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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (73 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—¡Vamos, vamos! —dijo—. Sois jóvenes valientes, orgullosos a plena luz, fieles en la oscuridad; no hay mal alguno en vigilar sobre uno mismo cuando se vigila tan bien sobre los demás; señores, no he olvidado la noche en que me servisteis de escolta para ir al Colombier-Rouge; si hubiera algún peligro que temer en la ruta que voy a seguir os rogaría que me acompañaseis; pero como no lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta. Adiós, señores.

Y volviendo a montar en su caballo, que Cahusac le había traído, los saludó con la mano y se alejó.

Los cuatro jóvenes, de pie e inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra hasta que hubo desaparecido.

Luego se miraron.

Todos tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia comprendían que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.

Sólo Athos sonreía con sonrisa potente y desdeñosa. Cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la voz y de la vista:

—¡Ese Grimaud ha gritado muy tarde! —dijo Porthos, que tenía muchas ganas de hacer caer su mal humor sobre alguien.

Grimaud iba a responder para excusarse. Athos alzó el dedo y Grimaud se calló.

—¿Habrías entregado la carta, Aramis? —dijo D’Artagnan.

—Estaba totalmente resuelto —dijo Aramis con su voz más aflautada—: si hubiera exigido que le fuera entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la otra le habría pasado mi espada a través del cuerpo.

—Eso me esperaba —dijo Athos—; por eso me he lanzado entre vos y él. En verdad, ese hombre es muy imprudente al hablar así a otros hombres; se diría que no se las ha visto más que con mujeres y niños.

—Mi querido Athos —dijo D’Artagnan—, os admiro, pero después de todo estábamos en culpa.

—¿Cómo en culpa? —prosiguió Athos—. ¿De quién es este aire que respiramos? ¿De quién este océano sobre el que se extiende nuestras miradas? ¿De quién esta arena sobre la que estamos tumbados? ¿De quién esta carta de vuestra amante? ¿Son del cardenal? A fe mía que ese hombre se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí, balbuceante, estupefacto, aniquilado; se hubiera dicho que la Bastilla se alzaba ante vos y que la gigantesca Medusa
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os convertía en piedra. Veamos, ¿es que acaso es conspirar estar enamorado? Vos estáis enamorado de una mujer a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del cardenal; es una partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta es vuestro juego; ¿por qué ibais a mostrar vuestro juego a vuestro adversario? Eso no se hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora. Nosotros adivinamos el suyo de sobra.

—De hecho —dijo D’Artagnan—, lo que vos decís, Athos, está lleno de sentido.

—En tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta de su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.

Aramis sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se reunieron de nuevo junto a la damajuana.

—No habíais leído más que una o dos líneas —dijo D’Artagnan—; empezad, pues, la carta desde el principio.

—Encantado —dijo Aramis.

Querido primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho entrar a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas; esa pobre muchacha está resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en peligro la salvación de su alma. Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá junto a aquellos a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en ella. Mientras tanto, no es demasiado desdichada: todo cuanto desea es una carta de su pretendiente. Sé de sobra que esa clase de géneros pasa difícilmente por entre las verjas; mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión. Mi hermana os agradece vuestro recuerdo fiel y eterno. Ha sentido por un instante una gran inquietud; mas, finalmente, se ha tranquilizado algo ahora, tras haber enviado a su agente allá a fin de que nada imprevisto ocurra.

Adiós, mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es decir, cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad. Recibid un abrazo.

M
ARIE
M
ICHON
.

—¡Cuánto os debo, Aramis! —exclamó D’Artagnan—. ¡Querida Constance! ¡Por fin tengo nuevas suyas! ¡Vive, está a buen seguro en un convento, está en Stenay! ¿Dónde pensáis que está Stenay, Athos?

—A algunas leguas de las fronteras; una vez levantado el asedio, podremos ir a dar una vuelta por ese lado.

—Y esperemos que no sea muy tarde —dijo Porthos—; esta mañana han colgado a un espía que ha declarado que los rochelleses estaban con los cueros de sus zapatos. Suponiendo que tras haber comido el cuero se coman la suela, no sé qué les quedará para después, a menos que se coman unos a otros.

—¡Pobres imbéciles! —dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin
tener en
aquella época la reputación que tiene hoy, no por eso la merecía menos—. ¡Pobres imbéciles! ¡Como si la religión católica no fuera la más ventajosa y agradable de las religiones! Da igual —prosiguió tras haber hecho chascar su lengua contra el paladar—, son gentes valientes. Mas ¿qué diablos hacéis, Aramis? —continuó Athos—. ¿Guardáis esa carta en vuestro bolsillo?

—Sí —dijo D’Artagnan—, Athos tiene razón, hay que quemarla.

Quién sabe si el señor cardenal no tiene un secreto para interrogar a las cenizas…

—Debe tener uno —dijo Athos.

—Pero ¿qué queréis hacer con esa carta? —preguntó Porthos.

—Venid aquí, Grimaud —dijo Athos.

Grimaud se levantó y obedeció.

—Para castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel; luego, para recompensar el servicio que nos habéis hecho, beberéis este vaso de vino; aquí tenéis la carta primero, masticad con energía.

Grimaud sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el borde, trituró el papel y lo tragó.

—¡Bravo, maese Grimaud! —dijo Athos—. Y ahora tomad esto; bien, os dispenso de dar las gracias.

Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser mudo era menos expresivo.

—Y ahora —dijo Athos—, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el vientre de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.

Durante este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancólico murmurando entre sus mostachos.

—¡Decididamente es preciso que estos cuatro hombres sean míos!

Capítulo LII
Primera jornada de cautividad

V
olvamos a Milady, a la que una mirada lanzada sobre las costas de Francia nos ha hecho perder la vista un instante.

La volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo hemos dejado, ahondando un abismo de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la esperanza; porque por primera vez duda, porque por vez primera siente miedo.

En dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y traicionada, y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor para combatirla contra lo que ha fracasado: D’Artagnan la ha vencido a ella, esa invencible potencia del mal.

Él la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fracasar en su ambición, y ahora la pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida. Es más, ha alzado una punta de su máscara, esa égida con que ella se cubre y que la vuelve tan fuerte.

D’Artagnan ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la tempestad con que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina. D’Artagnan se ha hecho pasar por de Wardes, hacia quien ella sentía una de esas fantasías de tigresa, indomables como las tienen las mujeres de ese carácter. D’Artagnan conocía ese terrible secreto que ella juró que nadie conocería sin morir. Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en blanco con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada de las manos, y es D’Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo Botany-Bay
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, a algún Tyburn infame del océano Indico.

Porque indudablemente todo esto le viene de D’Artagnan; ¿de quién procederían tantas vergüenzas amontonadas sobre su cabeza si no es de él? Sólo él ha podido transmitir a lord de Winter todos esos horrendos secretos, que él ha descubierto uno tras otro por una especie de fatalidad. Conoce a su cuñado, le habrá escrito.

¡Cuánto odio destila! Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los destellos de sus rugidos sordos, que a veces escapan con su respiración del fondo de su pecho, acompañan perfectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse, como una desesperación eterna e impotente, contra las rocas sobre las cuales está construido ese castillo sombrío y orgulloso! ¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera tormentosa hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, sobre todo, contra D’Artagnan, magníficos proyectos de venganza, perdidos en las lejanías del futuro!

Sí, pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que horadar un muro, desempotrar los barrotes, agujerear el suelo; empresas todas estas que puede llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las irritaciones febriles de una mujer. Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses, años, y ella…, ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible carcelero.

Y, sin embargo, si fuera hombre intentaría todo esto, y quizá triunfaría. ¿Por qué, pues, el cielo se ha equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y delicado?

Por eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia que no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza. Pero poco a poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos nerviosos que han agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está replegada sobre sí misma como una serpiente fatigada que reposa.

—Vamos, vamos; estaba loca al dejarme llevar así —dice hundiendo en el espejo, que refleja en sus ojos su mirada brillante
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, por la que parece interrogarse a sí misma—. Nada de violencia, la violencia es una prueba de debilidad. En primer lugar, nunca he triunfado por ese medio; quizá si usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontrarlas más débiles aún que yo, y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no soy para ellos más que una mujer. Luchemos como mujer, mi fuerza está en mi debilidad.

Entonces, como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su fisonomía tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la cólera que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa. Luego sus cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las ondulaciones que creyó que podían ayudar a los encantos de su rostro. Finalmente, satisfecha de sí misma, murmuró:

—Vamos, nada está perdido. Sigo siendo hermosa.

Eran, aproximadamente, las ocho de la noche; Milady vio una cama; pensó que un descanso de algunas horas refrescaría no sólo su cabeza y sus ideas, sino también su tez. Sin embargo, antes de acostarse, le vino una idea mejor. Había oído hablar de cena. Estaba ya desde hacía una hora en aquella habitación, no podían tardar en traerle su comida. La prisionera no quiso perder tiempo, y resolvió hacer, desde aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el terreno estudiando el carácter de las personas a las que su custodia estaba confiada.

Una luz apareció por debajo de la puerta; aquella luz anunciaba el regreso de sus carceleros. Milady, que se había levantado, se lanzó vivamente sobre su sillón, la cabeza echada hacia atrás, sus hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo sus encajes chafados, una mano sobre el corazón y la otra colgando.

Descorrieron los cerrojos, la puerta chirrió sobre sus goznes, y en la habitación resonaron unos pasos que se aproximaron.

—Poned ahí esa mesa —dijo una voz que la prisionera reconoció como la de Felton.

La orden fue ejecutada.

—Traeréis antorchas y haréis el relevo del centinela —continuó Felton.

Esta doble orden que dio a los mismos individuos el joven teniente probó a Milady que sus servidores eran los mismos hombres que sus guardianes, es decir soldados.

Las órdenes de Felton eran ejecutadas por los demás con una silenciosa rapidez que daba buena idea del floreciente estado en que mantenía la disciplina.

Finalmente, Felton, que aún no había mirado a Milady, se volvió hacia ella.

—¡Ah, ah! —dijo—. Duerme, está bien; cuando se despierte cenará.

Y dio algunos pasos para salir.

—Pero, mi teniente —dijo un soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado a Milady—, esta mujer no duerme.

—¿Cómo que no duerme? —dijo Felton—. ¿Entonces, qué hace?

—Está desvanecida; su rostro está muy pálido, y por más que escucho no oigo su respiración.

—Tenéis razón —dijo Felton tras haber mirado a Milady desde el lugar en que se encontraba, sin dar un paso hacia ella—; id a avisar a lord de Winter que su prisionera está desvanecida porque no sé qué hacer: el caso no estaba previsto.

El soldado salió para cumplir las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un sillón que por azar se encontraba junto a la puerta y esperó sin decir una palabra, sin hacer un gesto. Milady poseía ese gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a través de sus largas pestañas sin dar la impresión de abrir los párpados: vislumbró a Felton que le daba la espalda, continuó mirándolo durante diez minutos aproximadamente, y durante esos diez minutos el impasible guardián no se volvió ni una sola vez.

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