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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Los ingenieros de Mundo Anillo (39 page)

Más allá, la playa cedía su lugar a unos prados y éstos, a un bosque. Todo estaba en llamas. Era un incendio de miles de hectáreas, con llamas que brotaban de todas partes y un gran hongo de humo que se alzaba a partir del centro, como aquella nube de vapor que ellos habían levantado en el campo de girasoles. No era posible que el impacto de la «Aguja» hubiera hecho aquello.

—Ahora ya lo sabemos —dijo el Inferior—. La defensa antimeteoritos está programada para disparar sobre los territorios habitados. Estoy espantado, Luis. La energía invertida en esto viene a ser del orden de magnitud de la que necesitó el proyecto que puso en marcha la Flota de los Mundos. Y, sin embargo, la instalación automática ha de ser capaz de hacerlo repetidas veces.

—Ya sabemos que los Pak pensaban en grande. ¿Cómo lo hicieron?

—No me molestes ahora. Dentro de un rato lo sabrás —dijo el Inferior, y desapareció.

Era molesto. El titerote controlaba todos los instrumentos. Podía mentir cuanto quisiera y, ¿cómo iba Luis a averiguarlo? Aunque de momento, el titerote no estaba en condiciones de variar el acuerdo…

Se dio cuenta de que Harkabeeparolyn le estaba tirando del brazo, y dijo con cierta brusquedad:

—¿Qué pasa?

—No pregunto por curiosidad, Luis. Mi razón flaquea. Me veo sacudida por fuerzas que ni siquiera logro describir. ¿Qué nos ha ocurrido? ¡Por favor!

Luis suspiró.

—Será preciso explicarte lo que es un campo de estasis y lo de la defensa del Anillo contra los meteoritos. Y también, lo de los titerotes de Pierson y los cascos de la General de Productos, y lo de Pak.

—Te escucho.

Y entonces, él habló, y ella asintió e hizo más preguntas, y él siguió hablando. No había manera de saber hasta qué punto entendía ella lo que se le explicaba y, por otra parte, él sabía mucho menos de lo que deseaba dar a entender, naturalmente. Casi todas las explicaciones consistieron en eso, en asegurar que Luis Wu sabía bien de qué hablaba. Y cuando ella se hubo convencido de eso, se tranquilizó bastante, que a fin de cuentas era lo que se trataba de conseguir.

Luego, ella le condujo hacia la cama de agua, sin hacer caso de la presencia de Kawaresksenjajok, quien se limitó a sonreír y a echarles una sola ojeada por encima del hombro, después de lo cual, se volvió para contemplar el espectáculo del Gran Océano, que pasaba debajo de ellos.

En el rishathra uno encontraba la seguridad. Una falsa seguridad quizá, pero ¡qué importaba!

Desde luego, había mucha agua allí abajo.

A mil quinientos kilómetros de altura, la vista podía extenderse muy lejos antes de que las capas del aire limitasen la perspectiva. ¡Y en la mayor parte de aquella inmensidad, ni siquiera aparecía una islita! Se veían los fondos marinos, que en algunos lugares eran de poquísima profundidad. Pero lo archipiélagos habían quedado muy atrás, y sin duda, no habrían sido sino prominencias submarinas antes de que el Puño-de-Dios deformase el suelo y los convirtiese en tierras emergidas.

Y había tormentas. Hubiera sido vano buscar las figuras espirales indicativas de un huracán o de un tifón. Pero las nubes dibujaban formas que semejaban ríos en medio del aire, cuyo movimiento vertiginoso resultaba perceptible, incluso desde aquella altura.

Los kzinti que se habían aventurado en aquella inmensidad, ciertamente no eran unos cobardes, y los que lograron regresar demostraron prudencia. Aquellas islas que se perfilaban en el horizonte, a babor (había que fruncir el entrecejo para estar seguro de verlas), serían sin duda el mapa de la Tierra, y parecía perdido en medio de tanto azul.

Una voz fría y meticulosa de contralto se insinuó en sus pensamientos.

—¿Luis? He reducido nuestra velocidad máxima a cinco kilómetros por segundo.

—Bien. Cinco o cuatro, ¡qué importaba!

—¿Dónde dijiste que estaba emplazada la defensa contra meteoritos, Luis?

Había algo en aquel retintín de la voz del titerote…

—Yo no dije nada. No lo sé.

—En las pantallas de sombra, dijiste. Está grabado. Que debía de ser en las pantallas de sombra, puesto que la defensa no actuaba en la cara exterior del Anillo.

La voz no tenía ninguna expresión ni entonación especial.

—¿He de entender que estaba equivocado?

—No, Luis. Escucha. Cuando pasábamos a unos seis kilómetros por segundo, hubo un destello del sol. Lo tengo en la grabación del vídeo. Nosotros no lo vimos, debido a la protección antideslumbrante. El sol lanzó un chorro de plasma de muchos millones de kilómetros de longitud. Es difícil de observar, porque venía dirigido contra nosotros. No se dobló por efecto del campo magnético solar como suele ocurrir con las protuberancias normales.

—Eso que nos dio no fue ninguna protuberancia.

—El chorro se extendió sobre varios millones de kilómetros durante veinte minutos, y luego se concentró en un láser violeta.

—¡Dios mío!

—Un láser de gas a muy gran escala. El suelo todavía está incandescente en el lugar donde cayó el rayo. Calculo que cubriría una sección de diez kilómetros; no era un haz demasiado concentrado, pero tampoco hacía falta. Incluso bajo un rendimiento mediano, un chorro de esa magnitud alimentaría un láser de gas con una energía de tres por diez elevado a la veintisiete ergios por segundo, durante una hora.

Silencio.

—¿Luis?

—Concédeme un minuto, Inferior. Ésa sí que es un arma impresionante.

Entonces cayó en la cuenta, y comprendió el secreto de los Ingenieros del Mundo Anillo.

—Por eso se sentían seguros. Por eso se vieron capaces de construir un Mundo Anillo. No temían a ningún género de invasión. Poseían un arma láser más grande que los planetas, más grande que el sistema Tierra-Luna y más grande que… ¿Inferior? Creo que voy a desmayarme.

—No tenemos tiempo para eso, Luis.

—¿Cómo se produjo? Algo debió de hacer que el sol arrojase el chorro de plasma. Un efecto magnético, ha de ser eso. ¿Podría ser una de las funciones de las pantallas de sombra?

—No lo creo. Las grabaciones de las cámaras indican que el círculo de pantallas se movió para apartarse y dejar pasar el haz, mientras en otros puntos se estrechaba, sin duda para evitar los efectos del aumento de insolación a nivel del suelo. No cabe pensar que ese mimo círculo de pantallas cuadradas manipulase magnéticamente la fotosfera. Todo Ingeniero inteligente proyectaría dos sistemas independientes.

—Estás en lo cierto. Totalmente en lo cierto. Verifícalo de todas maneras, ¿quieres? Hemos grabado todos los efectos magnéticos posibles desde tres ángulos distintos. Averigua lo que produjo la protuberancia solar.

¡Por Alá, Kdapt, Brahma y Finagle! ¡Que fuesen las pantallas de sombra!

—Oye, Inferior. Encuentres lo que encuentres, no se te ocurra querer pegármela.

Hubo una pausa peculiar, y luego:

—Bajo las circunstancias actuales, eso no serviría sino para perdernos a todos. No lo haría, salvo que no quedase ninguna esperanza. ¿Qué estás pensando?

—Siempre hay alguna esperanza. No lo olvides.

Al fin avistaron el mapa de Marte. Estaba más lejos que el de la Tierra (unos ciento sesenta mil kilómetros más a estribor) pero, a diferencia de éste, lo constituía una sola masa compacta. Bajo el ángulo con que se les presentaba a ellos, parecía una línea negra: treinta kilómetros sobre el nivel del mar, tal y como había previsto el Inferior.

Una luz roja parpadeaba en el panel de instrumentos del módulo. La temperatura, cuarenta y cinco grados, no hubiera estado mal para una sauna. En el gran ataúd que contenía a Chmeee no parpadeaba ninguna lámpara: el autoquirófano tenía su propia regulación de temperatura.

Al parecer, los kzinti defensores habían agotado los explosivos. En cambio, sus provisiones de leña para quemar parecían inacabables.

Les quedaban por recorrer unos treinta mil kilómetros, a seis kilómetros por segundo.

—¿Luis?

Luis se salió del campo sómnico de mala gana. Pensó que el Inferior presentaba un aspecto horrible. Con la melena en desorden y perdidos todos los adornos de un lado. Se tambaleaba como si tuviera las rodillas de palo.

—Hemos de pensar otra cosa —le dijo Luis. Hubiera deseado alargar la mano al otro lado del mamparo acariciarle la melena al titerote, inspirarle algún tipo de confianza—. A lo mejor, hay alguna biblioteca en ese castillo. A lo mejor, Chmeee ha averiguado algo que nosotros todavía no sabemos. ¡Nej! Puede que la brigada de reparadores sepa ya la solución.

—La misma que nosotros. Una oportunidad para estudiar las manchas solares desde dentro. —La voz del titerote sonaba helada como la de una computadora—. Tú lo habías adivinado, ¿verdad? Formas conductoras hexagonales empotradas en el suelo del Mundo Anillo. Se puede magnetizar el scrith con objeto de inducir chorros de plasma en la fotosfera solar.

—Sí.

—Pudo ser un suceso así lo que descentró el sistema del Mundo Anillo. Un chorro de plasma formado para combatir a un meteorito, a un cometa despistado, o incluso a una flota procedente de la Tierra o de Kzin. El plasma chocó sobre el Mundo Anillo. Pero no estaban los reactores para volver a corregir la posición. Sin el chorro de plasma, tal vez el mismo meteorito habría bastado. El equipo de reparación llega tarde, demasiado tarde.

—Esperemos que no.

—La reja superconductora no sirve para sustituir los reactores de corrección.

—No. ¿Te encuentras bien?

—No.

—¿Qué piensas hacer?

—Obedecer órdenes.

—Bien.

—Si yo fuese todavía el Ser último de esta expedición, abandonaría ahora mismo.

—Te creo.

—¿A que no has adivinado lo peor? He calculado que el sol posiblemente podría ser desplazado. Se puede hacer que arroje plasma, y que el plasma se concentre en un láser de gas, lo que equivaldría a un motor de fotones para el sol mismo. El Mundo Anillo se vería arrastrado por la gravedad del sol. Pero incluso el empuje máximo sería demasiado minúsculo, demasiado poco para servirnos de algo. Y si la aceleración fuese superior a dos por diez elevado a menos cuatro g, el Anillo quedaría atrás. En cualquiera caso, las radiaciones del chorro de plasma arruinarían el sistema ecológico. ¿Te hace gracia, Luis?

El aludido reía.

—Nunca se me ocurrió mover el sol. No serviría. ¿De veras hiciste los cálculos para esa posibilidad?

De nuevo la voz fría y mecánica dijo:

—Lo hice. Y no sirve. ¿Qué otra cosa hay?

—Obedecer mis órdenes. Mantén el rumbo a contragiro, a seis kilómetros por segundo, y dime cuándo puedo trasladarme al módulo.

—A la orden, señor.

—¿Inferior?

Una de las cabezas se volvió.

—A veces es absurdo abandonar.

28. El mapa de Kzin

Todas las lámparas piloto estaban en verde. Cualquiera que fuese la situación médica, el autoquirófano se juzgaba en condiciones de ponerle remedio. Chmeee estaba vivo ahí dentro… aunque tal vez en no muy buen estado.

Pero el termómetro de la cabina de vuelo indicaba los setenta grados.

—¿Estás preparado para pasar, Luis? —preguntó el Inferior.

El mapa de Marte era una línea oscura debajo de la serie de «ventanas» holográficas, a estribor. El mapa de Kzin se divisaba con bastante más dificultad. Alejado de Marte varios grados de arco, y a ochenta mil kilómetros de donde ellos se encontraban, Luis distinguió un grupo de puntos azul grisáceo sobre el mar gris azulado.

—Todavía no estamos exactamente en oposición —dijo.

—No. El giro del Mundo Anillo impondrá todavía una diferencia de velocidad entre la «Aguja» y el módulo. Pero el vector está orientado verticalmente. Disponemos de margen suficiente para compensarlo.

Luis tardó un ratito en trasladar aquellas palabras a un diagrama. Luego ordenó:

—Te hundirás en el océano desde una altura de mil quinientos kilómetros.

—Sí. Ningún riesgo resulta insensato ahora, dada la situación en que nos vemos por tu propia insensatez.

Luis soltó la carcajada (un titerote pretendiendo infundirle valor a Luis Wu) pero se puso serio enseguida. ¿Cómo, si no, iba a recobrar algo de su autoridad un ex Ser último?

—Está bien. Lánzate —dijo.

Compuso un código y se consiguió un par de zuecos de madera. Se despojó de su traje de vuelo y revistió con él la coraza de impacto y el chaleco de las utilidades, pero sin soltar de la mano el láser. La extensión marina empezaba a dilatarse.

—Preparado.

—Adelante.

Luis cruzó doscientos mil kilómetros en un solo paso de gigante.

Kzin, veinte años atrás.

Luis se tumbó en un fooch muy desgastado por el uso, dispuesto a concederse un buen respiro.

Aquellos bancos de piedra de forma extraña llamados foochesth eran ubicuos en los cazaderos de Kzin, como si éstos fuesen parques. Eran de diseño arriñonado, para dar cabida a un kzin macho medio enrollado sobre sí mismo. Los cazaderos kzin eran silvestres a medias, y poblados tanto por predadores como por animales de caza; en aquellas selvas anaranjadas y amarillas, los foochesth venían a ser el único signo de civilización. Con una población de varios cientos de millones, el planeta estaba superpoblado a tenor de las normas kzinti. Y el parque se hallaba demasiado poblado también.

Luis llevaba toda la mañana andando por la selva. Estaba fatigado. Dejó colgar las piernas y observó las actividades de los nativos.

En el seno de la selva, los kzin eran casi invisibles con su pelo anaranjado. En un momento dado, uno no veía nada; al instante próximo, aparecía un cuarto de tonelada de carnívoro inteligente siguiendo el rastro de alguna presa veloz y espantada. El kzin macho se detenía entonces en seco y se quedaba mirando… la sonrisa de Luis, con los labios apretados (porque mostrar los dientes es señal de desafío entre los kzin) y el emblema protector del Patriarca sobre su hombro (Luis se había asegurado de que resaltase bien). Entonces el kzin decidía que aquello no era asunto suyo y continuaba su camino.

Era curioso cómo aquel predador se manifestaba únicamente como una presencia intuida en medio del rico follaje amarillo. Ojos vigilantes y llenos de intención asesina en alguna parte. De súbito, apareció un macho adulto acompañado de un adolescente, cachorro peludo cuya estatura sería como la mitad de la de su progenitor. Ambos contemplaban al intruso.

Luis tenía algunas nociones de la Lengua del Héroe, por lo que entendió lo que decía el cachorro kzin cuando éste alzó la mirada hacia su padre:

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