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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (53 page)

—Vuestra Milady —le dijo— me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de equivocaros al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo encima.

Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había ocupado en el dedo de D’Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.

—¿Veis este anillo? —dijo el gascón glorioso por exponer a las miradas de sus amigos un presente tan rico.

—Sí —dijo Athos—, me recuerda una joya de familia.

—Es hermoso, ¿no es cierto? —dijo D’Artagnan.

—¡Magnífico! —respondió Athos—. No creía que existieran dos zafiros de unas aguas tan bellas. ¿Lo habéis cambiado por vuestro diamante?

—No —dijo D’Artagnan—: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa, porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.

—¿Este anillo os viene de Milady? —exclamó Athos con una voz en la que era fácil distinguir una gran emoción.

—De ella misma; me lo ha dado esta noche.

—Enseñadme ese anillo —dijo Athos.

—Aquí está —respondió D’Artagnan sacándolo de su dedo.

Athos lo examinó y palideció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a aquel dedo como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la frente ordinariamente tranquila del gentilhombre.

—Es imposible que sea el mismo —dijo—. ¿Cómo iba a encontrarse este anillo en las manos de Milady Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos joyas un parecido semejante.

—¿Conocéis este anillo? —preguntó D’Artagnan.

—Había creído reconocerlo —dijo Athos—, pero sin duda me equivocaba.

Y lo devolvió a D’Artagnan sin cesar, sin embargo, de mirarlo.

—Mirad —dijo al cabo de un instante—, D’Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el engaste para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para hablar con vos. ¿No venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en apuros sobre lo que debíais hacer?… Esperad… Dejadme ese zafiro: ese al que yo me refiero debe tener una de sus caras rozada a consecuencia de un accidente.

D’Artagnan sacó de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a Athos.

Athos se estremeció.

—Mirad —dijo—, ved, ¿no es extraño?

Y mostraba a D’Artagnan aquel rasguño que recordaba debía existir.

—Pero ¿de quién os venía este zafiro, Athos?

—De mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya… que jamás debió salir de la familia,.

—Y vos, ¿lo… vendisteis? —preguntó dudando D’Artagnan.

—No —contestó Athos con una sonrisa singular—; lo di durante una noche de amor, como os lo han dado a vos.

D’Artagnan permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el alma de Milady abismos cuyas profundidades eran sombrías y desconocidas.

Metió el anillo no en su dedo sino en su bolsillo.

—Oíd —le dijo Athos cogiéndole la mano—, ya sabéis cuánto os amo, D’Artagnan; si tuviera un hijo no lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a esa mujer. No la conozco, pero una especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo de fatal en ella.

—Y tenéis razón —dijo D’Artagnan—. También yo me aparto de ella; os confieso que esa mujer me asusta a mí incluso.

—¿Tendréis ese valor? —dijo Athos.

—Lo tendré —respondió D’Artagnan—, y desde ahora mismo.

—Pues bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón —dijo el gentilhombre apretando la mano del gascón con un cariño casi paterno—; ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha entrado en vuestra vida, no deje en ella una huella funesta.

Y Athos saludó a D’Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer comprender que no le molesta quedarse a solas con sus pensamientos.

Al volver a su casa, D’Artagnan encontró a Ketty que lo esperaba. Un mes de fiebre no habría cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de dolor.

Era enviada por su ama al falso de Wardes. Su ama estaba loca de amor, ebria de alegría; quería saber cuándo le daría el conde una segunda entrevista.

Y la pobre Ketty, pálida y temblorosa, esperaba la respuesta de D’Artagnan.

Athos tenía un gran influjo sobre el joven; los consejos de su amigo unidos a los gritos de su propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza satisfecha, a no volver a ver a Milady. Por toda respuesta tomó una pluma y escribió la carta siguiente:

No contéis conmigo, señora, para la próxima cita; desde mi convalecencia tengo tantas ocupaciones de ese género que he tenido que poner cierto orden. Cuando llegue vuestra vez, tendré el honor de participároslo.

Os beso las manos.

C
ONDE DE
W
ARDES
.

Del zafiro ni una palabra: ¿quería el gascón guardar un arma contra Milady? O bien, seamos francos, ¿no conservaba aquel zafiro como último recurso para el equipo?

Nos equivocaríamos por lo demás si juzgáramos las acciones de una época desde el punto de vista de otra época. Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante era en ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores familias se hacían mantener por regla general por sus amantes.

D’Artagnan pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a punto de enloquecer de alegría al releerla por segunda vez.

Ketty no podía creer en tal felicidad. D’Artagnan se vio obligado a renovarle de viva voz las seguridades que la carta le daba por escrito; y cualquiera que fuese, dado el carácter arrebatado de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama, no dejó de volver a la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.

El corazón de la mejor mujer es despiadado para los dolores de una rival.

Milady abrió la carta con una prisa igual a la que Ketty había puesto en traerla; pero a la primera palabra que leyó, se puso lívida; luego arrugó el papel; luego se volvió con un centelleo en los ojos hacia Ketty.

—¿Qué significa esta carta? —dijo.

—Es la respuesta a la de la señora —respondió Ketty toda temblorosa.

—¡Imposible! —exclamó Milady—. Imposible que un gentilhombre haya escrito a una mujer semejante carta.

Luego, de pronto, temblando:

—¡Dios mío! —dijo ella—. Sabrá… —y se detuvo.

Sus dientes rechinaban, estaba color ceniza; quiso dar un paso hacia la ventana para ir en busca de aire, pero no pudo más que tender los brazos, le fallaron las piernas y cayó sobre un sillón.

Ketty creyó que se mareaba y se precipitó para abrir su corsé. Pero Milady se levantó con presteza.

—¿Qué queréis? —dijo—. ¿Y por qué me ponéis las manos encima?

—He pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla —respondió la sirvienta, completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su ama.

—¿Marearme yo? ¿Yo? ¿Yo? ¿Me tomáis por una mujerzuela? Cuando se me insulta no me mareo, me vengo, ¿entendéis?

Y con la mano hizo a Ketty señal de que saliese.

Capítulo XXXVI
Sueño de venganza

P
or la noche, Milady ordenó introducir al señor D’Artagnan tan pronto como viniese, según su costumbre. Pero no vino.

Al día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había pasado la víspera; D’Artagnan sonrió; aquella celosa cólera de Milady era su venganza.

Por la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden relativa al gascón, mas, como la víspera, lo esperó en vano.

Al día siguiente Ketty se presentó en casa de D’Artagnan, no alegre y viva como los dos días anteriores, sino por el contrario triste hasta morir.

D’Artagnan preguntó a la pobre niña lo que tenía; mas por toda respuesta ella sacó una carta de su bolso y se la entregó.

Aquella carta era de la escritura de Milady, sólo que esta vez estaba dirigida a D’Artagnan y no al señor de Wardes.

La abrió y leyó lo que sigue:

Querido señor D’Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento en que se los va a dejar por tanto tiempo. Mi cuñado y yo os hemos esperado ayer y anteayer inútilmente. ¿Pasará lo mismo esta tarde?

Vuestra muy agradecida,

L
ADY
C
LARICK
.

—Es muy sencillo —dijo D’Artagnan—, y esperaba esta carta. Mi crédito está en alza por la baja del conde de Wardes.

—¿Es que iréis? —preguntó Ketty.

—Escucha, querida niña —dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de faltar a la promesa que le había hecho a Athos—, comprende que sería descortés no responder a una invitación tan positiva. Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la interrupción de mis visitas, podría sospechar algo, y ¿quién puede decir hasta dónde iría la venganza de una mujer de ese temple?

—¡Dios mío! —dijo Ketty—. Sabéis presentar las cosas de forma que siempre tenéis razón. Pero vais a seguir haciéndole la torta, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro verdadero nombre y vuestro verdadero rostro, será mucho peor que la primera vez.

El instinto hacía adivinar a la pobre niña una parte de lo que iba a pasar.

D’Artagnan la tranquilizó lo mejor que pudo y le prometió permanecer insensible a las sediciones de Milady.

Le hizo responder que era imposible estar más agradecido a sus bondades y que se ponía a sus órdenes; pero no se atrevió a escribirle por miedo a no poder disimular suficientemente su escritura a unos ojos tan ejercitados como los de Milady.

Al sonar las nueve, D’Artagnan estaba en la Place Royale. Era evidente que los criados que esperaban en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto como D’Artagnan apareció, antes incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corrió a anunciarlo.

—Hacedle entrar —dijo Milady con voz seca, pero tan penetrante que D’Artagnan la oyó desde la antecámara.

Fue introducido.

—No estoy para nadie —dijo Milady—. ¿Entendéis? Para nadie.

El lacayo salió.

D’Artagnan lanzó una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálida y tenía los ojos fatigados, bien por las lágrimas, bien por el insomnio. Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado desde hacía dos días.

D’Artagnan se acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo supremo para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más amable.

A las preguntas que D’Artagnan le hizo sobre su salud:

—Mala —respondió ella— muy mala.

—Pero entonces —dijo D’Artagnan—, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a retirarme.

—No —dijo Milady—; al contrario, quedaos, señor D’Artagnan vuestra amable compañía me distraerá.

«¡Oh, oh! —pensó D’Artagnan—. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos».

Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su conversación. Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios. D’Artagnan volvió a encontrar a la Circe
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que ya le había envuelto en sus encantos. Su amor, que él creía apagado y que sólo estaba adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D’Artagnan sentía que se condenaría por aquella sonrisa.

Hubo un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho contra ella.

Poco a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D’Artagnan si tenía un amante.

—¡Ay! —dijo D’Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar—. ¿Sois tan cruel para hacerme una pregunta semejante a mí, que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que por vos y para vos?

Milady sonrió con una sonrisa extraña.

—¿O sea que me amáis? —dijo ella.

—¿Necesito decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?

—Claro, pero ya lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de coger.

—¡Oh, las dificultades no me asustan! —dijo D’Artagnan—. Sólo las cosas imposibles me espantan.

—Nada es imposible —dijo Milady— para un amor verdadero.

—¿Nada, señora?

—Nada —contestó Milady.

«¡Diablo! —prosiguió D’Artagnan para sus adentros—. La nota ha cambiado. ¿Se habrá enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?».

D’Artagnan acercó con presteza su silla a Milady.

—Veamos —dijo ella—, ¿qué haríais para probar ese amor de que habláis?

—Todo cuanto se exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.

—¿A todo?

—¡A todo! —exclamó D’Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa arriesgándose así.

—Pues bien, hablemos un poco —dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de D’Artagnan.

—Os escucho, señora —dijo éste.

Milady permaneció un instante preocupada y como indecisa; luego, pareciendo adoptar una resolución, dijo:

—Tengo un enemigo.

—¿Vos, señora? —exclamó D’Artagnan fingiendo sorpresa—. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa y buena como sois?

—¡Un enemigo mortal!

—¿De verdad?

—Un enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a muerte. ¿Puedo contar con vos como auxiliar?

D’Artagnan comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa criatura.

—Podéis, señora —dijo con énfasis—; mi brazo y mi vida os pertenecen como mi amor.

—Entonces —dijo Milady—, puesto que sois tan generoso como enamorado…

Se detuvo.

—¿Y bien? —preguntó D’Artagnan.

—Y bien —prosiguió Milady tras un momento de silencio—, cesad desde hoy de hablar de imposibilidades.

—No me agobiéis con mi dicha —exclamó D’Artagnan precipitándose de rodillas y cubriendo de besos las manos que le dejaban.

«Véngame de ese infame de Wardes —murmuró Milady entre dientes—, y sabré desembarazarme de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!».

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