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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (104 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Emily estaba perdiendo el conocimiento y pidió agua. Theresa, alarmada por el tono de su voz, corrió en su ayuda, y, mientras acercaba el agua a sus labios.

—¡Mi querida señorita —continuó—, no lo toméis tan a pecho; el chevalier puede estar vivo y bien; esperemos lo mejor!

—¡Oh, no!, no puedo esperar —dijo Emily—, estoy al tanto de todas las circunstancias que no me permiten esperar. Me encuentro algo mejor y puedo escuchar lo que tengas que decirme. Te ruego que me cuentes todos los detalles que conozcas.

—¡Estad tranquila mientras os mejoráis un poco, tenéis un aspecto muy triste!

—¡Oh, no, Theresa, cuéntamelo todo mientras tenga fuerzas para oírlo —dijo Emily—, dímelo, te lo suplico.

—Bien, madame, lo haré. Pero el administrador no dijo mucho, porque Richard siempre parece tímido cuando habla de monsieur Valancourt, y lo que supo fue por Gabriel, uno de los criados, quien dijo que lo había oído del servidor de mi señor.

—¿Qué es lo que oyó? —dijo Emily.

—Veréis, madame, Richard tiene muy mala memoria y no pudo recordar ni la mitad de ello, y si no fuera porque le hice muchas preguntas, me habría enterado de muy poco. Pero dice que Gabriel dijo que él y otros criados tenían grandes problemas con monsieur Valancourt, porque había sido un joven caballero encantador, todos ellos le querían como si hubiera sido su propio hermano, y ahora, ¡pensar en lo que había sido de él! Solía ser muy cortés con todos ellos si cometían alguna falta, monsieur Valancourt era el primero en persuadir a mi señor para que los perdonara. Y además, si alguna familia pobre estaba desesperada, monsieur Valancourt era también el primero en ayudarla, aunque otras personas, que no viven muy lejos, podían haberlo hecho con menos sacrificios que él. Después, Gabriel dijo que era tan gentil con todo el mundo y que tenía un aliento tan noble que nunca daba órdenes ni reclamaba, como algunas gentes de su igual hacen, y que nunca le hicieron de menos por ello. No, dijo Gabriel, precisamente por eso le atendíamos mejor, y todos habríamos corrido para obedecerle con una sola palabra y más deprisa que si se lo hubieran ordenado otras personas. Además temían desagradarle, mucho más que a los que usan palabras rudas con nosotros.

Emily, que ya no consideraba peligroso escuchar que le alababan, que elogiaban a Valancourt, no intentó interrumpir a Theresa, sino que continuó sentada atenta a sus palabras, aunque casi dominada por el dolor.

—Mi señor —continuó Theresa— está muy triste por monsieur Valancourt y más aún porque dice que han sido muy duros con él últimamente. Gabriel dice que lo ha sabido por el valet de mi señor, que monsieur se había comportado mal en París y había gastado gran cantidad de dinero, más de lo que le gustaba a mi señor, porque se preocupa más del dinero que monsieur Valancourt, que ha sido tratado tristemente. Por ello, monsieur Valancourt fue llevado a prisión en París, y mi señor, dice Gabriel, se negó a sacarle y dijo que merecía sufrir, y, cuando el viejo Gregoire, el mayordomo, se enteró de ello, compró un bastón para irse andando a París a visitar a su joven amo, pero lo siguiente que se supo era que monsieur Valancourt regresaba a casa. Fue un día de alegría cuando llegó, pero estaba tristemente alterado y mi señor le trató con mucha frialdad y él se puso más triste. Poco después volvió al Languedoc, y desde entonces nadie le ha visto.

Theresa se detuvo, y Emily, suspirando profundamente, permaneció con los ojos fijos en el suelo, sin hablar. Tras una larga pausa, preguntó qué más había oído Theresa.

—¿Sin embargo para qué voy a preguntarte? —añadió—, lo que me has dicho es demasiado. ¡Oh, Valancourt! ¡Te has ido para siempre! Y yo... ¡Yo te he asesinado!

Estas palabras y el rostro desesperado que las acompañaron, alarmaron a Theresa, que empezó a temer que la conmoción que acababa de recibir Emily al enterarse había afectado su sentido.

—Mi querida señorita, recomponeos —dijo—, y no digáis esas espantosas palabras. ¡Vos asesinar a monsieur Valancourt, es imposible!

Emily sólo pudo replicar con un profundo suspiro.

—Querida señora, me rompe el corazón veros así —dijo Theresa—, no os quedéis sentada con los ojos fijos en el suelo y tan pálida y melancólica; me aterra veros. —Emily permaneció silenciosa y pareció no oír nada de lo que le había dicho—. Además, mademoiselle —continuó Theresa—, monsieur Valancourt puede estar vivo y feliz, por lo que sabemos.

Al oír mencionar su nombre, Emily levantó los ojos y los fijó, con una mirada perdida, en Theresa, como si tratara de comprender lo que había dicho.

—¡Ay, mi querida señora —repitió Theresa confundiendo el sentido de su mirada—, monsieur Valancourt puede estar vivo y feliz.

A la repetición de estas palabras, Emily comprendió su sentido, pero en lugar de producir el efecto que intentaban, parecieron aumentar su desolación. Se levantó con violencia de la silla, recorrió la pequeña habitación con pasos rápidos, y suspirando repetidas veces profundamente, batió sus manos y tembló.

Mientras tanto, Theresa, con un afecto simple pero sincero, trató de consolarla; puso más leña en el fuego, que se alzó con una llama más intensa, barrió la chimenea, colocó más cerca la silla que había dejado Emily y sacó después de una alacena un frasco de vino.

—Es una noche tormentosa, madame —dijo—, y el viento sopla muy frío; acercaos al fuego y tomad un vaso de vino. Os confortará como me ha confortado a mí con frecuencia, porque no es ese vino que uno toma cada día. Es el tan rico de Languedoc, la última de la seis botellas que monsieur Valancourt me envió la noche antes de dejar Gascuña para ir a París. Desde entonces me han servido como cordial y cuando las he bebido pensaba en él y en las palabras amables que me dijo cuando me las entregó. «Theresa —dijo—, ya no eres joven y debes tomar un vaso de buen vino una que otra vez. Te enviaré algunas botellas, y cuando las pruebes recordarás a veces a tu amigo». Sí, esas fueron sus mismas palabras, ¡tu amigo!

Emily continuó recorriendo la habitación sin parecer oír lo que decía Theresa, que continuó hablando.

—Y le he recordado con bastante frecuencia, ¡pobre caballero! Porque fue él el que me dio este techo, que es mi cobijo, y el que me ha mantenido. ¡Ah! ¡Está en el cielo, con mi bendito amo, que era un santo!

A Theresa le falló la voz. Lloró y dejó la botella incapaz de escanciar el vino. Su dolor pareció despertar a Emily del suyo, que se acercó a ella, pero se detuvo de pronto y después de mirarla un momento, se volvió como si estuviera dominada por la idea de que era de Valancourt del que Theresa se lamentaba.

Mientras seguía paseando por la habitación, la suave nota de un oboe, o de una flauta, se oyó mezclada con el viento. Se detuvo un momento para escuchar las suaves notas que se deslizaban con el viento hasta que se perdieron de nuevo en un golpe más fuerte y regresaron con toda su fuerza conmoviendo su corazón.

—No —dijo Theresa, secando sus ojos—, es Richard, el hijo de nuestro vecino, tocando el oboe. Es muy triste oír esa dulce música ahora. —Emily continuó llorando sin replicar—. Suele tocar por las tardes —añadió Theresa—, y, a veces, los jóvenes bailan con la música de su oboe. Pero, ¡querida señorita!, no lloréis así, y por favor tomad un vaso de este vino —continuó, echándole un poco y ofreciéndoselo a Emily, que lo cogió dudosa.

—Probadlo aunque sea por monsieur Valancourt —dijo Theresa, mientras Emily se acercaba el vaso a los labios—, porque él me lo dio, ya lo sabéis, señora.

La mano de Emily tembló y el vino saltó al retirárselo de los labios.

—¡Por quién! ¿Quién te dio el vino? —dijo Emily con voz temblorosa.

—Monsieur Valancourt, querida señora. Sabría que os complacería. Es la botella que me queda.

Emily puso el vino sobre la mesa y estalló en lágrimas mientras Theresa, desilusionada y alarmada, trataba de consolarla; pero ella sólo movía la mano, rogando que la dejara sola y llorando más.

Un golpe en la puerta impidió que Theresa obedeciera inmediatamente a su señora, y acudía para abrir, cuando Emily, deteniéndola, le pidió que no admitiera a nadie, pero recordó después que había ordenado a su criado que viniera para acompañarla a casa, dijo que se trataba de Philippe, y trató de contener sus lágrimas mientras Theresa abría la puerta.

Una voz que se oyó en el exterior, despertó la atención de Emily. Escuchó, volvió los ojos hacia la puerta, cuando apareció una persona e inmediatamente un rayo brillante que despidió el fuego descubrió a ¡Valancourt!

Emily, al verle, se levantó de la silla, tembló, y cayendo de nuevo en ella, quedó insensible a todo lo que la rodeaba.

Un grito de Theresa probó que había reconocido a Valancourt, ya que su visión imperfecta y la oscuridad del lugar le habían impedido que lo hiciera inmediatamente, pero su atención acudió inmediatamente a la persona que había visto caer en la silla cerca del fuego, y al acercarse para ayudarla, ¡descubrió que estaba sujetando a Emily! Las distintas emociones que se apoderaron de él al encontrársela tan inesperadamente, cuando había creído que se habían separado para siempre, y al contemplarla en sus brazos pálida y sin vida pueden tal vez imaginarse, aunque no puedan se expresadas ni descritas, como tampoco las sensaciones de Emily cuando, al fin, abrió los ojos y mirando hacia arriba vio de nuevo a Valancourt. La intensa ansiedad con la que él la había mirado se mezcló instantáneamente con una expresión mezcla de alegría y ternura, mientras sus miradas se encontraban, y advirtió que estaba reaccionando. Pero sólo pudo exclamar: «¡Emily!», según contemplaba silenciosamente cómo se recobraba, mientras ella entreabrió los ojos y trató débilmente de retirar su mano. Pero en aquellos primeros momentos que sucedían a los dolores que su supuesta muerte le habían ocasionado, olvidó todas las faltas que la habían llenado anteriormente de indignación, y contemplando a Valancourt como se le aparecía cuando ganó su afecto, experimentó emociones únicas de ternura y alegría. Con todo, fue un sol brillante de unos pocos momentos, los recuerdos acudieron como nubes a su mente, y, oscureciendo la imagen engañosa que la había poseído, volvió a ver a Valancourt degradado, Valancourt que no merecía la estima y la ternura que en otro tiempo había depositado en él. Su ánimo decayó, y, retirando la mano, le dio la espalda para ocultar su dolor, mientras él, aún más agitado y confuso, permaneció en silencio.

El sentido de lo que se debía a sí misma contuvo sus lágrimas y no tardó en hacerle dominar sus emociones, mezcla de alegría y tristeza, que asaltaban su corazón, mientras levantándose y dándole las gracias por la asistencia que le había ofrecido, dio las buenas noches a Theresa. Según salía de la cabaña, Valancourt, que pareció despertar de pronto de un sueño, suplicó, en un tono de voz que llamaba poderosamente a la compasión, que le atendiera un momento. El corazón de Emily tal vez reaccionó con la misma fuerza, pero no tuvo resolución bastante para resistirlo, junto con los clamorosos ruegos de Theresa de que no debía regresar sola a casa en la oscuridad. Y ya había abierto la puerta cuando los estallidos de la tormenta la decidieron a obedecer sus peticiones.

Silenciosa y confusa, regresó junto al fuego, mientras Valancourt, con agitación creciente, paseaba por la habitación, como si quisiera y temiera hablar, y Theresa expresó sin contenerse su alegría y satisfacción por verle de nuevo.

—¡Querido señor! —dijo—, nunca he estado tan sorprendida y tan feliz en mi vida. Estábamos envueltas en grandes tribulaciones antes de que vinierais, porque pensábamos que habíais muerto, y hablábamos y nos lamentábamos por vos en el momento preciso en que llamasteis a la puerta. Mi joven ama estaba llorando a punto de romper su corazón...

Emily la miró con desagrado, pero antes de que pudiera hablar, Valancourt, incapaz de contener la emoción que el descubrimiento imprudente de Theresa le había revelado, exclamó:

—¡Oh, mi Emily! ¡Sigo siendo querido para ti! ¿Sigues concediéndome el honor de un pensamiento, de una lágrimas? ¡Oh, cielos! ¡Estás llorando, sigues llorando!

—Theresa, señor —dijo Emily, con tono reservado y tratando de dominar sus lágrimas—, tiene razones para recordaros con gratitud, y estaba preocupada porque últimamente no había tenido noticias de vos. Permitidme que os agradezca las bondades que le habéis mostrado, y deciros que, puesto que he regresado, no debe seguir en deuda con vos.

—Emily —dijo Valancourt, que ya no dominaba sus emociones—, ¿es así como te encuentras con aquel que en otro tiempo quisiste honrar con tu mano? ¿Así te encuentras con el que has amado y por el que has sufrido? Sin embargo, ¿qué es lo que digo? Perdonadme, perdonadme, mademoiselle St. Aubert, no sé lo que he dicho. Ya no tengo derecho alguno sobre vuestros recuerdos, he abandonado toda pretensión de lograr vuestra estima, vuestro amor. ¡Sí! No me dejéis olvidar que una vez poseí vuestro afecto, aunque sepa que lo he perdido, ésta es mi más severa aflicción. ¡Aflicción! ¿Debo llamarla así? Ése es un término suave.

—¡Querido señor! —dijo Theresa, impidiendo que Emily contestara—. ¡Habláis de cuando teníais su afecto! Mi querida señorita os ama ahora más de lo que ha querido a nadie en todo el mundo, aunque pretenda negarlo.

—¡Esto es insoportable! —dijo Emily—. Theresa, no sabes lo que dices. Señor, si respetáis mi tranquilidad, me libraréis de que se mantenga esta situación.

—Respeto demasiado vuestra tranquilidad para interrumpirla voluntariamente —replicó Valancourt, en cuyo pecho el orgullo luchaba con la ternura—, y no seré un intruso voluntario. Habría solicitado unos momentos de atención, aunque no sé con qué propósito. Vos habéis cesado de estimarme y contaros mis sufrimientos me degradaría más, sin despertar siquiera vuestra piedad. Sin embargo he estado, ¡oh Emily!, he sido muy desgraciado —añadió Valancourt en un tono que pasó de la solemnidad al dolor.

—¿Cómo? ¿Va a salir mi joven amo con toda esa lluvia? —dijo Theresa—, no, no dará un paso. ¡Es terrible ver cómo los jóvenes se atreven a echar fuera su felicidad!

Si fuerais pobres no ocurriría nada de esto. Hablar de no ser merecedores, de no preocuparse el uno por el otro, cuando sé que no existe una señora ni un caballero de mejor corazón en toda la provincia. Ni de ningún otro amor que sea la mitad de perfecto, si se dice lo que es cierto.

Emily, sintiéndose vejada, se levantó de la silla,

—Debo marcharme —dijo—, la tormenta ha pasado.

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