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Authors: Jonathan Swift

Los viajes de Gulliver (12 page)

BOOK: Los viajes de Gulliver
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;; ; La reina se aficionó tanto a mi compañía, que no se hacían a comer sin mí. Me pusieron una mesa sobre aquella misma en que comía Su Majestad y junto a su codo izquierdo, y una silla para sentarme. Glumdalclitch se subía de pie en una banqueta puesta en el suelo para servirme y cuidar de mí. Yo tenía un juego completo de platos y fuentes de plata y otros útiles, que en proporción a los de la reina no eran mucho mayores que los que suelen verse del mismo género en cualquier tienda de juguetes de Londres para las casas de muñecas. Todos los guardaba en su bolsillo mi pequena niñera dentro de una caja de plata, y ella me los daba en las comidas conforme los necesitaba, siempre limpiándolos ella misma. Nadie comía con la reina más que las dos princesas reales: la mayor, de dieciséis años, y la menor, de trece y un mes entonces. Su Majestad solía poner en uno de mis platos un poquito de comida, del cual yo cortaba y me servía, y era su diversión verme comer en miniatura. Porque la reina -que por cierto tenía un estómago muy débil- tomaba de un bocado tanto como una docena de labradores ingleses pudiera comer en una asentada, lo que para mi fue durante algún tiempo un espectáculo repugnante. Trituraba entre sus dientes el ala de una calandria, con huesos y todo, aunque era nueve veces mayor que la de un pavo crecido, y se metía en la boca un trozo de pan tan grande como dos hogazas de doce peniques. Bebía en una copa de oro sobre sesenta galones de un trago. Sus cuchillos eran dos veces tan largos como una guadaña puesta derecha, con su mango. Cucharas, tenedores y demás instrumentos guardaban la misma proporción. Recuerdo que cuando Glumdalclitch, por curiosidad, me llevó a ver una de las mesas de la corte, donde se levantaban a la vez diez o doce de aquellos enormes tenedores y cuchillos, pensé no haber asistido en mi vida a un espectáculo tan terrible.

;; ; Es costumbre que todos los viernes -que, como ya he advertido, son sus sábados-, la reina y el rey, con su real descendencia de ambos sexos, coman juntos en la estancia de Su Majestad el rey, de quien yo era ya gran favorito; y en estas ocasiones mi sillita y mi mesita eran colocadas a su izquierda, delante de uno de los saleros. Este príncipe gustaba de conversar conmigo preguntándome acerca de las costumbres, la religión, las leyes, el gobierno y la cultura de Europa, de lo que yo le daba noticia lo mejor que podía. Su percepción era tan clara y su discernimiento tan exacto, que hacía muy sabias reflexiones y observaciones sobre todo lo que yo decía; pero no debo ocultar que cuando me hube excedido un poco hablando de mi amado país, de nuestro comercio, de nuestras guerras por tierra y por mar y de nuestros partidos políticos, los prejuicios de educación pesaron tanto en él, que no pudo por menos de cogerme en su mano derecha, y acariciándome suavemente con la otra, después de un acceso de risa, preguntarme si yo era Whig o Tory. Luego, volviéndose a su primer ministro -que detrás de él daba asistencia, en la mano su bastón blanco, casi tan alto como el palo mayor del Royal Sovereign-, observó cuán despreciable cosa eran las grandezas humanas, que podían imitarse por tan diminutos insectos como yo; «y aun apostaría -dijo- que estas criaturas tienen sus títulos y distinciones, discurren nidos y madrigueras que llaman casas y ciudades, se preocupan de vestidos y trenes, aman, luchan, disputan, defraudan y traicionan». Y así continuó, mientras a mí, de indignación, un color se me iba y otro se me venía viendo a nuestra noble nación, maestra en las artes y en las armas, azote de Francia, árbitro de Europa, asiento de la piedad, la virtud, el honor y la verdad, orgullo y envidia del mundo, con tal desprecio tratada.

;; ; Pero como yo no estaba en situación de sentir injurias, después de maduras reflexiones empecé a dudar si había sido injuriado o no, pues, acostumbrado ya por varios meses de residencia a la vista y al trato de aquellas gentes y encontrando todos los objetos que a mis ojos se ofrecían de magnitud proporcionada, el horror que al principio me inspiraron tales seres por su corpulencia y aspecto desapareció hasta tal punto, que si hubiera mirado entonces una compañía de lores y damas ingleses, con sus adornados vestidos de fiesta, representando del modo más cortesano sus respectivos papeles, contoneándose, haciendo reverencias y parloteando, en verdad digo que me hubiesen dado grandes tentaciones de reírme de ellos, tanto como el rey y sus grandes se reían de mí. Y a buen seguro que tampoco podía evitar el reírme de mí mismo cuando la reina, como solía, me colocaba sobre su mano ante un espejo, con lo que nuestras dos personas se presentaban juntas a mi vista por entero; y no podía darse nada más ridículo que la comparación, al extremo de que yo realmente comencé a imaginar que había disminuido con mucho por bajo de mi tamaño corriente.

;; ; Nada me enfurecía y mortificaba tanto como el enano de la reina, el cual, siendo de la más baja estatura que nunca se vio en aquel país -pues, en verdad, creo que no llegaba a los treinta pies-, se tornó insolente al ver una criatura tan por bajo de él, de modo que siempre hacía el baladrón y el buen mozo al pasar por mi lado en la antecámara cuando yo estaba de pie en alguna mesa hablando con los caballeros y las damas de la corte, y rara vez dejaba de soltar alguna palabra punzante a propósito de mi pequeñez, de lo cual sólo podía vengarme llamándole hermano, desafiándole a luchar y con las agudezas acostumbradas en labios de los pajes de corte. Un día, durante la comida, este cachorro maligno estaba tan amostazado por algo que le había dicho yo, que, subiéndose al palo de la silla de Su Majestad la reina, me cogió por mitad del cuerpo, conforme yo estaba sentado, totalmente desprevenido, y me echó dentro de un gran bol de plata lleno de crema, y luego escapó a todo correr. Caí de cabeza, y a no ser un buen nadador lo hubiera pasado muy mal, pues Glumdalclitch estaba en aquel momento al otro extremo de la habitación, y la reina se aterrorizó de modo que le faltó presencia de ánimo para auxiliarme. Pero mi pequeña niñera corrió en mi auxilio y me sacó cuando ya había tragado más de media azumbre de crema. Me llevaron a la cama, y se vio que, por mi fortuna, no había recibido otro daño que la pérdida de un traje, que quedó completamente inservible. El enano fue bravamente azotado y, como añadidura, obligado a beberse el bol de crema en que me había arrojado, y nunca más recobró su favor, pues poco después la reina lo regaló a una dama de mucha calidad. Así que no volví a verle, con gran satisfacción mía, pues no sé decir a qué extremo hubiese llevado su resentimiento este bribón endemoniado.

;; ; Ya antes me había jugado una mala pasada, que hizo reir a la reina, aunque al mismo tiempo se disgustó tan profundamente que estuvo a punto de despedirle, y sin duda lo hubiese hecho a no ser yo lo bastante generoso para interceder. Su Majestad la reina se había servido un hueso de tuétano, y cuando hubo sacado éste volvió a poner el hueso en la fuente derecho como antes estaba. El enano, acechando una oportunidad, mientras Glumdalclitch iba al aparador, se subió en la banqueta en que ella se ponía de pie para cuidar de mí durante las comidas, me levantó con las dos manos y, apretándome las piernas una contra otra, me las encajó dentro del hueso de tuétano, donde entré hasta más arriba de la cintura y quedé como hincado un rato, haciendo muy ridícula figura. Supongo que pasó cerca de un minuto primero que nadie supiese adónde había ido a parar, porque gritar entendí que hubiera sido rebajamiento. Pero como los príncipes casi nunca toman la comida caliente, no se me escaldaron las piernas, y sólo mis medias y mis calzones quedaron en poco limpia condición. El enano, gracias a mis súplicas, no sufrió otro castigo que unos buenos azotes.

;; ; La reina se reía frecuentemente de mí por causa de mi cobardía, y acostumbraba preguntarme si la gente de mi país era toda tan cobarde como yo. Uno de los motivos fue éste: el reino se infesta de mosquitos en verano, y estos odiosos insectos, cada uno del tamaño de una calandria de Dunstable, no me daban punto de reposo cuando estaba sentado a la mesa, con su continuo zumbido alrededor de mis orejas. A veces se me paraban en la comida; otras se me ponían en la nariz o en la frente, donde su picadura me llegaba a lo vivo, despidiendo malísimo olor, y me era fácil seguir el trazo de esa materia viscosa, que, según nos enseñan nuestros naturalistas, permite a estos animales andar por el techo con las patas hacia arriba. Pasaba yo gran trabajo para defenderme de estos bichos detestables y no podía dejar de estremecerme cuando se me venían a la cara. El enano había cogido la costumbre de cazar con la mano cierto número de estos insectos, como hacen nuestros colegiales, y soltármelos de repente debajo de la nariz, de propósito para asustarme y divertir a la reina. Mi remedio era destrozarlos con mi navaja conforme iban volando por el aire, ejercicio en que se admiraba mucho mi destreza.

;; ; Recuerdo que una mañana en que Glumdalclitch me había puesto dentro de mi caja en una ventana, como tenía costumbre de hacer los días buenos, para que me diese el aire -pues yo no me atrevía a consentir que colgaran la caja en un clavo por fuera de la ventana, al modo en que nosotros colgamos las jaulas en Inglaterra-, cuando había corrido una de mis vidrieras y sentádome a mi mesa para comer un pedazo de bollo como desayuno, más de veinte avispas, atraídas por el olor, entraron en mi cuarto volando con zumbido más fuerte que el que hicieran los roncones de otras tantas gaitas. Algunas me cogieron el bollo y se lo llevaron a pedazos; otras me revoloteaban alrededor de la cabeza y la cara, aturdiéndome con sus ruidos y poniendo en mi ánimo el mayor espanto con sus aguijones. Sin embargo, tuve valor para levantarme y sacar el alfanje y atacarlas en su vuelo. Despaché cuatro; las demás huyeron y yo cerré en seguida la ventana. Estos insectos eran grandes como perdices; les arranqué los aguijones, que hallé ser de pulgada y media de largo y agudos como agujas. Los conservé cuidadosamente, y después de haberlos enseñado con algunas otras curiosidades en diferentes partes de Europa, cuando volví a Inglaterra hice donación de tres al Colegio de Gresham y guardé el cuarto para mí.


Capítulo cuarto

Descripción del país. -Una proposición de que se corrijan los mapas modernos. -El palacio del rey y alguna referencia de la metrópoli. -Modo de viajar del autor. -Descripción del templo principal.

;; ; Quiero ofrecer al lector ahora una corta descripción de este país, en cuanto yo viajé por él, que no pasó de dos mil millas en contorno de Lorbrulgrud, la metrópoli; pues la reina, a cuyo servicio seguí siempre, nunca iba más lejos cuando acompañaba al rey en sus viajes, y allí permanecía hasta que Su Majestad volvía de visitar las fronteras. La total extensión de los dominios de este príncipe alcanzaba unas seis mil millas de longitud y de tres a cinco mil de anchura, por donde no tengo más remedio que deducir que nuestros geógrafos de Europa están en un gran error al suponer que sólo hay mar entre el Japón y California. Siempre fuí de opinión de que debía de haber un contrapeso de tierra que hiciese equilibrio con el gran continente de Tartaria; y ahora deben corregirse los mapas y cartas añadiendo esta vasta región de tierra a la parte noroeste de América, para lo cual yo estoy dispuesto a prestar mi ayuda.

;; ; El reino es una península limitada al Norte por una cadena de montañas de treinta millas de altura, que son por completo infranqueables a causa de los volcanes que hay en las cimas. No sabe el más culto qué clases de mortales viven del otro lado de aquellas montañas, ni si hay o no habitantes. Por los otros tres lados, la península confina con el mar. No hay un solo puerto en todo el litoral, y aquellas partes de las costas por donde vierten los ríos están de tal modo cubiertas de rocas puntiagudas, y el mar tan alborotado de ordinario, que aquellas gentes no pueden arriesgarse en el más pequeño de sus botes, y, así, viven imposibilitadas de todo comercio con el resto del mundo. Pero los grandes ríos están llenos de embarcaciones y abundan en pesca excelente. Rara vez pescan en el mar, porque los peces marinos tienen el mismo tamaño que en Europa, y, por lo tanto, no merecen para ellos la pena de cogerlos. Por donde resulta indudable que la Naturaleza ha limitado por completo la producción de plantas y animales de volumen tan extraordinario a este continente, por razones cuya determinación dejo a los filósofos. Sin embargo, alguna que otra vez cogen una ballena que aconteció estrellarse contra las rocas y que la gente ordinaria come con deleite. He visto algunas de estas ballenas tan grandes que apenas podía llevarlas a costillas un hombre, y a veces, como curiosidad, las transportan a Lorbrulgrud en cestos. He visto una en una fuente en la mesa del rey, que se tenía por excepcionalmente grande; pero a él no pareció gustarle mucho, sin duda porque le desagradaba su grandeza, aunque yo he visto una algo mayor en Groenlandia.

;; ; El país está bastante poblado, pues contiene cincuenta y una ciudades, cerca de cien poblaciones amuralladas y gran número de aldeas. Para satisfacer al lector curioso bastará con que describa Lorbrulgrud. Esta ciudad se asienta sobre dos extensiones casi iguales, una a cada lado del río que la atraviesa. Tiene más de ocho mil casas y unos seiscientos mil habitantes. Mide a lo largo tres glamglus -que viene a ser unas cincuenta y cuatro millas inglesas- y dos y media a lo ancho, según medí yo mismo sobre el mapa real hecho por orden del rey, y que, para mi servicio, fue extendido en el suelo, que cubría en un centenar de pies; anduve varias veces descalzo el diámetro y la circunferencia, y haciendo el debido cómputo por medio de la escala lo medí con bastante exactitud.

;; ; El palacio del rey no es un edificio regular, sino un conjunto de edificaciones que abarcan unas siete millas en redondo. Las habitaciones principales tienen, por regla general, doscientos cincuenta pies de alto, y anchura y longitud proporcionadas. Se nos asignó un coche a Glumdalclitch y a mí, en el cual su aya la sacaba frecuentemente a ver la población o recorrer los comercios, y yo siempre era de la partida, metido en mi caja, aunque la niña, a petición mía, me sacaba a menudo y me tenía en la mano, para que pudiese mirar mejor las casas y la gente cuando íbamos por las calles. Calculé que nuestro coche sería como una nave de Westminster Hall, pero algo menos alto, aunque no respondo de que el cálculo sea muy puntual. Un día, el aya mandó al cochero que se detuviese frente a varios comercios, donde los mendigos, que acechaban la oportunidad, se agolparon a los lados del coche y presentaron ante mí el espectáculo más horrible que se haya ofrecido a ojos europeos.

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