—Lo comprendo. Sí.
—A menos, naturalmente, que hayan colocado un hiperrelé a bordo. El hiperrelé envía una señal a través del hiperespacio, una señal característica de esta nave, y las autoridades de Términus saben dónde estamos en todo momento. Esto responde a su pregunta, ¿verdad? No habría ningún lugar en la Galaxia donde pudiéramos escondernos y ninguna combinación de saltos por el hiperespacio nos permitiría eludir sus instrumentos.
—Pero, Golan —dijo Pelorat con suavidad—, ¿acaso no necesitamos la protección de la Fundación?
—Sí, Janov, pero no siempre. Usted ha dicho que el avance de la civilización significaba la continua restricción de la intimidad. Bueno, yo no quiero estar tan avanzado. Quiero libertad para moverme a mi antojo sin ser detectado, a menos que quiera protección. De modo que me sentiría mejor, mucho mejor, si no hubiera un hiperrelé a bordo.
—¿Lo ha encontrado, Golan?
—No, aún no. En todo caso, podría volverlo inoperante de alguna manera.
—¿Reconocería uno si lo viera?
—Esta es una de las dificultades. Quizá no lo reconociera. Sé cómo suele ser un hiperrelé y sé cómo examinar un objeto sospechoso…, pero ésta es una nave último modelo, diseñada para misiones especiales. El hiperrelé puede haber sido incorporado a su diseño de forma que no de ninguna muestra de su presencia.
—Por otra parte, quizá no haya ningún hiperrelé en la nave y éste sea el motivo por el que no lo ha encontrado.
—No me atrevo a confiar en ello y no me gusta la idea de dar un salto hasta que lo sepa.
El rostro de Pelorat se iluminó.
—Por eso hemos estado dando vueltas en el espacio. Me preguntaba por qué no habíamos saltado.
He oído hablar de los saltos, ¿sabe? La verdad es que estaba un poco nervioso pensando en ello, preguntándome cuándo me ordenaría que me atara o tomase una pastilla o algo así.
Trevize esbozó una sonrisa.
—No debe tener miedo. Las cosas ya no son como antes. En una nave como ésta, la computadora lo hace todo. Tú le das las instrucciones y ella se encarga del resto. No nos daremos cuenta de nada, excepto de que el panorama ha cambiado de repente.
Si ha estado alguna vez en una sesión de diapositivas, sabrá lo que ocurre cuando se proyecta una diapositiva en lugar de otra. Pues bien, el salto será algo parecido.
—¡Caramba! ¿No se nota nada? ¡Qué curioso! Lo encuentro un poco decepcionante.
—Yo nunca he notado nada y las naves en que he viajado no eran tan sofisticadas como ésta. Pero no es por el hiperrelé por lo que no hemos saltado. Tenemos que alejarnos un poco más de Términus, y del sol. Cuanto más lejos estemos de cualquier objeto macizo, más fácil nos resultará controlar el salto, y salir de nuevo al espacio en las coordenadas deseadas. En una emergencia, puedes arriesgarte a dar un salto cuando sólo estás a doscientos kilómetros de la superficie de un planeta y confiar en que tendrás la suerte de terminarlo a salvo. Como en la Galaxia hay mucho más volumen seguro que inseguro, puedes confiar en lograrlo. Sin embargo, siempre hay la posibilidad de que factores accidentales te hagan reaparecer a unos pocos millones de kilómetros de una estrella grande o en el núcleo galáctico, y entonces te fríes antes de poder pestañear.
Cuanto más lejos estés de una masa, más remotos serán estos factores y menos probable que se produzca un contratiempo.
—En ese caso, alabo su prudencia. No tenemos ninguna prisa.
—Exactamente. Además, me encantaría encontrar el hiperrelé antes de hacer nada. O encontrar un modo de convencerme a mí mismo de que no hay ningún hiperrelé.
Trevize pareció sumirse nuevamente en su concentración privada y Pelorat dijo, alzando un poco la voz para superar la barrera de preocupación:
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—¿Qué?
—Quiero decir, ¿cuándo efectuaría el salto si no estuviese inquieto por el hiperrelé, mi querido amigo?
—Teniendo en cuenta nuestra velocidad y trayectoria, yo diría que cuatro días después del despegue.
Lo calcularé exactamente con ayuda de la computadora.
—Bueno, entonces, aún dispone de dos días para seguir buscando. ¿Puedo hacerle una sugerencia?
—Adelante.
—Sé por mi propio trabajo, muy distinto del suyo, naturalmente, pero quizá podamos generalizar, que concentrarse demasiado en un problema determinado es contraproducente. ¿Por qué no se relaja y habla de alguna cosa? Quizá su subconsciente, liberado del peso de la concentración, resuelva el problema por usted.
Trevize pareció momentáneamente molesto y luego se echó a reír.
—Bueno, ¿por qué no? Dígame, profesor, ¿qué le hizo interesarse por la Tierra? ¿Qué le inspiró esa extraña teoría sobre un planeta concreto del que procedemos todos?
—¡Ah! —Pelorat inclinó la cabeza en actitud meditativa—. Eso es retroceder mucho. Más de treinta años. Yo pensaba ser biólogo cuando iba a la escuela. Estaba particularmente interesado por la variación de las especies en los distintos mundos.
La variación, como usted sabe, bueno, quizá no lo sepa, de modo que no le importará que se lo explique, es muy pequeña. Todas las formas de vida existentes en la Galaxia, al menos todas las que hemos descubierto hasta ahora, tienen en común una composición de agua, proteínas y ácido nucleico.
Trevize dijo:
—Yo fui a la escuela militar, donde hacían hincapié en la tecnología nuclear y gravitica, pero no soy exactamente un especialista. Sé algunas cosas sobre la base química de la vida. Nos enseñaron que el agua, las proteínas y los ácidos nucleicos son la única base posible para la vida.
—En mi opinión, ésa es una conclusión injustificada. Es mejor decir que aún no ha sido encontrada ninguna otra forma de vida, o, en todo caso, reconocida, y nada más. Lo más sorprendente es que las especies indígenas, es decir, las especies encontradas en un solo planeta y ningún otro, son escasas en número. La mayoría de las especies que existen, incluido el Homo sapiens en particular, están repartidas por todos o casi todos los mundos habitados de la Galaxia y son muy parecidas bioquímica, fisiológica y morfológicamente. Por otra parte, las especies indígenas se diferencian enormemente de las formas diseminadas y unas de otras.
—¿Y bien?
—La conclusión es que un mundo de la Galaxia, un solo mundo, es distinto del resto. Decenas de millones de mundos de la Galaxia, nadie sabe exactamente cuántos, han desarrollado vida. Era una vida simple, una vida escasa, una vida débil; no muy diversificada, difícilmente mantenida y difícilmente extendida. Un mundo, sólo un mundo, desarrolló vida en millones de especies, muchos millones, algunas muy especializadas, altamente desarrolladas, muy propensas a multiplicarse y extenderse, y entre ellas nos encontramos nosotros. Nosotros fuimos suficientemente inteligentes para formar una civilización, para desarrollar los vuelos hiperespaciales, y para colonizar la Galaxia, y, al extendemos por la Galaxia, tomamos muchas otras formas de vida, formas relacionadas entre sí y con nosotros.
—Si uno se detiene a pensarlo —dijo Trevize con bastante indiferencia—, supongo que es lógico. Es decir, aquí estamos en una Galaxia humana. Si suponemos que todo empezó en un solo mundo, ese mundo tendría que ser distinto. Pero ¿por qué no? Las posibilidades de desarrollar vida de un modo tan tumultuoso deben ser muy pocas, quizás una en cien millones de modo que es posible que sucediera en un mundo entre cien millones. Tuvo que ser uno.
—Pero ¿que es lo que hizo a ese mundo concreto tan distinto de los demás? —inquirió Pelorat con excitación—. ¿Cuáles fueron las condiciones que lo hicieron único?
—Simple casualidad, tal vez. Después de todo, los seres humanos y las formas de vida que trajeron consigo ya existen en decenas de millones de planetas, todos los cuales pueden sustentar vida, de modo que todos esos mundos deben reunir las condiciones necesarias.
—¡No! Una vez la especie humana hubo evolucionado, una vez hubo desarrollado una tecnología, una vez se hubo endurecido en la ardua lucha por la supervivencia, fue capaz de adaptarse a la vida en cualquier mundo, por muy inhóspito que éste fuera; en Términus, por ejemplo. Pero ¿puede usted imaginar que la vida inteligente se haya desarrollado en Términus? Cuando Términus fue ocupada por seres humanos en tiempos de los enciclopedistas, la forma de vida vegetal más avanzada que producía era una planta musgosa que crecía sobre las piedras; las formas de vida animal más avanzadas eran pequeñas formaciones coralinas en el mar y organismos voladores similares a insectos en la tierra.
Nosotros los aniquilamos y surtimos el mar y la tierra de peces, conejos, cabras, yerba, cereales, árboles y así sucesivamente. No nos queda nada de la vida indígena, excepto lo que existe en los zoológicos y acuarios.
—Hmm —dijo Trevize.
Pelorat lo miró durante un minuto, y después suspiró y dijo:
—No le importa demasiado, ¿verdad? ¡Notable! Por alguna razón, nunca encuentro a nadie que le importe. Supongo que es culpa mía. No puedo hacerlo interesante, aunque a mi me interese tanto.
Trevize dijo:
—Es interesante. Lo es. Pero… pero… ¿y qué?
—¿No le parece que podría ser científicamente interesante estudiar un mundo que dio origen al único equilibrio ecológico indígena realmente floreciente que la Galaxia ha visto jamás?
—Tal vez, sí eres biólogo. Yo no lo soy. Tendrá que perdonarme.
—Naturalmente, querido amigo. Lo malo es que tampoco he encontrado nunca a un biólogo que es, tuviera interesado. Ya le he dicho que quería especializarme en biología. Planteé el tema a mi profesor y ni siquiera él se mostró interesado. Me recomendó que dedicara mis esfuerzos a algún problema práctico. Esto me decepcionó tanto que cambié la biología por la historia, que, en todo caso, había sido una de mis aficiones desde la adolescencia, y abordé la «Cuestión del Origen» desde ese ángulo.
Trevize dijo:
—Pero al menos le ha proporcionado un trabajo para toda la vida, de modo que debe alegrarse de que su profesor fuera tan ignorante.
—Sí, supongo que podría mirarse de ese modo. Y es un trabajo interesante, del que nunca me canso… Pero desearía que a usted le interesara. Odio esta sensación de hablar siempre conmigo mismo.
Trevize inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír de buena gana.
El sereno rostro de Pelorat adquirió una expresión ofendida.
—¿Por qué se ríe de mí?
—De usted no, Janov —dijo Trevize—. Me reía de mi propia estupidez. A usted le estoy muy agradecido. Tenía toda la razón, ¿sabe?
—¿Al reconocer la importancia de los orígenes humanos?
—No, no… Bueno, sí, en eso también… Pero me refería a que ha tenido razón aconsejándome que dejara de pensar conscientemente en mi problema y volviera mi mente hacia otro lado. Ha dado resultado. Cuando usted hablaba del modo en que evolucionó la vida, al fin se me ha ocurrido que sabía cómo encontrar ese hiperrelé si existía.
—¡Oh, eso!
—¡Si, eso! Es mi monomanía en este momento.
He buscado ese hiperrelé como si estuviera en mi viejo lanchón de una nave escuela, examinando cada parte de la nave con la vista, buscando algo que destacara del resto. Había olvidado que esta nave es un elaborado producto de miles de años de evolución tecnológica. ¿No lo entiende?
—No, Golan.
—Tenemos una computadora a bordo. ¿Cómo puedo haberlo olvidado?
Agitó la mano y fue hacia su propia habitación, arrastrando a Pelorat consigo.
—Sólo he de intentar comunicarme —dijo, colocando las manos en el contacto de la computadora.
Era cuestión de intentar comunicar con Términus, que ahora estaba a varios miles de kilómetros.
¡Llama! ¡Habla! Fue como si las terminaciones nerviosas brotaran y crecieran, extendiéndose con asombrosa velocidad, la velocidad de la luz, naturalmente, para establecer contacto.
Trevize se sorprendió tocando…, bueno, no exactamente tocando, sino percibiendo…, bueno, no exactamente percibiendo, sino…, no importaba, pues no había una palabra para ello.
Fue consciente de que Términus estaba a su alcance y, aunque la distancia entre él y el planeta se incrementaba a razón de unos veinte kilómetros por segundo, el contacto persistió como si el planeta y la nave estuvieran inmóviles y separados por unos pocos metros.
No dijo nada. No pensó nada. Únicamente estaba comprobando el principio de comunicación; no estaba comunicándose activamente.
Más allá, a ocho pársecs de distancia, estaba Anacreonte, el planeta grande más cercano, a la vuelta de la esquina, según los patrones galácticos. Enviar un mensaje por el mismo sistema, de velocidad equivalente a la de la luz, que acababa de funcionar con Términus, y recibir una respuesta, requeriría cincuenta y dos años.
¡Comunícate con Anacreonte! ¡Piensa en Anacreonte! Piensa en él tan intensamente como puedas.
Conoces su situación en relación a Términus y el núcleo galáctico; has estudiado su planetografía e historia; has resuelto problemas militares para recuperar Anacreonte (en el caso imposible, actualmente, de que fuera tomado por un enemigo).
¡Espacio! Has estado en Anacreonte.
¡Imagínatelo! ¡Imagínatelo! Sentirás que estás sobre él vía hiperrelé.
¡Nada! Sus terminaciones nerviosas vibraron y finalmente no se detuvieron en ningún sitio.
Trevize se liberó.
—No hay ningún hiperrelé a bordo del Estrella Lejana, Janov. Estoy seguro. Y si no hubiera seguido su sugerencia, me pregunto cuánto hubiese tardado en llegar a esta conclusión.
Pelorat, sin mover un solo músculo facial, resplandeció de alegría.
—Me satisface haberle servido de ayuda. ¿Significa esto que saltamos?
—No, esperaremos dos días más, para estar seguros. Tenemos que alejarnos de la masa, ¿recuerda? Normalmente, considerando que tengo una nave nueva y desconocida sobre la que no sé casi nada, tardaría dos días en calcular el procedimiento exacto, la hiperpropulsión correcta para el primer salto, en particular. No obstante, tengo la corazonada de que la computadora lo hará todo.
—¡Caramba! Eso significa que tenemos por delante un aburrido espacio de tiempo, creo yo.
—¿Aburrido? —Trevize sonrió ampliamente—. ¡Nada de eso! Usted y yo, Janov, vamos a hablar de la Tierra.
Pelorat dijo:
—¿En serio? ¿Acaso intenta complacer a un viejo? Es usted muy amable. De verdad.