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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Los ingenieros de Mundo Anillo (33 page)

Otros kzinti le perseguían esgrimiendo espadas y mazas. Desde las troneras le disparaban flechas que rebotaban en la coraza de impacto. En el instante en que Chmeee llegaba a la escotilla del módulo, un rayo de luz descargó desde una ventana. El haz del láser levantó llamaradas de los adoquines y luego se enfocó sobre el módulo. Chmeee ya estaba dentro. El rayo se fijó en la naveta… y luego se esfumó, mientras la aspillera desaparecía en una llamarada cárdena y blanca.

—¡Qué imprudencia! —murmuró el Inferior—. ¡Dejar un arma así en manos del enemigo!

La otra cabeza hurgaba en los mandos. Conmutó a una cámara interior. Luis vio cómo Chmeee cerraba la compuerta estanca y luego andaba tambaleándose hasta el autoquirófano, mientras pugnaba por quitarse la coraza de impacto, hasta que por fin la arrojó al suelo. Debajo de la armadura, una pierna del kzin apareció desgarrada. Levantó la tapa del autoquirófano y se dejó caer dentro.

—¡Nej! ¡No ha puesto en marcha los monitores! Ayudémosle, Inferior.

—¿Cómo, Luis? Si quisieras ir allí por medio de los platos teleportadores, te abrasarías a temperatura de fusión. Entre tu velocidad y la del módulo…

—Ya sé.

El Gran Océano estaba a treinta y cinco grados sobre la curva del Anillo. La diferencia de energía cinética habría sido suficiente para volatilizar una ciudad. No se podía ayudar.

Chmeee estaba tumbado, perdiendo sangre.

De pronto lanzó un rugido, se volvió a medias y sus gruesos dedos aporrearon las teclas del quirófano automático. Luego se tumbó de espaldas, levantó una mano y cerró la tapa.

—Bien hecho —dijo Luis. La flecha había penetrado en la órbita pero muy ladeada hacia el exterior. Sería un milagro que no hubiera destruido tejidos cerebrales—. Ha sido un temerario, de acuerdo. Continúa.

—Chmeee usó el cañón paralizador para irradiar todo el castillo. Luego se pasó tres horas cargando a los kzinti inconscientes en plataformas repulsoras y enviándolos fuera. Atrancó las puertas y salió del módulo para meterse dentro de la casa. Durante nueve horas no vi nada de él. ¿Porqué sonríes?

—¿A que no sacó a ninguna de las hembras?

—No. Me parece que ahora lo entiendo.

—Estuvo afortunado al ponerse esa coraza rápido. La herida de la pierna debieron de hacérsela cuando aún no se había revestido.

—Creo que por ahora Chmeee no supone ningún peligro para mí.

Luis calculó que necesitaría entre veinte y cuarenta horas de autoquirófano. Ahora todo dependía de su propia decisión.

—Sería preciso que discutiéramos con él una cosa, pero ahora no puede atendernos. Te ruego que grabes la conversación a partir de este momento, Inferior. Envía una cinta al módulo y que la oiga Chmeee cuando se haya recuperado.

El titerote se volvió. Parecía estar comiéndose el cuadro de mandos.

—Hecho. ¿Qué hemos de discutir?

—Chmeee y yo no estábamos convencidos de que tuvieras intención de devolvernos al espacio conocido, ni de que pudieras.

El titerote le contempló con sus dos cabezas muy separadas, para verle desde dos puntos distintos y obtener el máximo efecto de relieve, como si así pudiera escudriñar mejor a su dudoso aliado y posible enemigo.

—¿Por qué no, Luis?

—En primer lugar, sabemos demasiado. En segundo lugar, tú no tienes ningún motivo para regresar a ningún mundo del espacio conocido. Con o sin el transmutador mágico, lo que tú quieres es alcanzar la Flota de los Mundos.

Al Inferior se le disparó un tic muscular en los cuartos traseros. (Con ellos combatían los titerotes: volver la espalda al enemigo, enfocarle con los ojos bien separados y ¡patadón!)

—¿Qué tendría de malo eso?

—Desde luego sería mejor que permanecer aquí —concedió Luis—. ¿Cuáles eran realmente tus intenciones?

—Podemos vivir muy cómodamente. Como sabes, tenemos la droga de la longevidad de los kzinti. Estamos en condiciones de conseguir también el rejuvenecedor. En la «Aguja» caben hembras de homínido y de kzinti; de hecho, tenemos a bordo una hembra de la raza de los Ingenieros. Viajaríais en estasis, de manera que la estrechez de espacio no sería problema. Tú y tus acompañantes podríais establecemos en uno de los cuatro planetas agrícolas de la Flota. Seríais los dueños, prácticamente.

—¿Y si nos cansamos de la vida pastoril?

—Absurdo. Tendríais acceso a todas las bibliotecas de vuestros mundos natales. ¡Acceso a todos los saberes que han maravillado a la humanidad desde nuestra revelación! La Flota navega por el espacio a velocidad próxima a la de la luz, con el fin de alcanzar la Nube Magallánica. Con nosotros os salvaréis de la explosión del núcleo de la galaxia. Es posible que os necesitemos para explorar… territorios interesantes en vanguardia de nuestro rumbo.

—Peligrosos, querrás decir.

—¿Qué otra cosa podría significar?

Luis se sintió bastante más tentado de lo que le hubiera gustado confesar. ¿Cómo se tomaría Chmeee semejante oferta? ¿Cómo un aplazamiento de su venganza? ¿Cómo una oportunidad para hacer daño a los mundos originarios de los titerotes en un lejano futuro? ¿O como una simple proposición de cobardía?

—¿Está condicionada esta oferta al hallazgo del transmutador mágico por nuestra parte?

—No. Con independencia de ello, vuestra capacidad siempre puede ser útil. No obstante…, cualquier promesa formulada por mí ahora se vería mucho mejor respaldada bajo un régimen experimentalista. Los conservadores posiblemente no sabrían apreciar tu valía, ni la de Chmeee.

La evasiva no carecía de elegancia, como hubo de admitir Luis.

—Hablando de Chmeee…

—Es un desertor, pero mantengo abierta mi proposición también para él. Ha encontrado hembras kzinti a quienes salvar. Quizá tú puedas convencerte.

—No estoy muy seguro.

—Y también es posible que volváis a ver vuestros mundos natales. Dentro de otros mil años, el espacio conocido tal vez haya olvidado a los titerotes. Para ti sólo serán unos cuantos decenios de viaje, a la velocidad sublumínica de la Flota de los Mundos.

—Dame tiempo para pensarlo. Y para planteárselo a Chmeee cuando se presente la oportunidad.

Luis se volvió y halló que los Ingenieros le miraban. Lástima que no fuese posible consultarles, puesto que allí se decidía también el destino de ellos.

Pero la decisión ya estaba tomada.

—Ante todo me gustaría acercarme al Gran Océano. Podríamos entrar por la montaña del Puño-de-Dios y reducir la velocidad…

—No tengo la menor intención de desplazar la «Aguja». ¡Sin duda habrá otros peligros aparte las defensas antimeteoritos, y con eso basta!

—Sé una cosa que te hará cambiar de opinión. ¿Recuerdas que descubriste un aparato elevador para izar los reactores Bussard hasta la coronación del muro? Échale una ojeada ahora.

El titerote se quedó petrificado un instante. Luego se volvió como el rayo y desapareció en la parte oculta de sus dominios.

Aquello sería suficiente para tenerle un rato distraído.

Con absoluta calma, Luis Wu se dirigió hacia el montón formado por las ropas y el equipo que acababa de quitarse, y sacó el láser del chaleco.

Paso cuarto: la insurrección. Lástima que su autoquirófano estuviera en el módulo, a más de cien millones de kilómetros de distancia. Podía darse el caso de necesitarlo.

El casco exterior de la «Aguja», indudablemente, llevaba un revestimiento antilumínico. Todas las naves lo tenían al menos en las ventanas. Bajo una luz excesivamente fuerte, el blindaje se convertía en un espejo, tal vez a tiempo de salvarle los ojos al tripulante.

Evitaba los resplandores solares, y evitaba los láseres. Y si el Inferior se había molestado en instalar mamparos indestructibles entre sí mismo y sus cautivos, indudablemente habría rodeado todo el puente con el mismo tipo de revestimiento.

Pero, ¿y el suelo?

Luis se arrodilló. El hiperpropulsor ocupaba toda la longitud de la nave; era de color de bronce, con algunas partes de cobre y otras de metal para cascos. Con sus cantos redondeados, como los de todas las máquinas de los titerotes, parecía ya medio fundido. Luis le apuntó con el láser y disparó a través del piso transparente.

La luz rebotó en la superficie broncínea. Se desprendieron vapores metálicos, y cayeron gotas de metal fundido. Luis dejó que el haz profundizase y luego lo desplazó poco a poco, para quemar o fundir todo lo que se le antojara interesante, al tiempo que lamentaba no haber estudiado mejor la tecnología de los sistemas de hiperpropulsión.

El láser empezaba a calentarse en su mano. Llevaba funcionando varios minutos. Lo apuntó hacia uno de los seis soportes en que se apoyaba el propulsor dentro de su cámara de vacío. No se fundió, pero se reblandeció y cedió. Atacó otro. La inmensa masa del motor retembló y quedó torcida.

Hubo una intermitencia en el rayo, que no tardó en apagarse por completo. Agotada la batería del láser, Luis lo arrojó lejos de sí, recordando que el titerote podía hacer que estallara en sus manos.

Se acercó a la pared delantera de su celda. No se veía ni rastro del titerote, pero Luis oyó unos ruidos como de organillo a vapor agonizante.

El titerote asomó de detrás de su sección pintada de verde y le miró de hito en hito; todo su pellejo estaba recorrido por tics nerviosos.

—Mira. Vamos a discutir la jugada —dijo Luis Wu.

Sin manifestar ninguna precipitación, el titerote apoyó las dos cabezas entre sus patas delanteras y se hizo un ovillo en el suelo.

24. Contraoferta

Luis Wu despertó con la cabeza despejada y hambriento. Permaneció inmóvil durante varios minutos, saboreando la sensación de flotar en caída libre; luego alargó la mano y desconectó el campo. Su reloj le dijo que había dormido siete horas.

Los huéspedes de la «Aguja» dormían debajo de una de las enormes pinzas que servían para sujetar el módulo de excursión. La mujer de cabellos blancos había tenido un sueño intranquilo, y yacía en postura forzada, envuelta en su poncho y con una pierna destapada. El muchacho de pelo castaño dormía como un bebé.

No se les podía despertar, ni había motivo para ello. El mamparo no dejaría pasar el sonido, y la traductora no funcionaba. El enlace por medio de discos teleportadores nunca habría permitido trasladar sino un peso limitado. ¿De veras temía el Inferior algún tipo de conspiración retorcida? Luis se sonrió. Su rebelión había sido la sencillez misma.

Programó en el teclado un desayuno de tostadas con queso y se puso a comer mientras se acercaba al mamparo delantero de su celda.

Durante el sueño, el Inferior se aovillaba en forma de huevo, escondiendo las cabezas y las patas. Un plumero de pelos blancos coronaba la parte más voluminosa de su cuerpo. No se había movido durante las últimas siete horas.

Luis había observado el mismo comportamiento en Nessus. Era la reacción de los titerotes ante una contrariedad: quedarse contemplando el propio ombligo y olvidar el resto del universo. No estaba mal, pero nueve horas parecían ya demasiadas. Si el titerote se había quedado catatónico debido al tratamiento de choque de Luis, podía significar el fin para todos.

Los oídos del titerote estaban en las cabezas. Las palabras de Luis tendrían que atravesar un espesor considerable de carne y hueso.

—¡Quiero exponerte unos puntos para que los consideremos! —gritó.

El titerote no reaccionó. Luis se puso a pensar en voz más bien fuerte:

—Esta estructura va a caer sobre su sol. Podríamos intentar algo, pero no mientras te quedes ahí mirándote el ombligo. Nadie sino tú sabes manejar los mandos de la «Aguja», los sensores, los instrumentos, etcétera, y así fue como tú mismo lo planeaste. De manera que cada minuto que permanezcas ahí presa de tu complejo de alfombra, es un minuto más que todos, Chmeee, tú y yo, nos aproximamos a una ocasión que no desdeñaría ningún astrofísico.

Había terminado su tentempié mientras hablaba. Los titerotes eran magníficos lingüistas en todos los idiomas universales. ¿Reaccionaría el titerote ante una trampa verbal?

Y en efecto, el Inferior asomó un poco una de sus cabezas, lo justo para preguntar:

—¿Qué ocasión?

—La de estudiar las manchas solares por dentro.

La cabeza se retiró para esconderse bajo la barriga del titerote.

Luis aulló:

—¡Que viene la brigada de reparación!

La cabeza y el cuello aparecieron otra vez y el aullido de respuesta fue:

—¿Qué has hecho con nosotros? ¿A qué nos has expuesto a todos, incluyéndote a ti mismo y a esos dos nativos que hubieran podido salvarse de la quema? ¿Se te ocurrió pensar en algo aparte tus instintos vandálicos?

—Lo hice. Como tú dijiste una vez, algún día habría que decidir quién manda en esta expedición. Hoy es ese día —dijo Luis Wu—. Deja que te explique por qué debes acatar mis órdenes.

—Nunca hubiera adivinado que un cableta tuviese afán de poder.

—Pues métete esto en las cabezas. Que a mí se me da mejor que a ti lo de adivinar cosas.

—Continúa.

—No nos vamos de aquí. A velocidad sublumínica, ni siquiera la Flota de los Mundos se halla a nuestro alcance. Si el Mundo Anillo se pierde nos perdemos todos. Hay que conseguir que retorne a su posición, sea como sea.

»Y el tercer punto: los Ingenieros del Mundo Anillo se extinguieron hace por lo menos un cuarto de millón de años, ¿no? —procuró hablar con prudencia—. Chmeee habría dicho un par de millones. Los homínidos no hubieran experimentado mutaciones ni evolución en presencia de los Ingenieros del Anillo. Éstos no lo habrían permitido; eran protectores de Pak.

Luis esperaba una reacción de horror o de sorpresa, pero el titerote no demostró sino resignación.

—Xenófobos —dijo—. Despiadados, obstinados y muy inteligentes. Algo debía haber sospechado.

—Mis antepasados —dijo Luis Wu—. Ellos construyeron el Mundo Anillo y ellos crearon el sistema, sea cual sea, que lo mantiene en su lugar. ¿Quién de nosotros tiene más posibilidad de pensar como un protector de Pak? Uno de nosotros debe intentarlo.

—Esta discusión carecería de sentido si nos hubieras dejado la posibilidad de abandonar. Yo confiaba en ti, Luis.

—No me gustaría pensar que seas tan estúpido. Yo no vine voluntario a esta expedición. Los kzinti y los humanos no servimos para esclavos.

—¿Te queda algún otro argumento?

Luis hizo una mueca.

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