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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (15 page)

BOOK: Los millonarios
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—¿Aún están allí? —pregunto, pasando rápidamente delante del escritorio de la secretaria como si me estuviesen esperando.

—Oliver, no…

Pero no es lo bastante rápida. Abro la puerta y desaparezco dentro del despacho.

La ruidosa conversación se apaga al instante. Todas las cabezas se vuelven hacia mí. Lapidus, Quincy, Mary, Shep… incluso los dos agentes del servicio secreto que están junto al escritorio antiguo de Lapidus. Me miran como si hubiese irrumpido en su funeral.

—¿Quién diablos es este tío? —ladra el Señor Rechoncho.

Miro a Lapidus en busca de ayuda, pero debí de haberlo imaginado.

—Yo me encargo de esto —dice Lapidus, acercándose rápidamente hacia mí. Me coge del codo, y con la elegancia de un bailarín de salón, pasa junto a mí, me obliga a girar y me acompaña nuevamente a la puerta. Es tan suave que apenas si me doy cuenta de lo que sucede—. Primero necesitamos resolver algunas cosas. Tú ya comprendes… —añade como si no tuviese importancia. Se oye un crujido y la puerta se abre. Tres segundos después mi culo está fuera del despacho de Lapidus.

Al otro lado del pasillo, Charlie me observa desde el rellano de la escalera. Mis ojos se clavan en la alfombra. Detrás de mí, Lapidus me da las palmadas de rigor y me envía a que siga mi camino.

—Te llamaré cuando tengamos alguna noticia —añade Lapidus, con la voz súbitamente empañada. Trescientos millones de dólares es demasiado grande incluso para él. Cuando echo un vistazo por encima del hombro, parece más andrajoso que mi hermano y yo… y la forma en que se aferra al pomo dorado de la puerta, es casi como si necesitara contar con un punto de apoyo. Cuando me alejo, Lapidus cierra la puerta lentamente. Pero en el último segundo… justo cuando se da la vuelta… justo cuando se pasa la mano por el labio superior… juro que está reprimiendo una leve sonrisa.

—¿O sea que no te ha dicho nada? —pregunta Charlie mientras avanzamos por Park Avenue, zigzagueando en tándem a través de la multitud que ha salido a almorzar.

—¿Podemos no hablar de ello por favor? —digo.

—¿Qué ha…?

—¡He dicho que no quiero hablar de ello!

Charlie retrocede con ambas palmas alzadas.

—Escucha, no tienes que repetírmelo veinte veces, de todos modos tengo mejores cosas que hacer. ¿Qué quieres comprar primero? Yo estoy pensando en algo pequeño, pero fácil de ocultar… como Delaware.

Esta vez decido no contestarle.

—¿Qué? ¿No te gusta Delaware? De acuerdo, ¿qué me dices de Carolina?

Sigo sin responder.

—Venga, Ollie, demuéstrame un poco de amor… un abrazo, un grito, algo.

Él sabe que soy demasiado obstinado para morderme la lengua, pero también sabe que cuando me quedo en silencio es porque mi mente está en otra cosa.

—¡Hoolaaaaaa, aquí planeta Tierra llamando a Oliver! ¿Habla usted español?

Bajo el bordillo y cruzo la calle 41. Sólo queda una manzana.

—¿Crees que Shep nos la jugará? —pregunto de pronto.

Charlie se echa a reír. Esa risa de hermano pequeño.

—¿Es por eso que te estás cagando en los pantalones?

—Hablo en serio, Charlie. Puede que ésa sea la razón por la que ha aceptado reunirse con nosotros. Podría grabar toda nuestra conversación y luego sólo tendría que entregársela a…

—Ja, ja, ja… ha llegado el momento de subir al tranvía y largarse de la Tierra de Nunca Jamás. Es de Shep de quien estamos hablando. El no está aquí para jodernos. Quiere ese dinero tanto como nosotros.

—Habla por ti —le digo—. Yo no quiero saber nada de ese dinero. Sólo me preocupa que cuando llegue el momento, no estemos metidos hasta las cejas en «él dijo/nosotros dijimos».

—Bien, deja que te diga una cosa, si llegamos a ese punto, Shep sería un perfecto imbécil. Quiero decir, la forma en que ha salido todo, no podríamos haberlo hecho sin la ayuda de nadie. Hasta Shep lo sabe. De modo que si comienza a señalarnos con el dedo, está claro que tenemos un montón de sus huellas dactilares para señalarle a él. Además, no tenemos alternativa; Shep es nuestro único hombre dentro.

Me quedo nuevamente en silencio. Charlie tiene razón en ese punto. Aún nos falta una tonelada de información. Ahora mismo, cuando cruzamos la calle 42 y nos acercamos a paso vivo a las puertas de cristal y latón de la estación Grand Central, hay un solo lugar al que podemos entrar.

—¿Estás preparado? —pregunta Charlie, abriendo la puerta e inclinando ligeramente el cuerpo como si fuese un mayordomo. Me observa atentamente para comprobar si muestro algún signo de vacilación.

Me detengo en el umbral pero sólo por un segundo. Antes de que Charlie pueda plantear el desafío, entro sin mirar atrás.

—Ahora nos entendemos —dice.

—Vamos —digo en voz alta, retándole a que no se quede atrás. Sólo por el silencio puedo saber lo que está pensando. No es capaz de decidir si mi acto de valentía es auténtico, o si sólo estoy ansioso por conseguir algunas respuestas. En cualquier caso, cuando me vuelvo para examinar la expresión de su rostro, no hay duda de que está impresionado.

Al principio corremos a través de un túnel subterráneo, claustrofóbico y de techo bajo. Luego —como ese momento en el que tu coche emerge del Battery Tunnel de Brooklyn y todo Manhattan aparece ante ti— vamos hacia la luz… el techo asciende, asciende… y aparece el vestíbulo principal cubierto de mármol de la estación Grand Central. Charlie dobla el cuello hacia arriba para contemplar las ventanas arqueadas de veinte metros a lo largo de la pared izquierda, y el mural del zodíaco en blanco y azul que decora el techo abovedado.

Según el reloj que hay en el centro de la estación, sólo nos quedan tres minutos. Me vuelvo hacia Charlie sin dejar de correr.

—¿Cuál es la forma más fácil de…?

—Sígueme —me interrumpe y toma rápidamente la delantera. Es posible que haya oído muchas veces adónde vamos, pero nunca he estado allí. Este lugar pertenece a Charlie. Conmigo pisándole los talones, gira abruptamente a la izquierda, se abre camino a través de la multitud de pasajeros y turistas, y acelera hacia una docena de escalones que llevan al nivel inferior de la estación.

—Ahora tranquilo —digo, tirando de su camisa para que aminore el paso en la escalera. No quiero montar un número.

—Sí, como si alguien estuviese mirando —dice, alzando una ceja.

Charlie salta los últimos tres escalones y aterriza con un golpe seco que hace sonar sus zapatos contra el suelo de hormigón. Sus pies seguramente han acusado el impacto dentro de los zapatos de vestir, pero no dice nada. Odia el ya-te-lo-ha-bía-dicho.

—¿Ahora hacia dónde? —pregunto cuando llego a su lado.

Sin responder, Charlie continúa corriendo a través del nivel inferior de la estación en el que ahora hay otro bar de comidas. La nariz de Charlie sigue el olor de las patatas fritas, pero sus ojos están pegados a una flecha que señala a la izquierda situada en la base de un antiguo cartel de azulejos: «A las vías 100-117».

—Allá vamos —dice Charlie.

A lo largo del vestíbulo, tenemos el bar de comidas a nuestra izquierda y los accesos de fin de siglo a las vías a nuestra derecha. A medida que avanzamos cuento las puertas. 108… 109… 110. En el extremo del vestíbulo veo el cartel: Vías 116 y 117.

Atravesamos una puerta y nos encontramos en la parte superior de una elevada escalera desde donde se divisa el amplio andén de hormigón. Conforme al horario hay un tren estacionado en la vía 116 a la derecha del andén. A la izquierda, sin embargo —en la 117— no hay posibilidad alguna de que llegue ningún tren. Ni ahora ni nunca. Para decirlo con pocas palabras, la vía 117 oficialmente no existe. De acuerdo, el espacio está allí, pero no se trata de una vía activa. Durante los últimos diez años, ese espacio ha estado ocupado por una larga fila de remolques prefabricados.

—¿Aquí es donde solías jugar? —pregunto mientras observamos a través de una ventana iluminada a dos obreros de la construcción en el interior de uno de los remolques.

—No… —contesta Charlie, dirigiéndose hacia un corto pasadizo que se abre a mi izquierda—. Aquí es donde solíamos escondernos…

Al ver la expresión de confusión en mi rostro, se explica:

—Cuando estaba en el instituto, Randy Boxer y yo solíamos recorrer los andenes los viernes por la noche tocando música para los viajeros. Su armónica, mi bajo y la mayor audiencia potencial a este lado del Madison Square Garden. Naturalmente, los polis nos perseguían cuando nos veían, pero en el laberinto de escaleras, el nivel inferior ofrecía los mejores lugares para desaparecer. Y aquí, detrás de la 117, nos volvíamos a reunir para volver a la lucha.

—¿Estás seguro de que no hay peligro? —pregunto mientras Charlie se apresura a través del sucio pasadizo que corre perpendicular a la vía 117. No es el pasadizo lo que me detiene, sino la puerta metálica que se alza al final del mismo y las palabras marrones, desteñidas que están pintadas en ella:

Sólo empleados

¡Deténgase! ¡Mire!

¡Escuche!

Peligro

Peligro. Es ahí donde clavo los frenos. Y, como siempre, es ahí donde Charlie acelera el paso.

—Charlie, quizá no deberíamos…

—No seas miedica —exclama al tiempo que coge el pomo de la puerta. Observa el marco oxidado, tira con fuerza y, cuando la puerta se abre, una tormenta de arena se abate sobre nosotros. Charlie se mete en medio del remolino. Y descubro que estoy completamente solo.

Mientras sigo sus pasos hacia el espacio adyacente, nos encontramos en una enorme estación subterránea, parados en el borde de un grupo de vías abandonadas.

Para Charlie es una especie de regreso al hogar.

—«Donde los trenes vienen a morir», solía decir Randy.

Al mirar a mi alrededor comprendo la razón: el túnel es lo bastante amplio para alojar tres pares de vías, lo bastante alto para que entren los viejos trenes diesel y tiene los techos lo bastante ennegrecidos como para demostrar por qué prescindieron de los diesel. Junto a los raíles oxidados y entre los tirantes aún más oxidados, el suelo está cubierto de envoltorios de condones, colillas de cigarrillos y al menos dos jeringuillas usadas. No hay duda, es un excelente lugar para esconderse.

—Cierra la puerta —dice Shep desde un poco más arriba del andén.

—A mí también me alegra verte —dice Charlie. Señalando por encima del hombro, añade—: No te preocupes por la puerta, desde allí no se puede oír nada.

Shep le mira como si ni siquiera estuviese allí.

—Oliver, cierra la puerta —ordena.

No lo dudo. La puerta se cierra con un ruido apagado; el lugar queda en silencio. Disponemos de quince minutos antes de que alguien descubra que los tres nos hemos marchado al mismo tiempo. No quiero perder ni un segundo.

—¿Es muy mala la situación? —pregunto, mientras me limpio las manos cubiertas de hollín en los pantalones.

—¿Has oído hablar del
Titanic
? —pregunta Shep—. Deberías ver lo que está pasando allí arriba; están todos a punto de explotar. Lapidus se está arrancando las orejas y amenaza con lanzar las plagas de Egipto sobre cualquiera que filtre información al público. Al otro lado de la mesa, Quincy grita como un condenado por teléfono a la compañía de seguros y aporrea la calculadora para determinar cuál es la cantidad exacta que les afecta personalmente.

—¿Se lo han comunicado ya a los otros socios?

—Hay una reunión de urgencia convocada para esta noche. Mientras tanto, están esperando a que el Servicio analice el sistema informático y encuentre quizá una pista de adonde ha ido el dinero desde Londres.

—O sea que todavía no saben dónde está… —comienza a decir Charlie.

—… y no saben que hemos sido nosotros —Shep completa la frase—. Todavía no, al menos.

Eso es todo lo que necesito oír.

—Muy bien —digo, con las manos apoyadas en las caderas.

Charlie me fulmina con la mirada. Odia esta postura.

No estoy de humor para escuchar sus comentarios, de modo que me vuelvo hacia Shep.

—¿Qué te parece si nos entregamos? —pregunto.

—¿Qué? —exclama Shep.

—El chico tiene miedo —dice Charlie.

—Oliver, no debemos precipitarnos —añade Shep—. Aunque ahora sople un tornado, las cosas finalmente se calmarán.

—Ah, ¿o sea que ahora crees que podemos eludir al servicio secreto?

—Lo único que digo es que aún puede salir bien —contesta Shep—. Conozco los procedimientos del Servicio. Cuando se trata de dinero, les lleva al menos una semana decidir si pueden encontrarlo. Si lo hacen, nos entregamos con una explicación completa de lo que sucedió. Pero si no es así… ¿por qué alejarse del botín? Olvídate de la calderilla… trescientos trece millones de dólares significa más de ciento cuatro millones para cada uno.

Una sonrisa se dibuja en las mejillas de Charlie. Al advertir la expresión de ira en mi rostro, da un paso hacia adelante y comienza a bailar. Nada exagerado, apenas unos movimientos de hombros y unos pocos pasos con los pies. Destinado deliberadamente a fastidiarme.

—Mmmmmm-mmmmm —canturrea, moviendo la cabeza en el mejor estilo Stevie Wonder—. ¡Huele a rico!

—Te aseguro que no hay ninguna razón para que nos entreguemos a la policía —insiste Shep, esperando convencerme—. Si jugamos bien nuestras cartas, podremos conseguirlo.

—¿Acaso estás escuchando lo que dices? —digo—. No podemos ganar. Piensa en lo que dijiste cuando comenzó todo esto: «es un crimen perfecto cuando nadie sabe que se ha producido; son sólo tres millones de dólares», ése fue tu gran discurso. ¿Y dónde estamos ahora? Han desaparecido trescientos trece millones de dólares… el servicio secreto ha aparcado delante de nuestras casas… y cuando la prensa se entere de todo esto… eso sin contar al que quería el dinero en un principio… cuando acabe este asunto todo el mundo estará pegado a nuestro culo.

—No lo niego —dice Shep—. Pero eso tampoco significa que debamos hacernos el haraquiri el primer día. Además, Lapidus no dejará que esto trascienda. Si lo hace, los otros clientes comenzarán a lanzarse en busca de la salida. Es como cuando aquel pirata informático robó diez millones de pavos del Citibank hace unos años; hicieron todo lo que estaba en sus manos para que la noticia no llegase a los periódicos…

—Pero finalmente ocupó todos los titulares —interrumpo—. Las cosas siempre acaban por saberse. Ya no existen los secretos, no estamos en los cincuenta. Aunque Lapidus consiga retener la información durante un mes… entre informes, reclamaciones de las compañías de seguros y litigios… finalmente encontrará su camino hacia el exterior. Y entonces volveremos a encontrarnos donde estamos ahora, tres primos que…

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