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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (112 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—¡Valancourt!, ignoraba hasta este momento todo lo que has contado; la emoción que sufro en estos momentos puede asegurarte la verdad de ello, y que, aunque había cesado de estimarte, no había logrado olvidarte.

—Este momento —dijo Valancourt en voz baja e inclinándose para buscar apoyo en la ventana—, ¡este momento me trae una convicción que me domina! ¡Mi Emily, sigues apreciándome, sigues pensando en mí!

—¿Es necesario que te lo diga? —replicó—, ¿es necesario que diga que éstos son los primeros momentos de alegría que he conocido desde que te marchaste y que me compensan de todos los sufrimientos que he padecido en el intervalo?

Valancourt suspiró profundamente y no fue capaz de replicar; pero, según acercaba la mano a sus labios, las lágrimas que cayeron sobre ella hablaron con un lenguaje que no puede ser confundido y en el que las palabras son innecesarias.

Emily, algo tranquilizada, propuso que regresaran al castillo, y entonces, por primera vez, recordó que el conde había invitado a Valancourt allí para explicar su conducta y que hasta el momento no lo había hecho. Pero mientras lo reconocía, su corazón no le permitía dudar ni un momento de la posibilidad de que Valancourt no fuera merecedor de su estima; su mirada, su voz, sus maneras, todo hablaba de la noble sinceridad que le había distinguido en el pasado; y de nuevo se permitió ceder a las emociones de la alegría más sorprendente y poderosa que jamás había experimentado.

Ni Emily ni Valancourt fueron conscientes de cómo llegaron al castillo, de si habían sido transferidos allí por el encanto de un hada, porque no pudieron recordar nada, y hasta que no entraron en el vestíbulo no tuvieron conciencia de que había otras personas en el mundo además de ellos. El conde se acercó sorprendido para dar la bienvenida a Valancourt y rogarle que le perdonara la injusticia que había cometido. Poco después monsieur Bonnac se unió al feliz grupo, y él y Valancourt fueron mutuamente felices de encontrarse.

Cuando pasaron las primeras felicitaciones y la alegría general se serenó, el conde se retiró con Valancourt a la biblioteca. Valancourt se justificó claramente de la parte criminal que le había sido imputada y confesó cándidamente y lamentó de modo tan sentido las locuras que había cometido que el conde se confirmó en la creencia de su inocencia, a la vez que advertía las nobles virtudes de Valancourt y confirmaba que la experiencia le había enseñado a detestar la locura que anteriormente no había admirado, y no tuvo reparo en creer que pasaría por la vida con la dignidad de un hombre sabio y bueno y confiar a su cuidado la futura felicidad de Emily, a quien informó de inmediato, Mientras Emily escuchaba atentamente el detalle de los servicios que Valancourt había prestado a monsieur Bonnac, sus ojos se nublaron con lágrimas de satisfacción, y la conversación con el conde De Villefort disipó todas sus dudas sobre la pasada y futura conducta de Valancourt, al que restituyó sin temor la estima y el afecto con el que le había recibido en el pasado.

Cuando regresaron al comedor, la condesa y Blanche recibieron a Valancourt con felicitaciones sinceras, y Blanche estaba tan animada al ver que Emily recuperaba su felicidad que olvidó por un momento que monsieur St. Foix no había llegado aún al castillo, aunque se le esperaba desde hacía horas. Pero su simpatía generosa fue premiada poco después con su aparición. Se había recobrado perfectamente de las heridas recibidas durante su peligrosa aventura por los Pirineos, cuya mención sirvió para enaltecer a los participantes con el sentido de su presente felicidad. Se cruzaron nuevas felicitaciones entre ellos y alrededor de la mesa apareció un grupo de rostros, sonriendo felices, pero con una felicidad que tenía diferente carácter en cada uno. La sonrisa de Blanche era franca y alegre; la de Emily, tierna y pensativa; la de Valancourt, alternativamente apasionada, suave y alegre; monsieur St. Foix estaba feliz, y la del conde, mientras miraba a los que le rodeaban, expresaba la complacencia atemperada de la consideración; mientras que los rostros de la condesa, Henri y monsieur Bonnac descubrían rasgos más leves de animación. El pobre monsieur Du Pont no impuso sobre la compañía una sombra de tristeza con su presencia, porque cuando descubrió que Valancourt era merecedor de la estima de Emily, decidió seriamente tratar de dominar su afecto sin esperanza y se había retirado del Chateau-Ie-Blanc, una conducta que Emily comprendía ahora y que premió con su admiración y piedad.

El conde y sus invitados continuaron juntos hasta muy tarde, cediendo a las delicias de la alegría social y a las dulzuras de la amistad. Cuando Annette se enteró de la llegada de Valancourt, Ludovico tuvo algunas dificultades en prevenir que fuera corriendo al comedor para expresar su alegría, porque declaró que nunca se había regocijado tanto en un
accidente
como en éste, desde que había reencontrado a Ludovico.

Capítulo XIX
Ahora mi tarea está felizmente concluida,
puedo volar, o puedo correr
veloz hasta el fin de la tierra verde,
donde el firmamento arqueado se inclina,
y, desde allí, puedo remontarme rápido
a las esquinas de la luna.

MILTON

L
as bodas de la condesa Blanche y de Emily St. Aubert se celebraron el mismo día, con la antigua magnificencia de los barones en el Chateau-le-Blanc. Las fiestas tuvieron lugar en el gran salón del castillo, que con este motivo fue adornado con nuevos tapices que representaban las hazañas de Carlomagno y sus doce pares; se veía a los Sarracenos, con sus horribles viseras, avanzando hacia la batalla, y en otros se mostraban las solemnidades del encantamiento y las fiestas nigrománticas, ofrecidas por el mago Jarl al emperador. Los suntuosos estandartes de la familia Villeroi, que durante mucho tiempo habían dormido en el polvo, volvieron a ser exhibidos, ondeando en las agujas góticas de las ventanas recién pintadas; y la música se repitió en ecos por todas las extensas avenidas y columnatas del vasto edificio.

Annette creyó estar en un palacio encantado al recorrer con la mirada el salón, cuyos arcos y ventanas estaban iluminados con festones brillantes de lámparas, y al contemplar los espléndidos vestidos de los bailarines, las costosas libreas de los criados, los doseles de terciopelo púrpura y oro, y declaró que nunca había estado en un lugar tan encantador como aquél desde que hubo leído los cuentos de hadas; que las mismas hadas, en sus sueños nocturnos, no podían haber decorado mejor aquel salón. La vieja Dorothée suspiró al contemplar la escena y dijo que el castillo había vuelto a ser lo que era en su juventud.

Tras participar en las festividades del Chateau-le-Blanc durante varios días, Valancourt y Emily se despidieron de sus amables amigos y regresaron a La Vallée, donde la leal Theresa les recibió con inigualable alegría, y las gratas sombras les dieron la bienvenida con mil recuerdos tiernos y afectuosos. Mientras paseaban juntos por aquellos escenarios, tanto tiempo habitados por monsieur y madame St. Aubert, Emily señaló con afecto sus rincones favoritos, que su nueva felicidad había engrandecido, considerando que habría valido la pena contar con su aprobación, si hubieran sido testigos de ella.

Valancourt la condujo al árbol de la terraza, bajo el que se aventuró por primera vez a declararle su amor, y donde ahora el recuerdo de la ansiedad que había sufrido, y la relación de todos los peligros y desgracias con los que se habían encontrado ambos desde que se sentaron juntos bajo sus amplias ramas, exaltó el sentido de su felicidad presente, y en el mismo lugar sagrado por el recuerdo de St. Aubert juraron solemnemente merecer todo lo posible, tratando de imitar su bondad, y mostrar a los demás, junto con la porción de comodidades ordinarias por las que la prosperidad está siempre en deuda con la desgracia, el ejemplo de unas vidas pasadas en agradecimiento a dios, y, en consecuencia, con cuidadosa ternura para sus criaturas.

Poco después de su regreso a La Vallée, el hermano de Valancourt llegó para felicitarle por su matrimonio y presentar sus respetos a Emily, con la que quedó tan encantado, así como por las perspectivas de felicidad racional que aquellas nupcias ofrecían a Valancourt, que de inmediato le cedió una parte de sus extensos dominios, cuya totalidad, puesto que no tenía familia, pasaría a su muerte a Valancourt.

Dispusieron de las propiedades de Toulouse y Emily compró a monsieur Quesnel los antiguos dominios de su padre, donde, después de dar a Annette una parte en su matrimonio, la nombró ama de llaves, y a Ludovico mayordomo. Como tanto Valancourt como ella preferían las gratas y largo tiempo queridas sombras de La Vallée a la magnificencia de Epourville, continuaron residiendo allí, pasando no obstante unos pocos meses del año en el lugar de nacimiento de St. Aubert como muestra de tierno respeto a su memoria.

Por lo que se refiere al legado que Emily había recibido de la signora Laurentini, rogó a Valancourt que le permitiera renunciar a ello en favor de monsieur Bonnac; y Valancourt, cuando se lo pidió, supo apreciar todo el valor del cumplido que ello suponía. El castillo de Udolfo también pasó a la esposa de monsieur Bonnac, que era la pariente superviviente más próxima a la casa del mismo nombre, y así, la opulencia hizo que recuperaran la paz tanto tiempo ausente de su espíritu oprimido y la tranquilidad de su familia.

¡Oh! ¡Qué placentero es hablar de una felicidad como la de Valancourt y Emily; relatar que, tras sufrir la opresión de los viciosos y el desdén de los débiles, regresaron al fin el uno al otro, a los queridos paisajes de su país natal, a la felicidad más segura de su vida, la que aspira a la moral y trabaja por las mejoras intelectuales; a los placeres de la sociedad iluminada y al ejercicio de la caridad, que desde siempre había animado sus corazones, mientras las enramadas de La Vallée volvían a ser una vez más el refugio de la bondad, la sabiduría y las bendiciones domésticas.

¡Oh, todo esto puede ser útil para mostrar que, aunque los viciosos pueden a veces llevar la aflicción a los buenos, su poder es transitorio y su castigo cierto; y que el inocente, aunque oprimido por la injusticia, apoyado por la paciencia, podrá triunfar finalmente sobre la desgracia!

Y si la débil mano que ha grabado esta historia ha logrado distraer al doliente durante una hora de su pesar, o, por su moral, le ha enseñado a soportarlo, el esfuerzo, aunque sea humilde, no ha sido en vano, ni el escritor ha quedado sin premio.

FIN

Notas

[1]
James Thomson (1700-1748), poeta escocés. Versos tomados de los libros
The Seasons (Las Estaciones),
publicados entre 1726 y 1730. (N. del T.)

[2]
Vivo, alegre. En francés en el original, pero en general como si se tratara de un adjetivo inglés. (N. de. T.)

[3]
La referencia al inglés es un error cronológico, ya que en la fecha en que está situada la novela los poetas ingleses eran desconocidos en Francia. (N. del T.)

[4]
La autora alude a las guerras de religión en las que se vio envuelta Francia durante algunos años, en especial hacia 1584, en que se sitúa la acción, pero sin ninguna preocupación por el rigor histórico. (N. del T.)

[5]
En francés en el original: comedor, salón, salón comunal. (N. del T.)

[6]
De James Thomson.

[7]
De James Thomson.

[8]
La autora cae en un nuevo anacronismo. Mal podía haber ópera francesa en 1584, fecha en que transcurre la acción, cuando la primera ópera no se estrenó hasta el 6 de octubre de en Horencia:
Eurídice,
con libreto de Rinuccini y música de Jacopo Peri. (N. del T.)

[9]
Libro de poemas del escritor escocés James Beattie (1735-1803), publicado en dos partes, en 1771 y 1774. (N. del T.)

[10]
Salvator Rosa, «Salvatoriello» (1615-1673). Pintor y poeta italiano que se formó en el estudio de la naturaleza en los Apeninos, que reflejó en algunos de sus cuadros. (N. del T.)

[11]
Caractatus, figura histórica británica, hijo de Cimbelino, que luchó contra los romanos en su invasión de Bretaña en el año 43 de la era cristiana. Los versos corresponden a la obra
La tragedia de Bonduca,
entre cuyos personajes figuran Caractatus, del dramaturgo inglés John Fletcher (1579-1625). (N. del T.)

[12]
De James Thomson.

[13]
Nuevo anacronismo. El sistema métrico decimal, del que procede la medida longitudinal en kilómetros, nació en Francia en 1789 y tardó hasta bien entrado en siglo
XIX
en imponerse. (N. del T.)

[14]
Versos de
Camus
, de John Milton (1608-1674). (N. del T.)

[15]
Versos de
Los emigrantes,
de John Moore (1729-1802), médico y escritor escocés. (N. del T.)

[16]
Aunque no se señalan todos los anacronismos, algunos resultan especialmente increíbles. El café no llegó a a Francia hasta finales del siglo
XVII
, es decir, más de cien años después de la fecha en que la autora sitúa la acción.

[17]
William Collins (1721-1759), poeta inglés. (N. del T.)

[18]
William Mason (1724-1797), poeta inglés, hoy prácticamente olvidado. (N. del T.)

[19]
Oliver Goldsmith (1728-1774), poeta y escritor irlandés. (N. del T.)

[20]
Conversaciones. En italiano en el original. (N. del T.)

[21]
La autora se sirve en este caso y en muchos otros de la palabra italiana, pero en lugar de aplicar el plural del mismo idioma —
Signori
—, lo hace a la inglesa. (N. del T.)

[22]
Anacronismo ya comentado en el Vol. 1

[23]
Pequeño cendal, embarcación de origen moruno, de tres palos. En italiano en el original. (N. del T.)

[24]
En italiano en el original. Recoge la expresión veneciana al salir de la zona rodeada de agua para pasar a! continente. (N. del T.)

[25]
«Pequeñas cenas», o cenas informales. En francés en el original. (N. del T.)

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