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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (36 page)

Pero quizás mi repugnancia estuviese fuera de sitio o careciese de justificación en aquellas circunstancias. Las distracciones, por horribles que fuesen, significaban unas cuantas horas de olvido, lo cual por sí solo valía cualquier cosa en el campo. Además, aquellas reuniones eran mejor que muchas otras cosas que ocurrían allí. Los prisioneros, lo mismo hombres que mujeres, eran muchas veces víctimas de los abusos de los jefes alemanes de las barracas, entre los cuales había un alto porcentaje de homosexuales y otros degenerados.

No me olvidaré jamás de la angustia de una madre que me dijo que la obligaban a desnudar a su hija y observar cómo la violaban los perros a los que habían adiestrados para aquel deporte de manera especial los nazis. Lo mismo ocurría a otras muchachas. Se las obligaba a trabajar en las canteras doce o catorce horas al día. Cuando se desplomaban exhaustas, el deporte favorito de los guardianes consistía en azuzar a los perros para que las atacasen. ¿Quién será capaz de perdonarles todos los crímenes que cometieron?

Las jefas del campo eran famosas por sus aberraciones. La Grese era bisexual. Su criada, que era amiga mía, me informó de que muchas veces Irma Grese tenía relaciones homosexuales con internas, a las que después mandaba al crematorio. Una de sus favoritas era una
Blocova
, que estuvo siendo su esclava una larga temporada hasta que la jefa del campo se cansó de ella.

Tal era de corrupta la atmósfera de Birkenau, un verdadero infierno. Allí los nazis conculcaban uno de los derechos más personales. Allí el amor se convertía en una excitación degenerada para los esclavos y una diversión sádica para los supervisores.

Yo tenía miedo a Irma Grese. Una vez, ofrecí a cierta persona mi ración de margarina como soborno para no tener que presentarme a ella. Hice la proposición a la modista de la Grese, a la que llamábamos
madame
Grete, que fuera en otro tiempo dueña de un salón de, modas en Viena o en Budapest.

Madame
Grete se enojó conmigo.

—¿Por qué quieres crearte dificultades? —gruñó—. A ti te toca ahora, sabes muy bien que es mejor que hagas lo que te han dicho.

Pero ante mis insistentes súplicas, me prometió ir corriendo a ver a la secretaria de la
Blocova
para conseguirse alguien que la ayudase a entregar el guardarropa de Irma Grese.

Por la mañana, me acordé de aquella cucharada de margarina. Sentí un vehemente deseo de comérmela, pero no quería presentarme ante Irma Grese.

Llevé la margarina a
madame
Grete. Ella la aceptó y la guardó.

—Bueno, vamos —me dijo.

Me eché a temblar.

—¿Pero no lo pudiste arreglar?

—No, tienes que venir tú.

—Pero… ¿y mi margarina?

—Cuando volvamos, te la daré. Ya sabes que no te la puedes llevar allí.

Cogió las prendas escrupulosamente planchadas, me las echó sobre los brazos extendidos y salimos. Teníamos un pase para salir de los terrenos del campo. Minutos después, estábamos frente a la barraca en que vivía el «ángel rubio».

—No has venido en el momento mejor. Esa fiera se ha vuelto loca —cuchicheó la criada de Irma Grese a mi compañera.

—¡Ay, Dios mío! —murmuró la modista—. ¡Ahora me va a moler a palos!

—No lo creo —le dije, tratando de darnos ánimos a las dos—. Te pasas los días y las noches cosiendo para ella, y no te da en pago ni una corteza de pan.

—¿Pero no lo sabes? —me preguntaron las dos al mismo tiempo—. Grese es una sádica terrible.

A través de la puerta cerrada, se oían gritos y restallar de latigazos.

—Otra vez le ha dado por ésas —dijo su criada.

Nos pegamos a la pared de la barraca de madera. Por un pequeño resquicio que se abría entre las tarimas, podía distinguir parte del interior de la habitación. Alguien estaba gritando y quejándose a la izquierda. A juzgar por el restallido de la fusta, estaba azotando a alguien furiosamente. Con voz ronca y destemplada, Grese barbotaba maldiciones. Pero lo único que se podía divisar desde donde yo estaba era el sofá que caía enfrente del ojo de la cerradura. Sin embargo, un momento después, la escena se hizo más animada y dramática.

Grese se acercaba al sofá, arrastrando a una mujer desnuda por el pelo. Cuando llegó al diván, se sentó, pero no soltó la cabellera de la mujer, sino que fue tirando cada vez más de la mata espesa de pelo, mientras descargaba una y otra vez, la fusta sobre las caderas de la mujer. La víctima se veía obligada a acercarse más y más. Finalmente se quedó de rodillas ante su verdugo.


Komm hier
—gritó Irma, dirigiéndose a un rincón de la habitación que caía fuera de mi visión. De nuevo repitió:

—Ven aquí. ¿Vienes o no?

Y blandió el látigo una vez más, obligando brutalmente a ponerse de pie a la mujer. Y de pronto, en el espacio que podía y dominar desde mi observatorio, apareció la figura de un prisionero. Era el apuesto georgiano. Lo conocíamos.

Aquel hombre era increíblemente bello. Se dice que la raza georgiana es la que produce los hombres mejor parecidos, y aquél era, por cierto, un ejemplar perfecto. Tenía una estatura tan elevada que poco le faltaba para tocar con la cabeza el techo de la barraca. A pesar del hambre y de los malos tratos, conservaba todavía un pecho robusto de atleta. La cara se le había quedado magra por las privaciones, pero sus rasgos fisonómicos eran acaso por eso más atractivos.

La historia de este georgiano bien plantado había circulado de boca en boca por todo el campo. Lo había mandado al campo de mujeres para reparar la carretera. Allí había conocido a la delicada joven polaca que parecía una virgen y que ahora se arrodillaba, desnuda, bajo los latigazos de Irma Grese.

La escena no necesitaba explicación. La comprendimos perfectamente. Irma había visto a aquel magnífico espécimen de virilidad, al arrogante georgiano, y se lo había acaparado para ella, como cualquier potentado oriental. Le había mandado presentarse en su habitación, pero cuando el digno joven, cuyo espíritu no se había quebrantado ni por el cautiverio ni por la fama que tenía Irma de aterrar a la gente, se negó a ceder a sus deseos, Irma trató de obligarle a ser su esclavo, haciéndole mirar cómo atormentaba a la muchacha a quien él quería.

Ya me imagino que este episodio parecerá absurdo e increíble al lector, pero es absolutamente cierto, en su totalidad. Otros prisioneros de Auschwitz que estuvieron en contacto con Irma Grese pueden atestiguar de su veracidad punto por punto.

Desgraciadamente, ¿o no podríamos decir acaso gracias a Dios?, no pudimos quedarnos a ver el fin de aquella escena, porque se nos acercó un guardián y tuvimos que marcharnos a toda prisa. Esperamos a que nos llamase a su presencia la mujer de las
SS
Se abrió la puerta. Primero salió el hombre. No se me olvidarán jamás sus ojos negros, que echaban lumbre, y la ira que se reflejaba en su faz. Luego emergió la muchacha polaca. Su estado era verdaderamente lamentable. Tenía cruzada la cara de verdugones rojos, lo mismo que su escote. Aquella sádica no le había perdonado siquiera el rostro.

Irma nos mandó entrar. Estaba encendida y con dedos nerviosos se abotonaba la blusa. Soltó una carcajada histérica.

—Muy bien. Vamos a probarnos las cosas —ordenó.

Madame
comenzó a entregarle los vestidos. Yo me quedé en la habitación contigua sosteniendo las prendas y temiendo, aterrada, que de un momento a otro me viese Grese. Aquello fue una escena más de entre las muchas espeluznantes que presencié. Vi a aquella hermosa bestia desnuda. Sólo llevaba una camisa, pero cuando se probó las nuevas prendas interiores, se quitó todo sin el menor escrúpulo. Nosotras no éramos para ellas seres humanos, ante los cuales fuese necesario el pudor. La camisa que llevaba estaba hecha a su medida, pero le resultaba un tanto ajustada por el busto. Con un solo movimiento, se la quitó y se la arrojó a
madame
a la cara.

—Ten esto preparado para mañana por la mañana.

La modista farfulló tímidamente:

—No pu… puedo tenerlo para ma… mañana, porque… no tengo luz para coser.

Aquel demonio desnudo se abalanzó contra la desventurada modista y la abofeteó en un arrebato de cólera. Yo apenas osaba respirar. ¿Cómo podía una furia tan bestial cobijarse en un cuerpo tan hermoso?

Minutos después, Irma se recobró de su rabia, como si no hubiese ocurrido nada. Cuando terminó la prueba, se espurrió indolentemente, bostezó, y como si estuviese hablando a un par de criadas molestas, nos mandó:

—¡
Heraus mit euch
! ¡Fuera!

Dejamos a la rubia en combinación. Su blanca piel hacía resaltar el adorno del encaje negro. No tenía nada de flaca, pero estaba bien formada; acaso fuesen un poco demasiado grandes sus pechos. Tenía además unas piernas algo gruesas. Era la primera vez que la veía sin las botas de las
SS
Me sentí feliz al observar que tenía una pequeña imperfección, porque se jactaba demasiado de su belleza.

No volví a ver al apuesto georgiano. La hermosa bestia lo había mandado fusilar. ¿Y la muchacha? Nos enteramos de qué había sido de ella por la criada de Irma. El «ángel rubio» la había mandado al burdel de Auschwitz.

Capítulo XXIV

En el carro de la muerte

D
urante meses y más meses, estuve haciendo lo posible por dar con algún rastro de mi marido. Cada vez que cruzaba por nuestro campo un transporte de hombres, me precipitaba a las alambradas con el corazón palpitante y pasaba revista con los ojos a todos los prisioneros que llevaban uniforme listado. ¿No estaría entre ellos? En mis sueños lo veía muchas veces trabajando en las minas, con los pies hundidos en el agua hasta las rodillas, o desmenuzando piedra en la cantera. Yo creo que no fueron menos de cien las veces que traté de mandarle unas palabras hablándole de mí. Pero nunca supe si mis mensajes le llegarían. El caso es que jamás tuve respuesta.

Imagínese mi alegría cuando, al cabo de seis meses, me enteré a través de nuestro servicio de resistencia de que estaba trabajando en el Campo de Buna, situado a poco más de cuarenta kilómetros de allí. Era cirujano del hospital, el cual estaba mucho mejor equipado que el nuestro. Desde entonces no sentí más que un deseo: volverlo a ver. ¿Pero cómo me las arreglaría?

Después de desechar mil planes, uno tras otro, llegué a una solución. En nuestro campo había un bloque para locos. Los insensatos jefes del campo habían dispuesto que, si bien las personas normales tenían que morir, los lunáticos debían seguir con vida. La mayor parte de estos casos eran «interesantes», por lo cual resultaban de valor para los sabios alemanes.

Dos o tres veces por semana, eran llevadas algunas de nuestras locas a la estación experimental de Buna, de donde las devolvían a Birkenau. Para aquellos traslados, se utilizaban ambulancias con cruces rojas, las llamábamos «camiones de la muerte», porque se empleaban también para transportar a las víctimas a la cámara de gas. Cada vez que se realizaban aquellos traslados, los locos eran acompañados por unos cuantos miembros del personal del hospital. ¿Por qué no podría yo ir también a Buna en calidad de enfermera con alguno de aquellos convoyes?

Era evidente que en mi plan había numerosos riesgos. En primer lugar, yo no tenía nada que ver con la barraca de los locos. Para ellos había enfermeras especiales, a la mayor parte de las cuales conocían los guardianes de las
SS
Me arriesgaba indudablemente a ser sorprendida si me metía en lugar de alguna de ellas. Además, los transportes no siempre volvían a la barraca. En cuanto se terminaban los experimentos, el material humano era considerado como «sacrificable» y se lo llevaban a la cámara de gas. Otro peligro era que me tomasen, no por miembro del personal del hospital, sino como loca, cosa que fácilmente podría ocurrir.

Sin embargo, aquellas razones no eran suficientes para mí. Estaba dispuesta a jugarme la vida. ¿No me la jugaba acaso día tras día? Logré pasar una nota a mi marido, en la que le indicaba que me esperase cualquier día en el hospital de Buna.

Esta vez, me llegó una contestación. Mi marido se pronunció enérgicamente contra tal cosa, describiéndome todos los peligros que había. Sin embargo, añadió que si me empeñaba en intentarlo, debería por lo menos tomar todas las precauciones posibles. A este efecto, el médico jefe de la «Barraca de Locos» me podría ser útil. Después de numerosos y estériles intentos, en alguno de los cuales llegué a hacerme pasar por loca, logré por fin conseguir un puesto en el famoso carro de la muerte. Dos enfermeras supervisaron a siete u ocho pacientes. Los tres centinelas de las
SS
que iban escoltándonos cerraron la puerta y se sentaron junto al chófer.

No se me olvidará jamás aquel viaje de locos. Excitados por los cambios, aquellos pobres perturbados se exaltaron más. Empezaron a discutir entre ellos, se pelearon y gritaban a cuello tendido. Tratamos de tranquilizarlos pero sin éxito. A veces nos abrazaban y nos besaban, pero también nos escupían o nos llenaban de insultos.

El vehículo atravesó la población de Auschwitz. Lo que vi por los cristales enrejados me dio la impresión de que estábamos en un mundo irreal. Los hombres andaban libremente por las calles, formaban colas, salían de la iglesia, entraban en los establecimientos comerciales. Las amas de casa hacían sus compras, provistas de canastas. Los niños jugaban. No había
Kapos
, ni porras, ni triángulos en la ropa de la gente. Aquello no era posible. Yo debía estar soñando.

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