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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (50 page)

Dejó pasar un tiempo prudencial y tirando de la brida y dando talones en los ijares del asno, sin saber bien por qué, se dispuso a seguir a los nocturnos viajeros, a prudente distancia. Las palabras de su benefactor rondaban por su mente: «Si conoces o sabes algo de alguien que more en la casa de Martí Barbany, házmelo saber». A pesar de la semipenumbra de su cerebro, lo dicho martilleaba sus sienes.

El trayecto se le hizo largo. Los perfiles de sus perseguidos se silueteaban en la distancia. Dejó la rienda sobre el cuello de su cabalgadura, seguro de que se movería por aquel cenagal con mayor acierto que si la conducía él. Las sombras se internaron en un pinar, y en todo el trayecto no hicieron el menor intento de volverse por ver si alguien les seguía. El ruido de la corriente de agua le espabiló un poco más. Sus sentidos estaban alerta y su instinto le decía que allí podía haber negocio.

La noche era negra como su atormentada conciencia. Al tiempo que descabalgaban los jinetes y guardando la distancia, hizo lo propio. Sujetó al pollino en una rama baja y se acercó a la ribera del arroyo, ocultando de árbol en árbol el espectro de su magra imagen.

Los hombres extraían algo de las alforjas de la mula. Pudo ver cómo acercaban aquello a la orilla de la laguna; luego maniobraron misteriosamente. El sonido de un bulto voluminoso arrojado al agua lo puso alerta. Luego, el relumbrar de la mecha de un candil encendida por un pedernal alumbró un instante la oscuridad y a su luz pudo observar que el hombre al que había reconocido lanzaba un objeto redondo sobre un madero que flotaba en la laguna: el sonido de éste al romperse le recordó al de una de las cazuelas de su madre. Al principio fueron chispas, luego un chisporroteo intenso y, finalmente, la cosa arrojada al agua comenzó a arder. La silueta de los individuos maniobrando en la orilla en contraste con el resplandor que provocaba el ardiente objeto hizo que Magí se despejara totalmente. ¿Qué estaban quemando? Observó cómo ambos tomaban sendas ramas de la orilla y, usándolas a modo de pértigas, intentaban hundir algo en el agua. Finalmente, vio cómo lo conseguían y, estupefacto, observó que el objeto reaparecía sobre la superficie. Sin embargo, aquel fuego infernal continuaba ardiendo largo rato sobre las aguas. Después de aquel milagro, ambas sombras se abrazaron jubilosas.

La mente de Magí se había despejado por completo, el efecto de la droga que Nur le ponía en el braserillo había desaparecido y el efluvio de aquel maravilloso humo se había evaporado. Quieto en su escondrijo y mimetizada con el bosque su parda vestimenta, pasó totalmente desapercibido a la vista de los dos jinetes que hacían el camino de regreso, charlando animada aunque quedamente, comentando la grandeza del milagro.

Cuando consideró que el tiempo transcurrido era ya suficiente, salió de su escondrijo y se dirigió a pie, cuidando donde pisaba, hasta la orilla de la laguna. Aquella cosa flotaba a poca distancia, medio hundida entre las cañas. Magí se arremangó las perneras de sus calzas y armado con un palo intentó alcanzar el objeto. Con gran esfuerzo lo fue trayendo hasta la orilla; dejó a un lado la vara e intentó terminar la faena con las manos. Sorpresa absoluta: el chamuscado tronco, pese a estar mojado, todavía quemaba. ¡Aquello era obra de Satanás!, se dijo, horrorizado. Miró temeroso a uno y otro lado, y santiguándose más por costumbre que por otra cosa, partió como alma que lleva el diablo en busca de su jumento.

60

El intento

Las dos personas que iban a reunirse en una de las salas de palacio tenían un interés común, aunque los sentimientos que ese interés les inspiraban eran de índole contraria. Berenguer, por un lado, había decidido satisfacer la pasión que despertaba en él la más joven dama de su madre, y, a ese fin, había prestado atención a los chismes y buscado entre las otras damas una posible aliada. Adelais de Cabrera, por su parte, vivía con intensa envidia el favor del que una plebeya como Marta gozaba entre la gente de palacio y, sobre todo, ante el apuesto joven de Cardona. En la cabeza de Adelais no cabía el hecho de que la condesa hubiera admitido en el séquito de damas de palacio a una plebeya, que además se mostraba descarada e insolente. Los continuos enfrentamientos de ambas muchachas habían llegado a los oídos de Berenguer, y éste, creyendo que podía sacar partido de tal circunstancia, no solamente no cerró sus oídos a la maledicencia sino que, en cuantas ocasiones le vino a mano, la fomentó procurando dejar caer arteramente cuantos comentarios, caso de llegar a oídos de la dama, coadyuvaran a creer que él estaba de su lado y a avivar el conflicto.

Adelais había acudido a la sala de música transida de emoción. Berenguer, uno de los gemelos de la condesa, le había hecho llegar recado para citarla allí después del ágape del mediodía. Mil escenarios pasaron por su cabeza, desde un repentino interés del hijo de los condes por su persona, hasta cualquier cosa que ella pudiera conseguir en su beneficio. Ambas le interesaban. Sabía del apetito insaciable del heredero hacia las mujeres y estaba dispuesta a cumplir cualquier papel que quisiera asignarle, ya fuera de amante fija, pasando por concubina circunstancial y llegado el caso, hasta ejercer de alcahueta. La cuestión era ganarse su favor.

Se vistió para la ocasión con su mejor traje. Adamascado, con mangas hasta las muñecas, con un corpiño amarillo cuyo festoneado escote resaltaba sus exuberantes senos y hacía juego con el cíngulo de su cintura y con la diadema que sujetaba su negra melena; las sayas eran amplias y del mismo color, aunque de un tono más subido.

Cuando llamó quedamente en la puerta del salón, su corazón galopaba desbocado. La inconfundible voz de Berenguer le dio la venia. El hijo del conde, que aguardaba sentado en un escabel junto a la chimenea, jugando con el soplillo, nada más verla entrar, se puso en pie y llegándose hasta ella, le besó la mano obsequiosamente. Adelais creyó desfallecer.

—Sed bienvenida: como noble y como hombre, agradezco que hayáis atendido mi mensaje.

Por el momento Adelais ni se atrevió responder. Berenguer cerró la puerta y la invitó a sentarse junto a él, en el sillón de la chimenea. La muchacha creyó que le daba un pasmo.

Una vez acomodados, se atrevió a responder.

—Señor, vuestros deseos, de cualquier índole, para mí son órdenes.

Berenguer estaba tan encaprichado con Marta, que, al igual que hacía muchos días que no frecuentaba mujeres, no atendió al requerimiento de la muchacha y ni siquiera, como era su costumbre, se fijó en el canalillo que lucía entre los senos su exagerado escote.

—Os agradezco vuestra disposición y creo sabréis entender mis ansias y por Dios que no quisiera que os sintierais ofendida.

Adelais se oyó decir con voz tenue:

—Os escucho, señor, y me honra saber que habéis pensado en mí.

En ese momento, Adelais creyó que Berenguer iba a proponerle que fuera su amante, lo cual despertó en ella sentimientos contrapuestos: por un lado, se sentía halagada; por otro, no podía dejar de pensar en el joven Bertran de Cardona.

Berenguer, en cambio, se dijo que había acertado al escoger su aliada.

—Veréis. No me cabe duda de que una dama tan bella como vos sabe que en el amor y la guerra todo está permitido.

La muchacha asintió con la cabeza. El momento estaba a punto de llegar.

—Soy vuestra rendida esclava para lo que gustéis.

Berenguer hizo una pausa y Adelais temió que los latidos de su corazón la delataran.

—El caso es que desfallezco de pasión por una de las damas de mi madre.

Adelais imaginó que Berenguer daba un rodeo, soslayando entrar en el tema directamente.

—Señor, os lo ruego, no andéis con circunloquios innecesarios, os reitero que estoy a vuestra entera disposición.

Berenguer prosiguió.

—La puerta que da al corredor donde se abren las de los dormitorios de las damas está siempre cerrada. La dueña debe de tener la llave. ¿Sabéis si hay una segunda llave y dónde se guarda?

Adelais titubeó.

—No quiero parecer atrevida, señor. La gran cerradura nunca se usa, la puerta se cierra por dentro con una balda, pero si vuestro deseo es entrar al acabar los rezos, aunque corra un gran riesgo, yo haré lo imposible para que esté abierta.

Berenguer se entusiasmó.

—Si hacéis tal por mí, os juro que no os arrepentiréis jamás.

Adelais estaba a punto de añadir cuál era exactamente la puerta de su cámara, pero las palabras de Berenguer la dejaron fría.

—Decidme, ¿cuál es la puerta del dormitorio de Marta Barbany?

Tras una pausa que precisó para reponerse del desencanto, respondió con un hilo de voz:

—La última a la izquierda, señor.

—Y las cancelas, ¿quedan abiertas o cerradas?

—Abiertas, señor. La dueña, si así lo desea, debe poder entrar siempre, en cualquier alcoba.

—Entonces, si me queréis hacer el más feliz de los mortales y que siempre esté en deuda con vos, procurad que el miércoles después de las completas, esté abierta.

La mente de Adelais galopaba desbocada. Su esperanza se transmutó en un resentimiento infinito y se dispuso a recoger los desechos de su derrota para, transformados en odio, hacer todo el daño posible a su enemiga.

La campana que tocaba a completas había sonado en la Pia Almoina. Tras un día agitado, Marta se disponía a meterse entre las sábanas que antes había caldeado Amina con un calentador de cobre lleno de brasas encendidas. Amina dejó la jarra de agua sobre la mesa de noche y la bacinilla debajo de la cama y, tras dar las buenas noches a su ama, se dispuso a retirarse.

Amina dormía en una pequeña pieza separada por una espesa cortina de la cámara de su ama; su cama, que siendo estrecha, era mucho más amplia que la que tenía en casa de sus padres, estaba junto al lienzo de pared cuyo estrecho ventanal daba a un patio; un armario, una mesa con cajones, dos banquetas y un aguamanil componían el mobiliario de su dormitorio.

Amina se despojó de su vestido, hizo sus abluciones nocturnas y se puso el camisón de sayal. Luego, también cansada, se dispuso a acostarse.

La noche era cerrada, las luces interiores de palacio titilaban amortiguadas. Uno de cada dos velones, que sujetos por candelabros de hierro en las paredes debían alumbrar los pasillos, estaban apagados. Los centinelas soñolientos se resguardaban del frío de la noche envueltos en sus forrados tabardos y alguno que otro, más que vigilar, estaba en un duermevela, apoyado en su lanza.

Berenguer tenía muy bien urdido su plan. Dejó sus estancias en el segundo piso y por una escalera de caracol interior que ascendía por el torreón del poniente subió al tercero. La tarde anterior se había ocupado de que un criado engrasara con sebo los goznes de la puerta; ésta se abrió con suavidad. Asomó la cabeza y observó que al fondo el custodio iniciaba su ronda hacia el lado contrario. Aguardó a que doblara la esquina y desapareciera de su vista. Cuando el paso estuvo franco anduvo ligero hasta la puerta de la capilla; llegado allí, aguardó a que los pasos se alejaran y de una carrera rápida y silenciosa, pues había forrado sus borceguíes con piel de gamuza, se plantó ante la puerta del pasillo que daba a los aposentos de las damas. Con mano trémula, abatió el picaporte, confiando en que Adelais hubiera cumplido lo prometido. En efecto, cedió sin dificultad y Berenguer, tras cerrar tras él, se encontró en el pasillo al que desembocaban las puertas de los cuartos de las damas. Al fondo, una pequeña luz alumbraba una hornacina de la Virgen con el Niño en brazos.

Su corazón, más que latir, corría desbocado. Berenguer se detuvo un instante para acompasar su ritmo. Cuando se tranquilizó, echó mano al bolsillo de su jubón y extrajo de él una caperuza con aberturas a la altura de los ojos. Se la colocó rápidamente y sus combadas piernas le llevaron hasta la última puerta. Paró un instante y tomó aire; luego abatió el picaporte, y sutil y silencioso como una sierpe se deslizó dentro de la estancia. Sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la penumbra. La tenue luz que entraba por la ventana y el reflejo del fuego de la chimenea le permitieron divisar al fondo un lecho con baldaquín y sobre él, de costado, el precioso y virginal cuerpo que enloquecía sus sueños y nublaba su intelecto. Se aproximó de puntillas sin hacer el menor ruido. Cuando estuvo a menos de una vara, la muchacha dio medio giro, dormida como estaba y al quedar boca arriba se bajó hasta la cintura las frazadas de la cama. Un seno hermoso, pequeño como una copa y blanco como la escarcha, se escapó del abierto escote. Berenguer sintió un pálpito en la entrepierna, se desabrochó velozmente la pretina de las calzas y se colocó sin hacer ruido a horcajadas sobre la muchacha mientras con la mano diestra le tapaba la boca.

Marta sintió que se ahogaba, abrió los ojos y vio, aterrorizada, la figura de un encapuchado forcejeando sobre ella. Sus sentidos se pusieron al instante alerta.

Concentró toda su fuerza en la cintura y, con una violenta sacudida, intentó desmontar al jinete. No lo consiguió, pero logró que la mano que tapaba su boca aflojara su presión. Un grito sordo y profundo salió de su garganta; la mano la atenazó otra vez, pero en esta ocasión no del todo. Entonces, en tanto se retorcía bajo el hombre, sus dientes intentaron sin conseguirlo hacer presa en el mollar de la mano que la ahogaba a la vez que, con toda la fuerza que le daba la desesperación, intentaba zafarse de él. Berenguer se vio obligado a aflojar la presión de sus muslos sobre los brazos de la muchacha; de nuevo el contenido grito salió de lo más hondo de la garganta de Marta, rasgando la noche.

Amina dormía profundamente, y el primer chillido la despertó pero en la duermevela creyó estar soñando. El segundo, sin embargo, la espabiló por completo e instantes después apartaba el cortinón que separaba su cuarto del de Marta. Amina, sin pensarlo dos veces, se abalanzó como las tres furias del Olimpo sobre el hombre que intentaba ultrajar a su ama. Éste, sorprendido, se volvió hacia aquel inesperado enemigo. Un dolor lacerante en el cuello donde Amina había clavado sus uñas le obligó a ponerse en pie para enfrentarse a la nueva situación. De rodillas sobre el lecho, Marta intentaba retirarle la máscara. Berenguer supo que tenía que reaccionar con celeridad. Lo primero era que no le vieran el rostro. En tanto apartaba a Marta de un manotazo, lanzó una patada contra el vientre de Amina, que se desplomó en un rincón. Seguro de que todo aquel barullo atraería indeseadas presencias, Berenguer saltó hacia la puerta y tomando el pasillo, se perdió en la madrugada como alma que lleva el diablo. Tuvo el tiempo justo antes de que doña Brígida, que había salido en camisón al pasillo con un candil en la mano, preguntara a gritos:

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