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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (54 page)

«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente, hipócrita y peligrosa mujer —pensaba D’Artagnan por su parte—, y luego me reiré de ti con aquel a quien quieres matar por mi mano».

D’Artagnan alzó la cabeza.

—Estoy dispuesto —dijo.

—¿Me habéis, pues, comprendido, querido señor D’Artagnan? —dijo Milady.

—Adivinaré una de vuestras miradas.

—¿O sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido ya?

—Ahora mismo.

—Pero y yo —dijo Milady—, ¿cómo pagaré semejante servicio? Conozco a los enamorados, son personas que no hacen nada por nada.

—Vos sabéis la única respuesta que yo deseo —dijo D’Artagnan—, la única que sea digna de vos y de mí.

Y la atrajo dulcemente hacia él.

Ella resistió apenas.

—¡Interesado! —dijo ella sonriendo.

—¡Ah! —exclamó D’Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el don de encender en su corazón—. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras haber tenido siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla realidad.

—Pues bien, mereced esa pretendida dicha.

—Estoy a vuestras órdenes —dijo D’Artagnan.

—¿Seguro? —preguntó Milady con una última duda.

—Nombradme al infame que ha podido hacer llorar vuestros hermosos ojos.

—¿Quién os dice que he llorado? —dijo ella.

—Me parecía…

—Las mujeres como yo no lloran —dijo Milady.

—¡Tanto mejor! Veamos, decidme cómo se llama.

—Pensad que su nombre es todo mi secreto.

—Sin embargo, es necesario que yo sepa su nombre.

—Sí, es necesario. ¡Ya veis la confianza que tengo en vos!

—Me colmáis de alegría. ¿Cómo se llama?

—Vos lo conocéis.

—¿De verdad?

—¿No será uno de mis amigos? —prosiguió D’Artagnan jugando a la duda para hacer creer en su ignorancia.

—Y si fuera uno de vuestros amigos, ¿dudaríais? —exclamó Milady. Y un destello de amenaza pasó por sus ojos.

—¡No, aunque fuese mi hermano! —exclamó D’Artagnan como arrebatado por el entusiasmo.

Nuestro gascón se adelantaba sin peligro porque sabía adónde iba.

—Amo vuestra adhesión —dijo Milady.

—¡Ay! ¿Sólo eso amáis en mí? —preguntó D’Artagnan.

—Os amo también a vos —dijo ella cogiéndole la mano.

Y la ardiente presión hizo temblar a D’Artagnan como si por el tacto aquella fiebre que quemaba a Milady lo ganase a él.

—¡Vos me amáis! —exclamó—. ¡Oh, si así fuera, sería para volverse loco!

Y la envolvió en sus dos brazos. Ella no trató de apartar sus labios de su beso, sólo que no lo devolvió.

Sus labios estaban fríos: a D’Artagnan le pareció que acababa de besar a una estatua.

No por ello estaba menos ebrio de alegría, electrizado de amor; creía casi en la ternura de Milady; creía casi en el crimen de De Wardes. Si de Wardes hubiera estado en ese momento al alcance de su mano, lo habría matado.

Milady aprovechó la ocasión.

—Se llama… —dijo ella a su vez.

—De Wardes, lo sé —exclamó D’Artagnan.

—¿Y cómo lo sabéis? —preguntó Milady cogiéndole las dos manos y tratando de llegar por sus ojos hasta el fondo de su alma.

D’Artagnan sintió que se había dejado llevar y que había cometido una falta.

—Decid, decid, pero decid —repetía Milady—, ¿cómo lo sabéis?

—¿Cómo lo sé? —dijo D’Artagnan.

—Sí.

—Lo sé porque ayer de Wardes, en un salón en el que yo estaba, ha mostrado un anillo que decía tener de vos.

—¡Miserable! —exclamó Milady.

El epíteto, como se supondrá, resonó hasta en el fondo del corazón de D’Artagnan.

—¿Y bien? —continuó ella.

—Pues bien, os vengaré de ese miserable —replicó D’Artagnan dándose aires de don Japhet de Armenia
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.

—Gracias, mi bravo amigo —exclamó Milady—. ¿Y cuándo seré vengada?

—Mañana, ahora mismo, cuando vos queráis.

Milady iba a exclamar: «Ahora mismo»; pero pensó que semejante precipitación sería poco graciosa para D’Artagnan.

Por otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su defensor, para que evitara explicaciones ante testigos con el conde. Todo esto estaba previsto por una frase de D’Artagnan.

—Mañana —dijo— seréis vengada o yo estaré muerto.

—¡No! —dijo ella—. Me vengaréis, pero no moriréis. Es un cobarde.

—Con las mujeres puede ser, pero no con los hombres. Sé algo sobre eso.

—Pero me parece que en vuestra pelea con él no habéis tenido que quejaros de la fortuna.

—La fortuna es una cortesana: favorable ayer, puede traicionarme mañana.

—Lo cual quiere decir que ahora dudáis.

—No, no dudo, Dios me libre; pero ¿sería justo dejarme ir a una muerte posible sin haberme dado al menos algo más que esperanza?

Milady respondió con una ojeada que quería decir:

«¿Sólo es eso? Marchaos, pues».

Luego, acompañando la mirada de palabras explicativas:

—Es demasiado justo —dijo con ternura.

—¡Oh, sois un ángel! —dijo el joven.

—¿O sea que todo convenido? —dijo ella.

—Salvo lo que os pido, querida mía.

—Pero ¿cuando os digo que podéis confiar en mi ternura?

—No tengo el día de mañana para esperar.

—Silencio; oigo a mi hermano, es inútil que os encuentre aquí Llamó. Apareció Ketty.

—Salid por esa puerta —dijo ella empujándolo hacia una puertecilla oculta—, y volved a las once; acabaremos esta entrevista. Ketty os introducirá en mi cuarto.

La pobre niña pensó caerse hacia atrás al oír estas palabras.

—Y bien, ¿qué hacéis, señorita, permaneciendo ahí inmóvil como una estatua? Vamos, llevad al caballero; y esta noche, a las once, habéis oído.

—Parece que sus citas son siempre a las once —pensó D’Artagnan—; es un hábito adquirido.

Milady le tendió una mano que él beso tiernamente.

—Veamos —dijo al retirarse y respondiendo apenas a los reproches de Ketty—, veamos, no hagamos el imbécil; decididamente es una mujer es una gran malvada; tengamos cuidado.

Capítulo XXXVII
El secreto de Milady

D’
Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamente a la habitación de Ketty, pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas; la segunda, porque no le importaba leer un poco en su pensamiento y, si era posible, en el de aquella mujer.

Todo cuanto él tenía de más claro dentro es que D’Artagnan amaba a Milady como un loco y que ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D’Artagnan comprendió que lo mejor que podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría que él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por consiguiente no podía comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes. Pero también estaba espoleado por un feroz deseo de venganza; quería poseer a su vez a aquella mujer bajo su propio nombre; y como esta venganza le parecía tener cierta dulzura no quería renunciar a ella.

Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para mirar la luz del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías; era evidente que en esta ocasión la joven estaba menos urgida que la primera de volver a su cuarto.

Por fin la luz desapareció.

Con aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D’Artagnan; recordó los detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete y se precipitó en el cuarto de Ketty.

La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a su amante; pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que había hecho D’Artagnan: abrió la puerta.

—Venid —dijo.

Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si D’Artagnan podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna de esas intrigas fantásticas como las que se realizan en el sueño.

No por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atracción que el imán ejerce sobre el hierro.

La puerta se cerró tras ellos.

Ketty se abalanzó a su vez contra la puerta.

Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de una mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero estaba perdida si confesaba haberse prestado a semejante maquinación; y por encima de todo, D’Artagnan estaba perdido para ella. Este último pensamiento de amor le aconsejó aún este último sacrificio.

D’Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar. Una voz secreta le decía muy en el fondo del corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban aquel murmullo. Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a él, por sí mismo.

Se abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para él aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía experimentar. Dos horas poco más o menos transcurrieron así.

Sin embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Milady, que no tenía los mismos motivos que D’Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas de antemano en su mente.

Pero D’Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como un imbécil y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.

Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas preguntas se volvieron más agobiantes.

Entonces D’Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.

Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu irresistible y su voluntad de hierro.

D’Artagnan se creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renunciar, perdonando a de Wardes, a los proyectos furiosos que ella había formado.

Pero a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se alejó.

—¿Tenéis acaso miedo, querido D’Artagnan? —dijo ella con una voz aguda y burlona que resonó extrañamente en la oscuridad.

—¡Ni lo penséis, querida! —respondió D’Artagnan—. ¿Y si, en última instancia, ese pobre conde de Wardes fuera menos culpable de lo que pensáis?

—En cualquier caso —dijo gravemente Milady—, me ha engañado, y desde el momento en que me ha engañado, ha merecido la muerte.

—¡Morirá, pues, puesto que lo condenáis! —dijo D’Artagnan en un tono tan firme que a Milady le pareció expresión de una adhesión a toda prueba.

Al punto ella se acercó a él.

No podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D’Artagnan creía estar a su lado hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de las celosías y pronto invadió la habitación de claridad macilenta.

Entonces Milady, viendo que D’Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había hecho de vengarla de De Wardes.

—Estoy completamente dispuesto —dijo D’Artagnan—, pero antes quisiera estar seguro de una cosa.

—¿De cuál? —preguntó Milady.

—De que me amáis.

—Me parece que os de dado la prueba.

—Sí, también soy yo en cuerpo y alma vuestro.

—¡Gracias, mi valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me probaréis el vuestro, ¿verdad?

—Desde luego. Pero si me amáis como decís —replicó D’Artagnan—, ¿no teméis por mí?

—¿Qué puedo temer?

—Pues que sea herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.

—Imposible —dijo Milady—, sois un hombre muy valiente y una espada muy fina.

—¿No preferiríais, pues —replicó D’Artagnan—, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el combate?

Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.

—Realmente —dijo—, creo que ahora dudáis.

—No, no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.

—¿Quién os dice que yo lo haya amado? —preguntó Milady.

—Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro —dijo el joven en un tono cariñoso—, y os lo repito, me intereso por el conde.

—¿Vos? —preguntó Milady.

—Sí, yo.

—¿Y por qué vos?

—Porque sólo yo sé…

—¿Qué?

—Que está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos como parece.

—¿De veras? —dijo Milady con aire inquieto—. Explicaos, porque realmente no sé qué queréis decir.

Y miraba a D’Artagnan que la tenía abrazada con ojos que parecían inflamarse poco a poco.

—¡Sí, yo soy un hombre galante! —dijo D’Artagnan, decidido a terminar—. Y desde que vuestro amor es mío desde que estoy seguro de poseerlo, porque lo poseo, ¿no es cierto?

—Por entero, continuad.

—Pues bien me siento como transportado, me pesa una confesión.

—¿Una confesión?

—Si hubiera dudado de vuestro amor no lo habría hecho; pero ¿me amáis, mi bella amante? ¿No es cierto que me amáis?

—Sin duda.

—Entonces, si por exceso de amor me he hecho culpable respecto a vos, ¿me perdonaréis?

—¡Quizá!

D’Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios de Milady, mas ella lo apartó.

—Esa confesión —dijo palideciendo—, ¿cuál es?

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