un viejo chal de lana que colgaba de un gancho en la pared, se cubrió la cabeza y los hombros con él, y tras una breve inclinación de cabeza que dedicó al griego se dirigió a la puerta seguida por Ahmed.

71

El viejo inválido

La pareja salió a la noche. Un horizonte de perros abría la madrugada, la luna estaba en su cenit cubierta por una continuada carrera de nubes desflecadas. Pese a la distancia, un relente salobre que venía de la mar atacó el olfato del muchacho. La mujer comenzó a caminar a su lado junto a la pared, con la mirada baja y el paso pequeño y apresurado. Ahmed, por romper el silencio, le preguntó:

—¿Cuál es vuestro nombre?

—María, mi nombre es María.

—¿Entonces sois cristiana?

La mujer lo observó temerosa, y Ahmed lo percibió.

—No temáis, creo que cada quien es libre de pensar y ser como quiera. Mis raíces son islámicas pero vengo de un país donde los hombres libres únicamente tienen potestad sobre sus esclavos. De no ser así nadie puede sojuzgar a otro, ya sea hombre o mujer. ¿Sois vos, acaso, esclava?

La mujer, recogiendo con su mano el borde del pañuelo que le cubría la cabeza, observó a Ahmed.

—Soy esclava de mis circunstancias.

—Pero eso puede cambiar de un día para otro.

—Eso no es fácil. —Luego, tras una larga pausa, prosiguió—: No os he dado las gracias por vuestra valerosa acción. En este lugar cada noche ocurren cosas, pero yo procuro no meterme en tropiezos.

Otra vez un silencio.

—Vuestro aspecto no se corresponde con los de las demás mujeres del figón —dijo Ahmed—. Perdonadme la pregunta pero ¿qué os ha conducido hacia esta vida de vejaciones y miseria?

La mujer lo miró a los ojos; luego, en un tono de voz apagado, se limitó a responder:

—La suerte de cada uno no se escoge.

Ahmed entendió el mensaje y se limitó a caminar a su lado.

Cruzaron dos plazoletas y unas cuantas calles, y tras un recorrido de no más de un cuarto de legua, llegaron a las afueras de la población. Súbitamente la mujer se detuvo en una miserable edificación que anteriormente podía haber sido una cuadra, con un altillo para recoger la paja. La casa tenía una pequeña puerta y una escalerilla lateral que ascendía al piso superior.

—Aquí es —dijo la mujer.

Ahmed miró en derredor y únicamente vio miseria.

La voz de ella sonó de nuevo.

—Subid conmigo.

Y sin dar tiempo a Ahmed a reaccionar, ascendió rápidamente por la escalerilla.

El muchacho dudó, pero, intuyendo que algo iba a suceder, se dispuso a seguirla.

La mujer abrió la puertecilla que daba paso al cuchitril y avanzó hacia el fondo envuelta en la oscuridad. Ahmed se quedó en el quicio de la puerta, aguardando. Dentro saltó una chispa de yesca que prendió un candil, se hizo la luz y Ahmed entró en la buhardilla. La mujer se había desprendido del pañuelo y el muchacho pudo observarla detenidamente. Era menuda de tamaño, pero muy bien proporcionada y de bellas facciones. El muchacho observó la estancia. El techo descendía hacia un lado, un grueso tubo de ladrillo que desprendía calor atravesaba el cuarto. A un lado había un jergón cubierto con un colchón y unas mantas dobladas; al otro, un soporte con una palangana y un cubo de agua.

Tras cerrar la puerta, y con un gesto rápido fruto de la costumbre, la mujer se deshizo el moño y su pelo rubio cayó sobre los hombros. Luego comenzó a aflojarse el corpiño.

Ahmed detuvo su gesto tomándola de la muñeca.

—¿Qué estáis haciendo, María?

—Quiero devolveros el favor.

—No hace falta. Yo no compro los favores de mujeres.

La mujer lo miró agradecida y dudó un instante.

—Entonces venid, antes me habéis preguntado algo y quiero responderos.

—No hace falta, María…

—Sí, sí hace falta: no quiero que me toméis por lo que no soy. La vida me ha obligado a vender mi cuerpo, pero sólo mi marido tuvo mi alma.

Y al decir esto lo tomó de la mano y lo arrastró hacia el jergón.

—Creo que os debo por lo menos una aclaración. Sentaos, voy a explicaros por qué acudo a ese horrible lugar todas las noches.

Ahmed siguió a la muchacha y se sentó junto a ella sobre el desvencijado colchón.

—Como os he dicho, soy cristiana. No soy de estas tierras y pese a que pertenecen al duque Roberto Guiscardo, la mayoría de la población es griega pero por lo menos aquí no nos matan. Yo vivía en Othonoi, a veinte millas de Albania, soy viuda y tengo un hijo, mi suegro era pescador; un malhadado día nos asaltaron los piratas… Mi suegro me obligó a tomar al niño y huir hacia la montaña. Se llevaron todo, éramos gente pobre que no podía proveer un rescate; a los hombres jóvenes se los llevaron como galeotes y a las mujeres para venderlas en los mercados de Constantinopla, Túnez y Berbería. Estos malditos tienen una costumbre: no matan a los viejos pero les cortan las manos para que sean una carga para sus familias. Eso hicieron con mi suegro. Lo tengo abajo, cuida del niño hasta que yo vuelvo; él cree que trabajo sirviendo en un figón, si supiera a lo que me dedico, me mataría, pero la vida es dura y mientras el cuerpo aguante, no tengo otro remedio.

Ahmed estaba sobrecogido.

—Mi único sueño es conseguir que mi hijo sea un hombre honrado… Seguidme —le dijo de repente—, voy a mostraros el motivo de mis cuitas.

La muchacha se puso en pie decidida y se dirigió hacia la puerta; Ahmed sin saber bien por qué, la siguió.

Descendieron la escalerilla y María lo condujo hasta la portezuela de la casucha.

Luego tomó la aldaba y repicó cinco golpes, tres de ellos seguidos y dos espaciados. Luego una voz.

—¿Eres tú, María?

—Soy yo, padre.

Se oyó el ruido de un cerrojo al descorrerse y de una aldaba al retirarse; la puerta se abrió. Apareció un viejo con la cara arrugada y escaso pelo completamente blanco, quien, al ver un hombre junto a su nuera, dio un paso atrás.

Ahmed no pudo impedir ver sus brazos. Estaban cortados bajo el codo a desigual altura: sobre el muñón derecho llevaba una especie de funda de cuero con un gancho, sobre el izquierdo otra igual con un pincho.

—No os alarméis, padre. Este hombre me ha salvado la vida.

El hombre lo miró con otra cara y haciéndose a un lado le invitó a pasar.

—¿Qué ha pasado, hija?

—Un borracho ha intentado estrangularme. —Señaló a Ahmed—. Él lo ha impedido.

El hombre lo observó detenidamente.

—Mi nombre es Kostas Paflagos. Sed bienvenido a mi casa y sabed que esta noche habéis salvado la vida a tres personas.

—El mío es Ahmed y únicamente me he limitado a cumplir con mi obligación de hombre.

El otro lo observó con reserva.

—¿Sois islamita?

—La conciencia del hombre es lo que importa, no sus creencias.

—Tenéis razón… En vuestro caso los hechos hablan por vos. Tened la amabilidad de pasar.

Ahmed se introdujo en la estancia seguido de la mujer. Al fondo vio una chimenea en la que ardían tres gruesos troncos y que a la vez hacía de fogón; al verla comprendió de dónde procedía el calor del piso superior. Y a la derecha un catre en el que dormía, arrebujado en una manta, un niño de unos tres años. El mobiliario era escaso: un banco, un baúl para guardar las pocas pertenencias y algunos, no muchos, utensilios de cocina.

El hombre, tras ordenar a la muchacha que avivara el fuego con el soplillo, le indicó con un gesto que se acercara a él y se sentara en el banco. Ahmed, en tanto ella colocaba una olla sobre el fuego, obedeció la orden del viejo.

—Primeramente, María, compartiremos lo que haya con nuestro huésped; tiempo habrá después para que me relate lo sucedido.

Ahmed se excusó.

—No es necesario, señor. Luego, a mi regreso en el figón, cenaré algo.

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