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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (75 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor —respondió fríamente Milady—, y porque queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.

—¡Mis carceleros! ¡Mis verdugos! Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la comedia de ayer se vuelve esta noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde debéis estar, y mi tarea habrá acabado.

—¡Tarea infame! ¡Tarea impía! —replicó Milady con la exaltación de la víctima que provoca a su juez.

—Palabra de honor que creo —dijo de Winter levantándose— que la bribona se vuelve loca. Vamos, vamos, calmaos, señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi vino español el que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es peligrosa y no tendrá consecuencias.

Y lord de Winter se retiró jurando, cosa que en aquella época era un hábito completamente caballeresco.

Felton estaba en efecto detrás de la puerta y no había perdido ni palabra de toda esta escena.

Milady había adivinado bien.

—¡Sí! ¡Vete, vete! —le dijo a su hermano—. Por el contrario, las consecuencias se acercan, pero tú no las verás, imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.

Se restableció el silencio, transcurrieron dos horas; trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su segundo marido, un puritano de los más austeros. Parecía en éxtasis y no pareció prestar atención siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton hizo señal de que no se la molestara, y cuando todo quedó preparado él salió sin ruido con los soldados.

Milady sabía que podía ser espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le pareció que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que parecía escuchar.

Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no bebió más que agua.

Una hora después vinieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no acompañaba a los soldados.

Temía, por tanto, verla con demasiada frecuencia.

Se volvió hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola sonrisa la habría denunciado.

Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:

Señor, si nos abandonas

es para ver si somos fuertes,

mas luego eres tú quien das

con tu celeste mano la palma a nuestros esfuerzos.

Estos versos no eran excelentes, les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos saben, los protestantes no se las daban de poetas.

Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había producido.

Entonces ella continuó su canto con un fervor y un sentimiento inexpresables; le pareció que los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a dulcificar el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celoso católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:

—¡Callaos, señora! Vuestra canción es triste como un
De profundis
[188]
, y si además de estar de guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.

—¡Silencio! —dijo una voz grave que Milady reconoció como la de Felton—. ¿A qué os mezcláis, gracioso? ¿Os ha ordenado alguien impedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado custodiarla, disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla; pero no alteréis en nada las órdenes.

Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la seducción que el demonio había puesto en ella:

Para tantos lloros y miseria,

para mi exilio y para mis cadenas,

tengo mi juventud, mi plegaria,

y Dios, que tendrá en cuenta los males que he sufrido.

Aquella voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda e inculta de estos salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados raramente encontraban en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos los recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres hebreos en el horno
[189]
:

Milady continuó:

Mas para nosotros llegará el día

de la liberación, Dios justo y fuerte;

y si nuestra esperanza es engañado

siempre nos queda el martirio y la muerte.

Esta estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de sembrar el desorden en el corazón del joven oficial; abrió bruscamente la puerta y Milady lo vio aparecer pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi extraviados.

—¿Por qué cantáis así —dijo— y con semejante voz?

—Perdón, señor —dijo Milady con dulzura—, olvidaba que mis cantos no son de recibo en esta casa. Sin duda os he ofendido en vuestras creencias; pero ha sido sin querer, os lo juro, perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es involuntaria.

Milady estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal expresión a su semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante sólo creía oír.

—Sí, sí —respondió—, sí: perturbáis, agitáis a las personas que viven en este castillo.

Y el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady hundía su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.

—Me callaré —dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzura que pudo dar a su voz, con toda la resignación que pudo imprimir a su porte.

—No, no, señora —dijo Felton—; sólo que cantad menos alto, sobre todo por la noche.

Y a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su severidad para con la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.

—Habéis hecho bien, teniente —dijo el soldado—; esos cantos perturban el alma; sin embargo, uno termina por acostumbrarse. ¡Es tan hermosa su voz!

Capítulo LIV
Tercera jornada de cautividad

F
elton había venido, pero todavía tenía que dar un paso. Había que retenerlo, o mejor, era preciso que se quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía conducirla a este resultado.

Se necesitaba más aún: había que hacerlo hablar, a fin de hablarle también. Porque Milady lo sabía de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la gama de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje celeste.

Y, sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba prevenido, y esto contra el menor azar. Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus palabras, hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración, que se podía interpretar como un suspiro. En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico a quien se acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de ocupar.

Respecto a lord de Winter su conducta era más fácil: también estaba decidida desde la víspera. Permanecer muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que hicieran contraste con su resignación, tal era su proyecto. Felton vería: quizá no dijera nada; pero vería.

Por la mañana Felton vino como de costumbre; pero Milady le dejó presidir todos los preparativos del desayuno sin dirigirle la palabra. Por eso, en el momento en que iba él a retirarse, ella tuvo un rayo de esperanza; porque creyó que era él quien iba a hablar; pero sus labios se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y salió.

Hacia mediodía, entró lord de Winter.

Hacía un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que ilumina pero no calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.

Milady miraba por la ventana, y fingió no oír la puerta que se abría.

—¡Vaya vaya! —dijo lord de Winter—. Tras haber hecho comedia, tras haber hecho tragedia, ahora hacemos melancolía.

La prisionera no respondió.

—Sí, sí —continuó lord de Winter—, comprendo; de buena gana quisierais estar en libertad en esa orilla; de buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde como la esmeralda; querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano, tenderme una de esas buenas emboscadas que tan bien sabéis combinar. ¡Paciencia, paciencia! Dentro de cuatro días os será permitida la orilla, os será abierto el mar, más abierto de lo que quisierais, porque dentro de cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.

Milady unió las manos, y alzando sus hermosos ojos al cielo:

—¡Señor, Señor! —dijo con una angélica suavidad de gesto y de entonación—. Perdonad a este hombre como yo lo perdono.

—Sí, reza, maldita —exclamó el barón—. Tu oración es tanto más generosa cuanto que, te lo juro, estás en poder de un hombre que no perdonará.

Y salió.

En el momento en que salía, una mirada penetrante se coló por la puerta entreabierta, y ella vislumbró a Felton que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por ella.

Entonces se arrojó de rodillas y se puso a rezar.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo—. Vos sabéis por qué santa causa sufro; dadme, pues, la fuerza de sufrir.

La puerta se abrió suavemente; la hermosa suplicante fingió no haber oído, y con una voz llena de lágrimas continuó:

—¡Dios vengador, Dios de bondad! ¿Dejaréis que se cumplan los horribles proyectos de este hombre?

Sólo entonces fingió ella oír el ruido de los pasos de Felton y, alzándose rápida como el pensamiento, se ruborizó como si tuviera vergüenza de haber sido sorprendida de rodillas.

—No me gusta molestar a los que rezan, señora —dijo gravemente Felton—; no os molestéis, pues, por mí, os lo suplico.

—¿Cómo sabéis que rezaba? Señor —dijo Milady, con una voz ahogada por los sollozos—, os equivocáis; señor, yo no rezaba.

—¿Pensáis acaso, señora —respondió Felton con su misma voz grave, aunque con un acento más dulce— que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador? ¡No lo permita Dios! Por otra parte, el arrepentimiento sienta bien a los culpables; sea el que fuere el crimen que haya cometido, un culpable a los pies de Dios me parece sagrado.

—¡Culpable yo! —dijo Milady con una sonrisa que habría desarmado al ángel del juicio final—. ¡Culpable! ¡Dios mío, tú sabes bien si lo soy! Si decís que estoy condenada, señor, sea en buena hora; pero ya lo sabéis Dios, que ama a los mártires, permite que, a veces, se condene a los inocentes.

—Si estuvierais condenada, si fuerais mártir —respondió Felton—, razón de más para rezar, y yo mismo os ayudaría con mis plegarias.

—¡Oh! Vos sois justo —exclamó Milady, precipitándose a sus pies—; mirad, no puedo resistir por más tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la lucha y confesar mi fe; escuchad, pues, la súplica de una mujer desesperada. Os engañan, señor, pero no se trata de esto, no os pido más que una gracia, y si me la concedéis, os bendeciré en este mundo y en el otro.

—Hablad con el señor, señora —dijo Felton—; afortunadamente no estoy encargado ni de perdonar ni de castigar; y es alguien más alto que yo a quien Dios ha confiado esa responsabilidad.

—A vos, no, sólo a vos. Escuchadme, antes de contribuir a mi perdición, antes de contribuir a mi ignominia.

—Si habéis merecido esa vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay que sufrirla ofreciéndola a Dios.

—¡Qué decís! ¡Oh, no me comprendéis! Cuando yo hablo de ignominia, creéis que hablo de un castigo cualquiera, de la prisión o de la muerte. ¡Ojalá plazca al cielo! ¿Qué me importan a mí la muerte o la prisión?

—Soy yo quien ahora no os comprende, señora.

—O quien finge no comprenderme, señor —respondió la prisionera con una sonrisa de duda.

—¡No, señora, por el honor de un soldado, por la fe de un cristiano!

—¡Cómo! ¿Ignoráis los designios de lord de Winter sobre mí?

—Los ignoro.

—Imposible, sois su confidente.

—Yo no miento nunca, señora.

—¡Oh! Se esconde demasiado poco para que no se le adivine.

—Yo no trato de adivinar nada, señora; yo espero que se confíe a mí; y aparte de lo que ante vos me ha dicho, lord de Winter nada me ha confiado.

—Mas —exclamó Milady con un increíble acento de verdad—, ¿no sois, pues, su cómplice, no sabéis, pues, que él me destina a una vergüenza que todos los castigos de la tierra no podrían igualar en horror?

—Os equivocáis, señora —dijo Felton enrojecido—; lord de Winter no es capaz de semejante crimen.

«Bueno —dijo Milady para sus adentros—, ¡sin saber lo que es, lo llama crimen!».

Y luego, en voz alta:

—El amigo del infame es capaz de todo.

—¿A quién llamáis infame? —preguntó Felton.

—¿Hay en Inglaterra dos hombres a quien un nombre semejante pueda convenir?

—¿Os referís a Georges Villiers? —dijo Felton, cuyas miradas se inflamaron.

—A quien los paganos, los gentiles y los infieles llaman duque de Buckingham —prosiguió Milady—. ¡No habría creído que hubiera un inglés en toda Inglaterra que necesitara una explicación tan larga para reconocer a aquel al que me refería!

—La mano del Señor está extendida sobre él —dijo Felton—, no escapará al castigo que merece.

Felton no hacía sino expresar respecto al duque el sentimiento de execración que todos los ingleses habían consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el concusionario, el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente Satán.

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