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Authors: Mª Ángeles López Decelis

Tags: #castellano

Los presidentes en zapatillas (31 page)

Tras la tristemente famosa «foto de las Azores», ya nadie tenía dudas de que Irak sería invadido, a pesar de que las armas de destrucción masiva no aparecían ni vivas ni muertas, y pasando por encima de la negativa de Naciones Unidas a apoyar la ocupación, con la consiguiente acusación de despreciar a priori cualquier otra solución alternativa.

Finalmente, Estados Unidos puso en marcha la operación «Libertad para Irak», que comenzó de madrugada con el bombardeo de la capital iraquí. El Gobierno español acordó el envío a la zona de los buques de asalto anfibio Galicia, la fragata Reina Sofía, el petrolero Marqués de la Ensenada y novecientos militares en misión humanitaria.

Pocos días después, el enviado especial del diario El Mundo a la zona del conflicto, Julio Anguita Parrado, moría alcanzado por un misil iraquí. Al día siguiente, el cámara de Telecinco, José Couso, también fallecía en Bagdad, víctima de un proyectil lanzado desde un tanque estadounidense contra la planta del hotel Palestina, desde donde cubría la información de la guerra.

Años después de que Bush, Blair y Aznar decidieran por su cuenta el futuro de los iraquíes, de que Sadam Hussein haya sido juzgado, condenado y ejecutado, después de la muerte de más de seiscientos cincuenta mil iraquíes y dos millones de refugiados, después de más de tres mil quinientas bajas en las filas de las tropas de ocupación, con un país destruido y envuelto en una guerra civil, con atentados terroristas diarios que diezman a la población, el ex presidente del Gobierno español, José María Aznar, sigue justificando esta auténtica catástrofe humana con este argumento: «Bush ha contribuido a defender la causa de la libertad. Hoy hay menos dictadores asesinos en el mundo y menos Gobiernos en condición de dar cobertura al terrorismo internacional».

Fue muy difícil trabajar en aquella etapa controvertida y contestada desde todos los frentes, y se hacía cuesta arriba mantener una cierta coherencia personal cuando las convicciones más íntimas chocaban frontalmente con la postura que en el terreno laboral es preciso asumir. Contestar llamadas y correspondencia justificando y convenciendo sobre algo en lo que uno mismo no cree y poniendo, negro sobre blanco, argumentos que conferían al Gobierno un papel de héroe en su lucha por la paz y la libertad del mundo. Fue duro. Tanto que me juré a mí misma que nunca más antepondría la profesionalidad a mis ideas más arraigadas si ambas volvían a entrar en conflicto.

De verdad que parecía que nos había mirado un tuerto. A veces las desgracias y la mala suerte confluyen en un momento determinado y nadie se libra de la mala racha. Bueno... Pues eso, que la desgracia se instaló a nuestro lado y todos anduvimos más o menos bajo la influencia del mal fario. Enfermedades, accidentes y problemas económicos en familiares y amigos hicieron que Milagros llegara a la conclusión de que, tal vez, lo que procedía era un exorcismo, porque por más sacrificios y penitencias que ella ofrecía al Señor, la cosa no daba resultado. ¿Y quién mejor para obrar el milagro que necesitábamos? Pues el párroco de Carvajales de Alba, su pueblo, a quien hizo partícipe de sus propósitos. Ella ya lo tenía todo estudiado y, por supuesto, para que la cosa funcionara, todo el personal del edificio debía participar en la representación. Nadie se atrevía a llevarle la contraria, como tampoco estábamos dispuestos a prestarnos a semejante disparate. ¿Qué hacer? Confiar en el Altísimo y en la cordura del cura-párroco que, finalmente, hizo ver a la pobre Milagros que allí nadie estaba endemoniado y que sus oraciones y jaculatorias tendrían pronto resultados positivos. Así que ¡a rezar! Y rezó y rezó, rodeada de velas, y ayunó hasta el desmayo. Y en una de esas sesiones, a las siete de la mañana, sin desayunar y con el olor a incienso y a cera, le dio un vahído, con tan buena suerte que se le prendió la falda y le hizo reaccionar. Tras apagar el conato de incendio, fue examinada por una doctora, que nos miraba entre estupefacta e incrédula. Finalmente, le recomendó menos flagelaciones y le recetó una Coca-Cola y un bocadillo de jamón.

Ahora en serio.

Una terrible tragedia estaba a punto de tener lugar. El domingo, 25 de mayo de 2003, partían desde Kabul cincuenta y tres militares españoles que llevaban casi cinco meses de durísima misión en Afganistán como parte de la Fuerza Internacional de Paz ISAF. A las dos de la tarde, hora española, embarcaban en un Yakolev 42D, fabricado en Ucrania veinte años atrás.

Eran más que un rumor las noticias que llegaban a España respecto al pésimo estado de los aviones ex soviéticos alquilados para el transporte de tropas. José Antonio Fernández, que murió en el accidente, le dijo a su mujer horas antes: «Reza por mí, porque este avión es una mierda», y José Manuel Ripollés relató por correo electrónico a un amigo cuatro días antes: «Son aviones alquilados a un grupo de piratas aéreos; la verdad es que solo con ver las ruedas y la ropa tirada por la cabina, te empieza a dar taquicardia».

En fin, que embarcaron e hicieron escala en el aeropuerto de Manás, base aérea del ISAF en Kirguizistán, donde recogerían a otros nueve militares igualmente deseosos de regresar a España tras meses de misión. A las once menos veinte de la noche partían hacia Turquía, donde estaba prevista una nueva escala. Los últimos minutos quedaron reflejados en las conversaciones que los pilotos mantuvieron con la torre de control de Trebisonda, porque la caja negra de voz estaba estropeada desde hacía mes y medio.

Todos murieron: sesenta y dos militares españoles, doce tripulantes ucranianos y un ciudadano bielorruso. La conmoción en toda España fue tal que el funeral de Estado por las víctimas se retransmitió íntegro por televisión desde la base aérea de Torrejón de Ardoz y se decretó luto oficial durante dos días.

Después vendrían los procedimientos judiciales iniciados por los familiares de las víctimas en relación con las irregularidades en la contratación de los aviones y las treinta identificaciones erróneas de los militares muertos, que alargaron y endurecieron cruelmente el drama por el que tuvieron que pasar las familias.

Uno se pierde en la cronología de los hechos posteriores al accidente, para concluir que seis años después, en marzo de 2009, la Audiencia Nacional rechazaba la comparecencia en el juicio como testigos de José María Aznar y Federico Trillo, presidente del Gobierno y ministro de Defensa, respectivamente, en el momento del accidente, y sentaba en el banquillo a tres militares médicos que asumían la responsabilidad de la mala praxis forense y para los que se pedían penas de cinco años de cárcel.

Y el presidente anotaba nombres y borraba apellidos en su cuaderno azul, el mismo en el que nueve años antes escribió que ganaría las elecciones en 1996 y las siguientes, y que dejaría el poder ocho años después y al Partido Popular en condiciones de repetir nueva victoria. Poco a poco los tapados iban cayendo y, después de descartar a Mayor Oreja, solo quedaban dos nombres con la suficiente solidez para sustituir al presidente. Alternativamente tomaban la cabeza de la carrera, teniendo muy presente que ambos debían moverse con pies de plomo por el sendero que les trazaba su jefe; quien empezara a ir por libre se exponía a ser tachado del cuaderno automáticamente. Así funcionaba el «aznarato» y eso le pasó a Rodrigo de Rato, que se cayó de la lista por su desacuerdo con la postura sobre Irak y algunas que otras corruptelas, como Gescartera, que saltó a la luz pública en 2001, manchando su impecable hoja de servicios.

Después de muchos dimes y diretes, el 30 de agosto de 2003, José María Aznar desveló el secreto mejor guardado con una de sus frases memorables: «Mariano, te ha tocado». Y se lo llevó a pasar el fin de semana a Quintos de Mora, donde mano a mano empezaron a mover las fichas. A partir de aquí, Rajoy se dedicaría full time al Partido y a preparar la próxima cita electoral, a la que concurriría como candidato a la Presidencia del Gobierno.

Y la maquinaria del PP tocó la música que Aznar esperaba oír. El 1 de septiembre, el Comité Ejecutivo Nacional votó en secreto, con el resultado de quinientos tres votos a favor y uno en blanco, designando «a la búlgara» a Mariano Rajoy como nuevo secretario general. Después y pasando la página de su cuaderno azul, realizó una profunda remodelación del Gobierno, otorgando al perdedor, Rato, la Vicepresidencia Primera del Gobierno.

José Luis Rodríguez Zapatero se frotaba las manos. Había apostado por Rajoy a ganador y había acertado.

El 25 de noviembre de 2003 esperábamos a la delegación procedente de Varsovia, puesto que se iba a celebrar en La Moncloa la I Cumbre hispano-polaca que, desde entonces, se ha venido repitiendo con carácter anual como muestra de las buenas relaciones existentes entre ambos países.

Milagros había pasado uno de sus fines de semana de silencio y venía con ganas de compartir con nosotras cuanto había aprendido sobre los beneficios de la meditación para alcanzar la paz interior y la elevación del espíritu. Y qué mejor ocasión para recomendarnos la lectura de una oración titulada «La Gracia de Comunicarse». Para que todo el mundo pudiera disfrutar del texto, hizo fotocopias y nos colocó un ejemplar en cada puerta con una chincheta. La cosa empezaba así:

Señor Jesús,

Llamaste amigos a los discípulos

Porque abriste tu intimidad.

Pero ¡qué difícil es abrirse, Señor!

¡Cuánto cuesta rasgar el velo del propio misterio!

Pero sé bien, Señor, que sin comunicación no hay amor

Y que el misterio esencial de la fraternidad

Consiste en abrirse y acogerse unos a otros...

Cuando llegaron los polacos, aunque es evidente que la mayoría no entendían español, allí estaban los intérpretes para explicarles el asunto. Traducían y nos miraban pensativos, haciendo cábalas sobre si esto en España sería normal.

Por su parte, los perros, que se alteraban enormemente cuando había extraños y más si cabe en estos casos en los que el edificio se llenaba de gente, no paraban de ladrar, encerrados en el despacho de Milagros, que tenía problemas para controlarlos. En cierto momento alguien abrió la puerta con escaso cuidado y los animales se escaparon embravecidos, como toros que salieran del toril.

Polacos y españoles huían por las escaleras, corrían a protegerse en cualquier escondrijo y los más afortunados lograron alcanzar el baño haciéndose fuertes con el seguro echado. Todo el personal del edificio gritando a los canes e intentando hacernos con la situación. Milagros, impotente ante el fracaso de las maniobras, optó por lanzarles los zapatos mientras manaban de su boca todo tipo de improperios. ¡Menuda movida! A buen seguro, los sufridos polacos se plantearon si habían hecho bien al integrarse en Europa.

En fin, que la escenita casi nos cuesta un incidente diplomático. Cuando el presidente, que aún no había hecho su entrada en el edificio, se enteró de lo sucedido, apeló a la comprensión por parte de sus invitados de este tipo de sucesos domésticos.

En una entrevista concedida a The Washington Post previa a su viaje a Estados Unidos en febrero de 2004, el presidente llegó a decir cosas sobre los europeos que ni las posturas más recalcitrantes de la Casa Blanca se habrían atrevido a decir, porque para Aznar, el antiamericanismo que reinaba en Europa se explicaba por el resentimiento que despertaba en el viejo continente la condición de Estados Unidos de imperio y superpotencia.

Por lo demás, Aznar realizó el último de sus quince viajes a tierras americanas desde 1996, entre visitas oficiales, privadas y participaciones en encuentros multilaterales, y en las últimas ocasiones recibió el baño de vítores y aplausos que no recibía en su país.

El 19 de enero anterior, el Gobierno ya había aprobado el Decreto de disolución de las Cortes, fijándose la convocatoria electoral general para el 14 de marzo siguiente. Todos los sondeos propios y ajenos daban por segura la victoria del PP, quedando solo la duda de si revalidaría o no la mayoría absoluta.

Pero el jueves, 11 de marzo de 2004, tres días antes de la cita con las urnas, España se levantó con una de las más tristes noticias que un país ha de soportar, de esas que desgarran el corazón, hacen correr las lágrimas de dolor y rabia, y dejan una huella imborrable en la memoria colectiva. La muerte en Madrid de ciento noventa y dos personas y más de mil quinientas heridas de diversa consideración en las estaciones de tren de Atocha, El Pozo del Tío Raimundo y Santa Eugenia, entre las 7:26 y las 7:29 de la mañana, como consecuencia de la explosión de diez mochilas bomba cargadas de dinamita. En realidad, fueron trece las mochilas, pero tres no llegaron a estallar. Entre las víctimas figuraban, además de nacionales, un importante número de súbditos de una decena de nacionalidades diferentes.

La catástrofe terrorista, la mayor sufrida en España y en el conjunto de Europa en toda su historia, produjo una conmoción indescriptible entre los españoles y la televisión ofrecía sin descanso imágenes propias de una zona de guerra. El nombre de ETA irrumpió en las mentes de casi todo el mundo como la responsable de la masacre.

En su primera comparecencia, el ministro del Interior, Ángel Acebes, atribuyó a la banda terrorista la autoría de los atentados, «sin ninguna duda», y a primera hora de la tarde el presidente Aznar leyó un comunicado institucional que arrancaba con la frase: «El 11 de marzo ocupa ya un lugar en la historia de la infamia». Con su aplomo y firmeza característicos sentenciaba: «No vamos a cambiar de régimen ni porque los terroristas maten, ni para que dejen de matar», y terminó convocando a los españoles a una manifestación bajo el lema «Con las víctimas, la Constitución y por la derrota del terrorismo».

Muchos españoles pensaban que ETA había sido perfectamente capaz de cometer tamaña atrocidad. Sin embargo, fue en esta misma jornada dramática cuando la hipótesis etarra empezó a perder fuerza a favor de la conexión islamista, como consecuencia de una serie de pistas informativas y de pruebas materiales que empezaban a acumularse con rapidez.

Por lo pronto, Arnaldo Otegui, portavoz de Batasuna, condenó los atentados sin paliativos y declaró estar seguro de que ETA no estaba detrás de los mismos. A última hora de la tarde, el ministro Acebes anunció el hallazgo en Alcalá de Henares de una furgoneta con siete detonadores y una casete con rezos coránicos, tras lo cual había ordenado a la Policía «no descartar ninguna línea de investigación». Ya de noche, se conoció un comunicado enviado al periódico londinense en lengua árabe Al Quds Al Arabí, en el que, en nombre de Al Qaeda, se reivindicada la «Operación Trenes de la Muerte» de Madrid y se felicitaban por haber conseguido golpear a uno de los «más firmes aliados de América en su guerra contra el Islam». Los firmantes se dirigían al presidente del Gobierno en estos términos: «¿Dónde está América, Aznar? ¿Quién os protegerá de nosotros a ti, a España, a Gran Bretaña, a Italia y a los demás?».

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