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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (35 page)

Recuerdo el caso de un chico polaco, apellidado Grünwald, de unos veinte años. El profesor Klauberg,
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ginecólogo alemán de Kattowitz, le prescribió un tratamiento de rayos X. Al cabo de dos meses, no habían producido dichos rayos el efecto deseado. Así que el muchacho fue trasladado a la barraca 21 para su completa castración. Pero los rayos X le habían sido aplicados en dosis tan excesivas que tenía quemaduras graves. La cosa degeneró en cáncer, y el muchacho padeció sufrimientos terribles. En enero de 1945, seguía vivo todavía en el hospital de Birkenau.

Estos métodos eran también aplicados a las mujeres. A veces los alemanes utilizaban rayos de onda corta, que producían a las pacientes dolores intolerables en la parte baja del abdomen. Luego se le abría el vientre para observar las lesiones. Los cirujanos generalmente les extirpaban la matriz y los ovarios.

El profesor Schuman
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y el doctor Wiurd realizaron muchos experimentos por el estilo en jovencitas de dieciséis o diecisiete años. De las quince muchachas utilizadas para dichos experimentos, sólo sobrevivieron dos, Bella Schimski y Dora Buyenna, ambas de Salónica. Nos dijeron que habían sido expuestas a rayos de onda corta, con una plancha sobre el abdomen y otra en la espalda. La electricidad fue dirigida hacia los ovarios. La dosis fue tan elevada que quedaron gravemente quemadas. Al cabo de dos meses de observación, las pobres tuvieron que someterse a una operación «de control». Un grupo de mujeres jóvenes en su mayor parte holandesas fueron víctimas de una serie de experimentos, cuyo motivo sólo debía ser conocido por su autor, Klauberg. Con la ayuda de un aparato eléctrico, inyectaba un líquido blancuzco y espeso en los órganos genitales de estas mujeres. Les producía una terrible sensación de quemadura. Esta infusión se repetía cada cuatro semanas y a ella seguía siempre una radioscopia.

Estas mismas mujeres fueron sometidas simultáneamente a otra serie de experimentos por un doctor distinto. Se trataba ahora de una inyección en el pecho. El médico les inyectaba cinco centímetros cúbicos de un suero cuya naturaleza desconozco, a razón de dos a nueve inyecciones en cada sesión. La reacción se producía en forma de una hinchazón dolorosa del tamaño del puño. Algunas mujeres recibieron más de cien inoculaciones de ésas. A otras se les inyectaba además en las encías. Después de una serie de experimentos por el estilo, las mujeres eran declaradas inútiles y despachadas.

En cierta ocasión, preguntamos a un prisionero alemán ario, que antes fuera trabajador social, cuál era la razón fundamental para proceder a la esterilización y castración de los prisioneros. Antes de su cautiverio, había tomado parte activa en la política alemana, trabando relación con muchos personajes de importancia. Nos aseguró que los alemanes tenían una razón geopolítica para dedicarse a aquellos experimentos. Si fuesen capaces de esterilizar a todos los seres humanos no alemanes que todavía siguiesen con vida después de su victoriosa guerra, no habría peligro de que las nuevas generaciones estuviesen integradas por razas «inferiores». Al mismo tiempo, la población de los supervivientes podría ser útil para prestar servicios como jornaleros durante unos treinta años. Después de dicho plazo, el exceso de población alemana necesitaría todo el espacio de estos países, y los «inferiores» perecerían sin dejar descendencia. Cuando recuerdo estos experimentos, no puedo menos de pensar en el drama de la pequeña francesita Georgette, que murió en el hospital el mismo día de Navidad del año 1944. Había sido utilizada como conejillo de Indias para las experiencias de esterilización, y cuando volvió al hospital, ya no era mujer.

Tenía un novio polaco, que iba a verla aquel mismo día. Pero ella prefirió no volver a verlo jamás. Antes que sufrir aquella terrible degradación, se decidió a pasar por muerta. Llegó su novio, pero ella se escondió bajo la manta de la tercera fila de
koias
, inmóvil como un cadáver. Accediendo a los deseos de la pobre mujer, le habíamos dicho ya el día antes que había muerto. Pero él no venía a ver a Georgette. Se dirigió a la cama de otra muchacha de Cracovia, a la cual traía sus regalos.

Georgette lo vio todo desde debajo de su manta. Con las fuerzas que le quedaban, se incorporó y se tiró desde lo alto de la
koia
. La caída fue fatal.

Capítulo XXIII

Amor a la sombra del crematorio

E
s ley de la naturaleza que donde quiera se reúnan hombres y mujeres, surja el amor. Ni siquiera a la sombra del crematorio podían suprimirse del todo las emociones humanas. El amor, o lo que se llamaba así en la atmósfera degradada del campo de la muerte, no era sino una desviación de lo que es para la gente normal, puesto que la sociedad de Birkenau había quedado reducida a una desviación también de la sociedad humana normal.

Los superhombres que tenían en su mano nuestros destinos trataron de extinguir todo deseo sexual en los prisioneros. Corría por el campo el rumor de que mezclaban con nuestra comida ciertos polvos para reducir o destruir el apetito sexual. Como los hombres de las
SS
podían excitarse demasiado ante la proximidad de tantas mujeres jóvenes y hermosas a las que veían demudas y expuestas totalmente a su mirada, se les habían proporcionado burdeles con prostitutas alemanas para su uso. A pesar de las teorías nazis respecto a la corrupción racial, nos enteramos de que muchas internas atractivas fueron llevadas a esos lupanares. Privilegios semejantes se concedían a prisioneros de los campos de hombres. Sólo que su admisión era considerada, naturalmente, como un favor excepcional.

Por otra parte, las ordenanzas y los procedimientos artificiales no significaban nada. La constante tensión nerviosa contribuía poco al aplacamiento de nuestros deseos. Por el contrario, la angustia mental parecía brindarnos un estímulo peculiar.

Las relaciones entre los prisioneros de uno y otro sexo, estaban caracterizadas por la ausencia total de convencionalismos sociales. Todo el mundo se dirigía a la persona que le interesaba, y a todos en general, llamándole de tú, y por su nombre, no por su apellido. Tal familiaridad no quería decir amistad, ni carecía siempre de cierta vulgaridad. Los únicos hombres que conocimos, aparte de los guardianes de las
SS
y de los soldados de la
Wehrmacht
eran prisioneros varones que reparaban los caminos, abrían zanjas y llevaban a cabo otras tareas por el estilo de nuestro campo. Generalmente, la única hora a que nos reuníamos era durante la comida, bien en los lavabos o en los retretes, donde muchos hombres consumían su comida. Solían estar rodeados de mujeres de todas edades y condiciones, que les pedían con voz lastimera las migas.

Se colocaban las mujeres en círculos, de tres o cuatro en fondo, con las manos alargadas como pordioseras. Las muchachas bonitas cantaban las canciones de moda para atraer su atención. A veces, los hombres cedían y les daban parte de su alimento. Sólo entonces podía una mujer saborear una patata, lo cual constituía el lujo más delicioso del campo, que sólo estaba reservado a las que trabajaban en la cocina y a las
Blocovas
. Sin embargo, rara vez era la compasión la que inclinaba a los hombres a repartir su poco abundante comida. Ésta era la moneda con que se pagaban los privilegios de índole sexual.

Sería inhumano condenar a las mujeres que se veían obligadas a descender tan bajo para conseguirse un mendrugo de pan. La responsabilidad de la degradación de las internas la tenía la administración del campo.

Sea de esto lo que fuere, la prostitución era un fenómeno ordinario en Birkenau, con todas sus lamentables consecuencias, a saber, enfermedades venéreas, alcahuetas, etcétera. Muchos de los objetos robados en el «Canadá» estaban destinados a las mujeres de los hombres más listos en efectuar tales cambios.

Sin embargo, no todos los amores que había allí eran sórdidos. Se daban casos de sincero cariño y emocionante compañerismo. Pero, aunque no existiese esta veta sentimental y esta ternura, la mujer que tenía un amante gozaba de una distinción real, porque había muy pocos hombres en el campo.

La mayor parte de las jóvenes tenían sus aventuras. Las
Blocovas
, disponían de rincones para ellas solas en las barracas, estaban en situación de ventaja con respecto a las demás, y no titubeaban en utilizarla. Las amigas de la
Blocova
hacían de centinelas, es decir, vigilaban, mientras su jefe se divertía con su invitado. Claro está, estas citas estaban estrictamente
verboten
, o sea, prohibidas. Cuando un hombre de las
SS
se acercaba al bloque, las vigilantes daban el alerta. Muchas veces ocurría que una cita era interrumpida tres o cuatro veces, pero las parejas no se desanimaban fácilmente. De cuando en cuando, la
Blocova
cedía, por una consideración justificada, su habitación a una mujer. La compensación tenía que ser alta, porque el peligro era grande. Si sorprendían a la
Blocova
recibiendo a un hombre, o facilitando la reunión de una pareja, la esperaban serios castigos. Podría ser afeitado de nuevo en la cabeza, o darle una paliza cruel, o, lo que era peor todavía, podía ser destituida de su alto puesto. Los patrones de belleza variaban en Birkenau. Aquello constituía un mundo aparte. La mujer que tenía el cuerpo más lleno y los encantos más opulentos era considerada como el modelo de hermosura femenina. A los prisioneros varones no les gustaban los cuerpos huesudos ni las mejillas descarnadas, aunque ellos mismos estaban reducidos al estado de esqueletos vivientes. Las mujeres —muy escasas por cierto— que milagrosamente conservaban un poco de carne eran envidiadas por las demás, quienes acaso, un año antes, se hubiesen sometido a dietas duras alimenticias para disminuir de peso.

Lo mismo que en todas las cárceles, también había en Birkenau invertidos e invertidas. Entre las mujeres, se distinguían tres categorías. El grupo menos interesante estaba integrado por las que eran lesbianas por instinto. Más alborotadas eran las que pertenecían a la segunda clase, en la cual se incluían las mujeres que cambiaron de punto de vista sexuales debido a las condiciones anormales en que vivían. Muchas veces, se entregaban al vicio por pura necesidad.

Teníamos entre nosotras a una polaca que debería andar por los cuarenta y que había sido en su tiempo profesora de física. Su marido había muerto a manos de los alemanes y sus hijos habían sido enviados a algún lugar terrible, o acaso a la muerte. Una prisionera, que era funcionaría, dedicó interés particular a esta bonita, delicada e inteligente mujer. La profesora sabía que si cedía, se ahorraría por lo menos la tortura del hambre. Debió librar una gran batalla contra la tentación, pero por fin, sucumbió. Seis semanas después, hablaba de su «amiga» con palabras de gran entusiasmo. Al cabo de dos meses, confesó que no era capaz de vivir sin su pareja.

A la tercera categoría pertenecían las que se enteraron de sus tendencias lesbianas a través de su asociación con la corruptela del campo y la degradación de sus costumbres, lo cual era muy distinto de lo que le ocurrió a mi amiga polaca. Aquella inmoralidad se debía en gran parte a las tardes de baile, que se organizaban a veces en aquel mundo dantesco de Birkenau. Durante las largas noches del invierno de 1944, cuando los alemanes estaban profundamente preocupados por el avance de los rusos y nos dejaban en relativa libertad, las prisioneras daban «fiestas», que parodiaban grotescamente los devaneos mundanos que conocieron en su vida anterior. Se reunían en torno a una carbonera a cantar y a bailar. Una guitarra y una armónica de la orquesta del campo de concentración contribuían a que tales festivales durasen hasta el amanecer del nuevo día. Las jefas de nuestras barracas desempeñaban un papel importante en estos asuntos. La
Lageralteste
, la «reina sin corona del campo», quien residía en el Campo E, en el cual vivía yo entonces, no faltaba nunca. Era una criatura joven y frágil, una muchacha alemana de unos treinta años. Se las arregló para vivir durante diez años, yendo de un campo para otro.

Durante aquellas orgías, las parejas que bailaban juntas iban aficionándose más y más recíprocamente. Algunas mujeres se vestían de hombres para dar cierto aire de realidad a su proceder.

Una de las iniciadoras mejores de aquellas tardes era una condesa polaca, de cuyo nombre no me acuerdo. Cuando la vi por primera vez, estaba sentada junto a la puerta de nuestro hospital. La miré, sorprendida, y pensé: «¿Qué hace este hombre aquí?».

Porque parecía, ni más ni menos, un hombre. Llevaba una chaqueta de artista de terciopelo negro, según el estilo familiar del barrio artístico
parisién
, y una gran corbata negra de lazo. El mismo pelo lo tenía cortado como un hombre. En realidad, parecía un hombre guapo de unos treinta años. Pregunté a una compañera, la cual me contestó:

—Ese hombre no es tal hombre…
él
es ella.

La condesa se conducía como un hombre en su comportamiento general y en sus maneras. Un día que me había trepado a la
koia
para atender a mi «tarea de control de piojos», noté que una mano cortés me ayudaba a bajar. Me sentí sumamente sorprendida… ¡Era nada menos que la condesa! Con aquel gesto galante, abrió el fuego de un cortejo. Tuve que terminar echándome a correr para huir de ella.

Mientras las demás se dedicaban a sus travesuras durante los bailes, yo solía muchas veces quedarme dormida en mi camastro. En más de una ocasión, me despertaron besos y otros gestos amorosos. ¡Era la condesa! La cosa subió tanto de punto que me daba miedo echarme a dormir durante los bailes. Las demás se sentían halagadas por un cortejo apasionado, pero yo no. Esperaban que la condesa se buscase una nueva amiga, porque su antigua «novia» había sido trasladada en un convoy.

Me daba lástima aquella desgraciada mujer. El humor alemán nos la había traído al campo. Cuando llegó, iba vestida con ropa de hombre, y los alemanes quisieron al principio internarla en el campo de los hombres. Pero ella se opuso frenéticamente y se empeñó en demostrar que era mujer. Ellos la obligaron, porque para nuestros carceleros resultaba una verdadera función de circo observar cómo se conducía entre nosotras aquella «mujer-hombre». Naturalmente, no nos atrevimos a formular una queja ni una protesta. La cosa divertía a los alemanes.

Las fiestas me recordaban siempre la
Dance Macabre
. Cuando pensaba en el triste destino común que esperaba a todas aquellas desventuradas, no podía reprimir un estremecimiento de horror.

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