Los dos rayos alcanzaron la superficie de Canyon a unos cincuenta kilómetros de distancia entre sí. Las rocas, así como las factorías de los kzinti y sus casas, quedaron reducidas a polvo, mientras pasaba entre los dos puntos de impacto un relámpago rectilíneo que excavó en el planeta una zanja de veinte kilómetros de profundidad. El magma quedó al descubierto en una zona similar, por su forma y tamaño, a la Baja California terrestre, y orientada de oriente a occidente poco más o menos. El complejo industrial kzinti desapareció. Los pocos domos protegidos por campos estáticos quedaron tragados por el magma, cuyo nivel subió un poco más en el centro de la gran grieta, antes de congelarse la roca.
Lo que finalmente resultó de ello fue un océano rodeado de paredes verticales de roca de muchos kilómetros de altura, y que rodeaba, a su vez, un islote largo y estrecho.
En otros mundos humanos se duda de que fuese el Pacificador de Wunderland lo que puso fin a la guerra. Por lo general, el Patriarcado Kzinti no se dejaba intimidar por la magnitud de las catástrofes. Para los wunderlandeses, en cambio, la duda no se plantea.
Vanguardia fue anexionado después de la Tercera Guerra Kzin-Humanidad, y pasó a llamarse Canyon. La vida autóctona del planeta padeció, como era natural, los efectos de las gigatoneladas de polvo que cayeron sobre la superficie, y por la pérdida de las aguas que se precipitaron en el cañón propiamente dicho para formar aquel mar. Sin embargo, dentro del cañón reina una presión atmosférica confortable y florece una civilización en miniatura.
El apartamento de Luis Wu estaba en un doceavo piso, junto a la pared norte del cañón. La noche reinaba en el fondo del mismo cuando Luis salió, mientras que la pared sur aún resplandecía bajo la luz diurna. En la cumbre se veían los jardines colgantes de líquenes nativos. Los antiguos ascensores surcaban la pared de roca desnuda como hilos de plata. Las cabinas teleportadoras los habían convertido en anticuados medios de transporte, pero los turistas los utilizaban todavía para disfrutar de la vista.
El balcón daba al cinturón de parque que cruzaba por en medio de la isla, de punta a punta. La vegetación tenía el aspecto silvestre de los parques de caza kzinti, mezclándose sus tonos rosa y anaranjado con la biosfera terrestre de importación. La vida kzinti era muy corriente en todo el cañón.
Había tantos turistas kzinti como humanos allí abajo. Los kzinti machos parecían grandes gatos de pelaje anaranjado erguidos sobre sus patas traseras…, o casi. Pero tenían orejas con pabellones como sombrillas chinas de color rosa, las colas desnudas también rosadas, y sus extremidades de huesos largos y grandes manos les identificaban como constructores de útiles. Tendrían como dos metros y medio de estatura, y aunque evitaban escrupulosamente tropezar con los turistas humanos, si alguno de éstos pasaba demasiado cerca, las cuidadosamente aguzadas garras asomaban un poco de los negros dedos. Un reflejo. Tal vez.
A veces Luis se preguntaba qué instinto les impulsaba a regresar a un planeta que había sido de ellos. Algunos tendrían antepasados allí, congelados vivos en el tiempo y prisioneros de los domos sepultados bajo aquella isla de lava. Algún día habría que desenterrarlos…
Muchas cosas había dejado de hacer en Canyon por culpa del cable que le tenía enganchado. Los hombres y los kzinti escalaban aquellas paredes como deporte, aprovechando la baja gravedad.
A lo mejor aún se le presentaría la oportunidad de intentarlo, ya que era una de las tres vías posibles de escape. La otra pasaba por los ascensores; la tercera, por medio de una cabina teleportadora hacia el jardín de Liquen, que no había visto todavía.
Luego habría que poner terreno por medio, con un traje presurizado lo bastante ligero como para caber en una maleta.
En la superficie de Canyon había minas y una reserva ecológica, no muy bien atendida, donde se conservaban las variedades sobrevivientes de los líquenes canyoneses. Pero la mayor parte del planeta era paisaje lunar y estéril. Un hombre precavido podía posarse con una nave sin ser descubierto, y esconderla donde sólo un radar de profundidad lograría encontrarla. Y eso fue justamente lo que hizo el hombre precavido. La nave de Luis Wu llevaba diecinueve años esperándole escondida en una cueva de la cara norte de una montaña cuya roca era mena de bajo contenido metálico, una madriguera oculta en la sombra perpetua de la superficie exenta de atmósfera del planeta Canyon.
Teleportadora, ascensor o montañismo. Luis Wu era hombre libre si lograba alcanzar la superficie. Pero podía ser que la BRAZO tuviese vigiladas las tres salidas.
O que él mismo estuviese jugando al delirio paranoico. ¿De qué manera le habría localizado la policía de la Tierra? Había cambiado de cara, de peinado, de estilo de vida. Las cosas que más amaba eran precisamente aquéllas de las que había prescindido. Dormía en una cama en vez de una placa sómnica, evitaba el queso como si fuese leche estropeada, y su apartamento estaba amueblado con retráctales fabricados en serie. No tenía otras prendas de ropa que las de costosa fibra natural, carente de efecto óptico alguno.
Cuando salió de la Tierra era un cableta cadavérico y de mirada soñadora. Desde entonces, se había impuesto una dieta racional; se había torturado con la gimnasia y las clases semanales de artes marciales (más o menos prohibidas, por lo que le habría fichado la policía si le hubieran pillado, aunque no con el nombre de Luis Wu), hasta lograr una imitación bastante pasable de buena salud, con los músculos acerados que Luis Wu de joven jamás se había molestado en adquirir. ¿Cómo iba a reconocerlo la BRAZO?
Pero sobre todo, ¿cómo habían entrado? Ningún caco normal habría burlado el sistema de alarma de Luis.
Ahora yacían muertos sobre la hierba y pronto el hedor sería más fuerte que el aire acondicionado. Aunque era un poco tarde, ahora empezaba a avergonzarse de haberlos matado. Pero ellos habían invadido su territorio y bajo los efectos del cable no hay culpabilidad. Incluso el dolor se convierte en un ingrediente añadido al placer, y el placer (como el placer elemental y humano de matar a un ladrón en flagrante delito) se intensifica enormemente. Ellos sabían lo que era, y esto para Luis Wu significaba, al mismo tiempo, una advertencia suficiente y una ofensa directa.
Los kzinti y los turistas y nativos humanos que se arremolinaban en las calles parecían ajenos a todo aquel asunto, y seguramente lo eran. Si la BRAZO le vigilaba en aquellos momentos sería por medio de prismáticos desde uno de aquellos edificios de ventanales oscuros. Ninguno de los turistas miraba hacia arriba… Pero los ojos de Luis Wu tropezaron con un kzin y se quedaron clavados en él.
De dos metros y medio de estatura y casi un metro de ancho, espeso pelaje anaranjado que le cubría en parte, era muy parecido a docenas de otros kzinti a su alrededor. Lo que llamó la atención de Luis fue el pelaje.
Era desigual, manchado y canoso en más de la mitad del cuerpo del alienígena, como si ocultase extensas cicatrices del pellejo. Tenía manchas negras alrededor de los ojos, y éstos no se limitaban a contemplar el panorama, sino que exploraban los rostros de los humanos que pasaban.
Luis hizo un esfuerzo para evitar el instinto de quedarse mirando con la boca abierta. Dio la vuelta y entró, aunque sin evidenciar ninguna precipitación. Cerró las puertas balconeras y reactivó las alarmas, tras lo cual volvió a sacar el contactor de su escondrijo. Le temblaban las manos.
Había visto a Interlocutor-de-Animales por primera vez desde hacía veinte años. Interlocutor-de-Animales, el que antaño fuera embajador en el espacio humano; Interlocutor, que había explorado, en compañía de Luis Wu, de un titerote de Pierson y de una chica humana muy extravagante, una minúscula parte de aquella estructura titánica llamada el Mundo Anillo; el que había recibido su apellido del Patriarca de Kzin como premio al fabuloso tesoro que se llevó consigo. Ahora uno se arriesgaba a morir si le llamaba por el nombre profesional, pero, ¿cómo era el nuevo apellido? Empezaba como un golpe de tos, como una «ch» alemana, o como el gruñido de advertencia de un león: Chmeee, así se llamaba. Pero, ¿qué estaría haciendo allí? Con un apellido verdadero, con tierras y con un harén sin duda ya en estado de buena esperanza, Chmeee no tenía ningún motivo para volver a salir jamás de Kzin. La idea de que estuviese haciendo de turista en un mundo humano anexionado era ridícula.
¿Era posible que supiera que Luis Wu estaba en el cañón?
Urgía salir, superar la pared del cañón y encontrar su nave.
Y por eso Luis Wu se puso a jugar con los ajustes de su contactor, frunciendo el entrecejo mientras aplicaba instrumentos minúsculos a unos puntos de reglaje también minúsculos. Las manos le temblaban, lo que no dejaba de ser irritante… De todos modos era necesario cambiar el ajuste, puesto que se disponía a salir del planeta Canyon, con sus días de veintisiete horas. Ya sabía su destino. En el espacio humano había otro planeta cuya superficie consistía principalmente en eriales lunares. Podía posarse sin ser descubierto en la cara oeste de Jinx, desprovista de atmósfera… y dejar ajustado el temporizador enseguida…, y pasar un par de horas bajo la corriente enseguida para darse ánimos. Todo ello resultaba perfectamente lógico. Se concedió dos horas.
Pasaron dos horas más antes de que hiciera su aparición el siguiente invasor. Inundado por la alegría del cable, en cualquier caso, a Luis le hubiera importado un rábano. Para él, el invasor casi fue un alivio.
Era un ser sólidamente apoyado sobre una única pata trasera y dos patas delanteras muy separadas. Entre los hombros se alzaba una voluminosa joroba: la caja craneana, cubierta de una abundante melena dorada llena de rizos y relumbrante de joyas. Dos cuellos largos y arqueados salían de ambos lados del cráneo y terminaban en unas cabezas aplanadas. Aquellas bocas de anchos labios habían servido de manos durante toda la historia de los titerotes. Una de ellas sujetaba un arma paralizante de fabricación humana; la lengua, larga y bífida, se enroscaba alrededor del gatillo.
Hacía veintidós años que Luis Wu no veía un titerote de Pierson, y le pareció bastante simpático.
Además, acababa de surgir de la nada. Esta vez Luis pudo observar la aparición súbita en medio de su moqueta de hierba amarilla, lo cual significaba que se había preocupado innecesariamente; la BRAZO no tenía nada que ver. El problema de los canyoneses intrusos quedaba resuelto.
—¡Discos pedestres! —gritó Luis con júbilo, mientras se abalanzaba sobre el alienígena.
Esta vez sería fácil, dada la cobardía de los titerotes…
La paralizadora lanzó un destello anaranjado y Luis Wu cayó sobre la alfombra, con todos los músculos fláccidos. El corazón le latía con dificultad y empezó a ver manchas negras delante de los ojos.
El titerote pasó con precaución sobre los dos cadáveres, le contempló bajo dos ángulos distintos y luego le levantó. Dos pares de hileras de dientes planos le tomaron de la muñeca con cuidado, para no hacerle daño. El titerote le arrastró de espaldas un trecho de alfombra y le dejó de nuevo en el suelo.
El apartamento desapareció.
No sería exacto decir que Luis Wu estaba preocupado, lejos de él una sensación tan desagradable. Desapasionadamente (ya que la alegría invariable de la corriente admite un grado de abstracción normalmente inaccesible para los mortales), empezó a reajustar su imagen de lo que le rodeaba.
Había conocido el sistema de los discos pedestres en el planeta natal de los titerotes de Pierson. Era un sistema teleportador abierto y, como tal, mucho más perfecto que las cabinas cerradas utilizadas en los mundos humanos.
Por lo visto, algún titerote instaló discos pedestres en el apartamento, envió a dos canyoneses para que se apoderasen de él y, en vista del fracaso, había venido en persona. Los titerotes debían de tener muchas ganas de verle.
Lo cual resultaba doblemente tranquilizante. La BRAZO no tenía nada que ver en aquello. Y la tradición de cobardía ilustrada de los titerotes se remontaba a un millón de años. No iban a por su vida, seguramente, ya que eso podían haberlo conseguido más barato y con menos riesgo.
Sin duda, sería fácil burlarlos.
Se vio sentado todavía sobre un trozo de hierba amarilla y pensó que debía de ser el camuflaje del disco teleportador. Al otro lado le habían puesto un edredón revestido de piel anaranjada… Pero no, era un kzin caído en el suelo, con los ojos abiertos, dormido, paralizado o muerto…
Y en efecto, se trataba de Interlocutor. Luis se alegró de verle.
Estaban en un navío espacial, en un casco de la General de Productos. Al otro lado de las paredes transparentes, la cruda luz solar de los espacios sin aire bañaba unas escarpadas rocas de aspecto lunar. Una mancha de liquen verde y violáceo le dijo que aún estaban en Canyon.
Pero no se sintió preocupado.
El titerote le soltó las muñecas. Las joyas que brillaban en su melena no eran naturales, sino más bien semejantes a ópalos negros. Una de aquellas cabezas chatas y sin cerebro se adelantó y desenchufó el contactor del cráneo de Luis. El titerote se situó sobre una plataforma cuadrada y desapareció, llevándose el contactor.
Los ojos del kzin le vigilaban desde hacía bastante rato. Luego el paralizado kzin carraspeo a manera de ensayo y gruñó:
—Lu…iiis Wuu.
—¿Eh? —dijo Luis.
Había pensado suicidarse, pero no veía cómo. Apenas conseguía mover los dedos.
—¿Tú cableta, Luis?
—¡Hum! —replicó éste para ganar tiempo, y le salió bien.
El kzin renunció a seguir intentándolo. Y Luis (a quien únicamente le preocupaba la pérdida de su contactor) obedecía a un antiguo reflejo, el de mirar a su alrededor para hacerse cargo de lo fastidiada que estaba la situación.
El hexágono de hierba de interior sobre el que estaba echado delimitaba la placa receptora del teleportador. En otro lugar se encontraría el círculo negro que era el emisor. Por lo demás, el suelo era transparente, lo mismo que la escotilla de babor y el mamparo a popa.
Los mecanismos de maniobra de hipervelocidad se extendían sobre casi toda la longitud de la nave, debajo del piso. Luis hubo de reconocerlos por sus principios de funcionamiento, ya que la nave no era de construcción humana; tenía el aspecto semiamorfo de muchas de las construcciones de los titerotes. De manera que aquella nave podía volar más rápida que la luz. Por lo visto le habían embarcado para un largo viaje.